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El cuerpo y la revuelta.

por La Redacción diciembre 19, 2017
diciembre 19, 2017
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Por: Massimo Passamani. Equipo Critica. 19/12/2017

Toda la historia de la civilización occidental puede ser leída como una tentativa sistemática de excluir y segregar el cuerpo. De Platón en adelante, esto ha significado en repetidas ocasiones esquizofrenia represiva, afán de control, inconsciencia que psicoanalizar, fuerza de trabajo que encuadrar.

La separación platónica entre cuerpo y alma, separación llevada a cabo con toda la ventaja para la segunda (“el cuerpo es la tumba del alma”) acompaña también a las expresiones aparentemente más radicales del pensamiento. Ahora esta tesis es defendida en numerosos textos de filosofía, casi todos, a excepción de los que se mantienen al margen del aire enrarecido e insalubre de la universidad. Una lectura en este sentido de Nietzsche y de autores como Hannah Arendt ha encontrado su adecuada sistematización escolástica (psicología fenomenológica, pensamiento de la diferencia y un largo etcétera encasillador).

Sin embargo, o tal vez por eso, no me parece que se haya reflexionado a fondo sobre el problema, cuyas implicaciones resultan fascinantes.

Una liberación profunda de los individuos comporta una profunda transformación de la manera de concebir el cuerpo, su expresión y sus realizaciones.

Por un aguerrido legado cristiano tendemos a creer que la dominación controla y expropia una parte del hombre sin mellar así su interioridad (y sobre la división entre una presunta interioridad y las relaciones externas habría mucho que decir). Cierto, la explotación capitalista y las imposiciones estatales adulteran y contaminan la vida, pero creemos que nuestra percepción de nosotros mismos permanece inalterada. Así, también cuando imaginamos una ruptura radical con esta realidad, estamos seguros de que es nuestro cuerpo tal como lo concebimos ahora el que tomará parte en ella.

Yo creo al contrario que nuestro cuerpo ha sufrido, y continúa sufriendo una terrible mutilación. No sólo por los aspectos evidentes del control y de la alienación determinados por la tecnología (que los cuerpos hayan sido reducidos a depósitos de órganos de recambio, como demuestra el triunfo de la ciencia de los trasplantes, parece que está claro. Pero la realidad me parece bastante peor de cuanto nos desvelan las especulaciones farmacéuticas y la dictadura de las medicinas entendidas como ente separado y de poder). Los alimentos, el aire, las relaciones cotidianas han atrofiado nuestros sentidos. El sinsentido del trabajo, la sociabilidad forzosa y la aterradora banalidad en la conversación, regimentan tanto el pensamiento como el cuerpo, ya que no es posible ninguna separación entre ellos.

La dócil observación de las leyes, los paréntesis carcelarios en los que se encierran los deseos, que precisamente en cautividad se transforman en una triste contrafigura de ellos mismos, debilitan el organismo tanto como la contaminación o la medicación forzosa.

“La moral es extenuación”, dijo Nietzsche.

Afirmar la vida propia, esa exuberancia que pide ser entregada implica una transformación de los sentidos no menos importante que la de las ideas o las relaciones.

La determinación ética de quien deserta y ataca las estructuras del poder es una intuición, un instante en el que se saborea la belleza de los compañeros y la mezquindad del deber y la sumisión. “Me rebelo, luego existimos” dice una frase de Camus, que me fascina como sólo una razón para la vida puede hacerlo.

Frente a un mundo que presenta la ética como el espacio de la autoridad y la ley, creo que la única dimensión ética se encuentra en la revuelta, en el riesgo, en el sueño. La supervivencia en la que estamos confinados es injusta porque afea y embrutece.

Sólo un cuerpo distinto puede realizar esa mirada ulterior a la vida que se abre al deseo y a la reciprocidad, y sólo un esfuerzo hacia lo bello y hacia lo desconocido puede liberar nuestros cuerpos encadenados.

LEER EL ARTÍCULO ORIGINAL PULSANDO AQUÍ.

Fotografía: Equipo Critica

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