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El amor, ¿una cuestión cultural?

por RedaccionA junio 8, 2024
junio 8, 2024
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Por: Xavi Sanz. 08/06/2024

Tal vez lo que mantenga unida a la pareja sea el miedo a la soledad o razones meramente económicas, pero también la resistencia de esa idea del amor como refugio y puerto seguro.

Desde nuestro rincón del planeta, inmersos en lo que podría llamarse “cultura occidental”, concebimos el amor (o su carencia) como un aspecto central de nuestras vidas; un sentimiento universal, inapelable y sublime, inherente al ser humano. Me refiero, para evitar confusiones, al llamado amor romántico o pasional y que tiene características concretas que lo diferencian de otros sentimientos que pueden aparecer vinculados (la atracción, el afecto, el cariño, la amistad, el deseo…) Este amor está ligado a la sexualidad y constituye la base de la principal institución social de nuestra sociedad: la familia nuclear. Bien es cierto que hoy en día nuevas propuestas empiezan a levantar el vuelo pero no acaban de cuajar, e incluso cuando lo hacen, la centralidad de la pareja, dice Brigitte Vasallo, sigue estando en el ideario colectivo. Nuestro amor está ligado a conceptos como la fidelidad, la idealización del otro, la intimidad, el compromiso, la exclusividad sexual, cierta idea de predestinación (media naranja) y prospectiva de futuro. Esto no quiere decir que se sigan estos preceptos a rajatabla, una pareja de muchos años puede haber abandonado el sexo casi en su totalidad pero esto no significa que en sus comienzos no estuviera presente como ideal. La existencia de la etapa de enamoramiento, el romance, ocupa también un lugar central en nuestra idea sobre el amor. Pero ¿es todo esto tan universal como creemos o es solo una ficción cultural?

A veces suelo decir un poco en broma (y un poco en serio) que la psicología es la enemiga de la antropología. Mientras una apela a la unidad psíquica y emocional de la humanidad, la otra, en general, intenta demostrar que muchas de las cosas que damos por universales no son más que constructos culturales, que son diferentes en otros lugares y en otros tiempos y que podrían ser de otra manera. Los enfoques biologicistas y psicologicistas nos arrojan a un evolucionismo determinista, y el problema de las posturas esencialistas es que el punto de vista de partida no deja de ser, paradójicamente, el de una sociedad concreta. Es aquí donde se proyecta la sombra del etnocentrismo. Occidente, como Narciso, fue castigado por su vanidad a enamorarse de su propia imagen reflejada en un estanque.

La imposibilidad de traducir todos los matices de las miles de lenguas/culturas de nuestro planeta y de las diferentes asociaciones entre emociones puede llevarnos a una simplificación excesiva del universo humano

Con la arrogancia que nos da ese pedestal etnocéntrico se ha postulado muchas veces la universalidad de muchos comportamientos humanos, como la clasificación de las seis emociones básicas de Paul Ekman. Este reduccionismo resta mucha complejidad al rico espectro de sentimientos que aflora en las diferentes sociedades. La imposibilidad de traducir todos los matices de las miles de lenguas/culturas de nuestro planeta y de las diferentes asociaciones entre emociones puede llevarnos a una simplificación excesiva del universo humano; y más aún cuando intentamos reducirlo todo a neurotransmisores cerebrales y procesos químicos.

El amor, en particular, ha sido un aspecto tradicionalmente arrinconado por la antropología, la historia y otras ciencias sociales; o estudiado de forma tangencial, normalmente asociado a categorías con más peso como el parentesco, el matrimonio o la sexualidad. Según Levy-Strauss, el afecto podría ser algo más universal, pero no desde luego nuestra idea de romance que resulta central en nuestro concepto de amor. Se podría argumentar en su contra que si bien no la totalidad de culturas comparten nuestra visión de relación amorosa, hoy en día muchas de ellas sí lo hacen. Esto, a mi parecer, puede darnos una apariencia de falsa universalidad, pues aunque millones de personas compartan en la actualidad una cosmovisión semejante, esto no deja de ser producto de la globalización y la consecuente desaparición de muchas sociedades a manos del colonialismo cultural occidental; que las cosas sean así no quiere decir que no pudieran haber sido de otra manera. La omnipresencia del amor en el cine, la literatura y la música expone a las culturas a una realidad externa. En palabras de Rochefoucauld: “Hay personas que jamás se habrían enamorado si nunca hubiesen escuchado hablar del amor”. Basta con echar un vistazo a algunas etnografías:

Nigel Barley, en El Antropólogo Inocente, describe que para los dowayos de Camerún el sexo y el afecto son cosas totalmente separadas y excluyentes. D.J. Smith explica la influencia de los procesos de globalización en los igbo de Nigeria y su concepción del matrimonio. Victoria Burbank, en su etnografía sobre los aborígenes australianos, narra la adopción del ideal de amor romántico a través de los contactos con la civilización occidental y la consecuente fricción con el sistema de matrimonios concertados tradicionales basados en el parentesco, el ritual y la procreación; y algo muy similar nos cuenta Susan Davis sobre Marruecos. Podríamos también nombrar las numerosas culturas donde se practica la poligamia, el caso de la homosexualidad ritualizada de los etoro y muchas otras sociedades donde los conceptos “amor”, “sexo”, “afecto” y “matrimonio” no van de la mano, o se entienden de forma diferente.

Denis de Rougemont, en El amor y occidente nos propone el roman bretón del siglo XII y concretamente la historia de Tristán e Isolda como el mito fundacional del amor-pasión occidental. Influenciado por la mística cortés de los trovadores del sur de Francia, el amor se nos presenta como un destino de renuncias y dolor, un sentimiento puro que trasciende a cualquier moral y sociedad. La pasión es sufrimiento y todo lo que se opone al amor, nos dice Rougemont, lo persevera y lo consagra. Tristán e Isolda no se aman, lo que aman es el hecho mismo de amar.

Si rastreamos en la literatura anterior a ese momento, es difícil encontrar ejemplos que se asemejen a nuestro concepto de amor. En la antigua Grecia, por ejemplo, el amor aparece más asociado al placer, la belleza y la sexualidad (como ocurre en El banquete de Platón), separado del concepto de matrimonio y junto a cierta idealización de la pederastia homosexual. Sin embargo hay también extrañas excepciones, como la relación entre Héctor y Andrómaca en la Ilíada, donde se vislumbra algo más próximo a nuestra idea de amor. En el siglo XI tenemos las maravillosas cartas entre Eloísa y Abelardo, un amor prohibido que acabó con ella en un convento y con él castrado. No hay demasiadas muestras, aunque quizá la literatura no sea una fuente fiable, quizá represente el mundo de las élites, de la clase dominante, de aquellos que escribían, y nada nos diga de los sentimientos y emociones del pueblo llano.

La literatura y después el cine impulsarán los ideales del amor romántico de forma imparable: Calisto y Melibea, Romeo y Julieta, las Rimas de Bécquer, Anna Karenina, Rick e Ilsa en Casablanca…

A partir de la Edad Moderna, con la aparición del humanismo, la individualidad y la subjetividad, la idea del amor como afinidad y elección libre pudiera haber dado sus primeros pasos, ligados también a una nueva configuración del espacio privado. La literatura y después el cine impulsarán los ideales del amor romántico de forma imparable: Calisto y Melibea, Romeo y Julieta, las Rimas de Bécquer, Anna Karenina, Rick e Ilsa en Casablanca… Son amores jalonados de dificultades y reveses, adúlteros, imposibles o tocados por la fatalidad. El amor feliz no tiene historia en la literatura occidental. Para vincular esta idea con la sagrada institución del matrimonio tuvo que aparecer la noción de romance, la fase de enamoramiento que antecede a la formalización de la pareja. Ficción y realidad se influyen mutuamente, en una suerte de reciprocidad donde a veces resulta difícil saber si fue antes el huevo o la gallina.

Lo cierto es que los paradigmas del amor están volviendo a cambiar. En la hipermodernidad convulsa que filósofos como Lipovetzky o Byung-Chul Han describen en sus respectivos La era del vacío y La desaparición de los rituales, el mundo que hemos conocido se desmorona, se nos escapa entre las manos. En estos tiempos de crisis existencial, de falta de asideros y referentes, las relaciones amorosas se vuelven más inestables, más efímeras, más líquidas, como nos explica Zygmunt Baumann. Tal vez lo que mantenga unida a la pareja sea el miedo a la soledad o razones meramente económicas, pero también la resistencia de esa idea del amor como refugio y puerto seguro ante la pérdida del sentido de pertenencia y los embates de un mundo extremadamente individualista donde todo, absolutamente todo, está en venta.

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Fotografía: Blog del Proyecto Lemu

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