Por: Victor Ortega. 18/06/2025.
Para una descripción de los conflictos de 1968 en México usaremos extensamente la obra Los días y los años de Luis González de Alba, escrita en la cárcel de Lecumberri en 1970 y publicada en 1971. González de Alba fue miembro de la dirección del Movimiento Estudiantil, el Consejo Nacional de Huelga, en representación del Comité de Lucha de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). También usaremos en menor medida la obra 68 de Paco Ignacio Taibo II, publicada en 1991, aunque basada en cuadernos de 1969. Taibo II fue miembro de alguna de las brigadas de Ciencias Políticas de la UNAM.
Tenemos en mejor estima Los días y los años que 68. La razón es que la primera es un testimonio fresco de un dirigente estudiantil que redacta su obra desde la prisión política, mientras que la segunda es una obra que, escrita dos décadas después de los acontecimientos, se niega sistemáticamente a realizar algún apunte autocrítico, contribuyendo de esa manera a la mistificación del 68 mexicano que celebra con júbilo optimista la ingenuidad, la festividad y la creatividad del estudiantado y la juventud de aquel México al tiempo que lamenta con sentimentalismo pesimista el autoritarismo, la violencia y la impunidad del Estado mexicano.
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[…] EL 22 de julio se celebró un juego de futbol en el parque de la Ciudadela (Campus Politécnico). Un equipo lo formaban alumnos de la preparatoria particular Isaac Ochoterena; y el otro, la pandilla de los “ciudadelos”. El cuentro terminó a golpes y los de la Ochoterena salieron perdiendo. Como algunos “ciudadelos” se dicen alumnos de las Vocacionales 2 y 5 del IPN (Instituto Politécnico Nacional), los de la Ochoterena apedrearon, al día siguiente, la voca 2. Al tercer día por la mañana, varios cientos de alumnos de las dos vacacionales marcharon sobre la preparatoria Isaac Ochoterena sin que nadie lo impidiera. Cuando los politécnicos dieron por terminada su venganza, los granaderos decidieron que había llegado la hora de intervenir y esperaron a los politécnicos que regresaban en las calles cercanas a la Ciudadela, los cercaron y los empezaron a golpear. Perseguidos por los granaderos, los estudiantes se refugiaron en las vocacionales; pero las escuelas no fueron obstáculo, en su interior los granaderos la emprendieron no sólo contra los alumnos, sino con maestros y maestras que igualmente fueron golpeados sin conocer la causa de la agresión. No se trataba de imponer el orden, sino de romperlo, de golpear como si se tratara de una venganza personal. (p. 23)
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[…] El hemiciclo a Juárez ya estaba desierto cuando llegamos. Al regresar a la Ciudad Universitaria nos habían informado que las dos manifestaciones habían sido agredidas cuando se juntaron en la avenida Juárez.
Los politécnicos, encabezados por la FNET (Federación Nacional de Estudiantes Técnicos), llegaron al Monumento a la Revolución y ahí decidieron pedir a los dirigentes que llevarán la manifestación hasta el Zócalo, pues el recorrido que habían efectuado no incluía ningún lugar importante donde pudieran hacer oír su protesta por las salvajes agresiones que habían sufrido durante tres días consecutivos. La FNET se negó terminantemente a salirse de la ruta marcada por la policía y continuó el recorrido hasta el Casco de Santo Tomás, lugar en donde lo dio por concluido; pero una gran parte del contingente politécnico siguió desde el Monumento por la avenida Juárez.
En la Alameda Central se efectuaba el mitin con que daba fin la manifestación celebrada para conmemorar el 26 de julio. Los politécnicos y los grupos desprendidos del mitin entraron a Madero. La columna engrosó con los estudiantes que, habiendo salido del Casco de Santo Tomás, posteriormente habían ocupado camiones urbanos para alcanzar a los que se dirigían al Zócalo. A la altura de la Palma hicieron su aparición los granaderos y se inició la agresión que habría de cambiar cualitativamente el curso de los acontecimientos, hasta entonces circunstanciales y locales. Los granaderos habían sido avisados por los dirigentes de la FNET. (pp. 25-26)
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[…] Ya el 26 mucha gente intervino a favor de los estudiantes. Desde los balcones de las casas, las señoras arrojaban objetos pesados contra los granaderos que avanzaban en filas cerradas; uno de ellos fue herido de un macetazo que le hundió el casco protector.
[…] los estudiantes prometían entregar los camiones urbanos y abandonar las barricadas si se ponía en libertad a los detenidos el día anterior […] entregaron la mitad de los camiones y retuvieron el resto para cuando la policía cumpliera con su parte del trato. Pero los presos no fueron liberados y el domingo se reiniciaron los choques frente a las escuelas y en otros lugares céntricos de la ciudad.
[…] El lunes volvieron a aparecer las barricadas, se tomaron camiones y de nuevo quedó interrumpido el tráfico en las calles más céntricas. Por todo el primer cuadro de la ciudad se veían pasar los transportes de los granaderos.
En la Ciudadela no cesaban las escaramuzas, en cualquier momento se veía pasar estudiantes correteados por la policía, explotaban las bombas lacrimógenas, las macanas asestaban los primeros golpes en la cabezas y espaldas, los comercios cerraban apresuradamente; al poco rato, los granaderos regresaban a toda velocidad y buscaban protección en sus camiones bajo una lluvia de piedras y botellas; en una esquina aparecía un camión incendiado, un tranvía detenido: una nueva barricada. Los granaderos volvían con refuerzos.
[…] Además de la Ciudadela, los disturbios se recrudecieron en el barrio universitario y se iniciaron en los alrededores de la voca 7 situada en la Unidad Tlatelolco.
La huelga se extendía. En las preparatorias los estudiantes reprochaban a sus dirigentes la entrega de camiones, pues los presos no habían sido liberados. La posibilidad de arreglar el conflicto en sus inicios se alejaba.
Fueron tomados más camiones. En pleno corazón de la ciudad, a una cuadra de Palacio Nacional y casi bajo los balcones históricos, se cruzan las bombas lacrimógenas con las “molotov”; el tráfico era desviado en las avenidas que desembocan en el Zócalo, las calles aledañas olían a gases. (pp. 28-29)
[…] El lunes por la tarde todo el Politécnico estaba en huelga, y en la mayoría de las escuelas universitarias habían iniciado paros.
[…] Al anochecer continuaban las asambleas en la Ciudad Universitaria. Las escuelas que entraban a la huelga hacían un llamado a las faltantes. En el Monumento a Obregón se había concentrado una gran fuerza policiaca y, en el mismo lugar, se detenían los camiones urbanos que entran a C. U. En el barrio universitario los enfrentamientos eran cada vez más violentos, pues la policía ya había decidido tomar las preparatorias; en la Ciudadela, las vocacionales resistían y contestaban los ataques.
[…] De la prepa 3 avisaron que el ejército se acercaba.
[…] –El ejército acaba de entrar a la Preparatoria –dijo-; tiraron la puerta con un mortero. (pp. 30-31)
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[…] El martes, un poder alucinado por los límites de su arrogancia, envió al ejército sobre la preparatoria número uno. Un bazukazo contra la puerta colonial, tiros, cientos de detenidos.
[…] Comenzaban a actuar las brigadas de propaganda que hacían colectas en las calles y en autobuses. El movimiento nacía dándose las formas más avanzadas de organización aprendidas en los últimos meses.
[…] A pesar del bazukazo, reportaban las brigadas, en el centro de la ciudad continuaban los choques.
[…] El 31 de julio se tomó la calle masivamente. El gobierno había devuelto algunas escuelas tomadas, pero también había realizado nuevos asaltos a otras, como la de Teatro. En su delirio habían usado perros policías para atacar a los estudiantes.
La manifestación salió de CU, encabezada por el rector de la universidad y establecía como eje de la lucha la defensa de la autonomía universitaria, pero nosotros queríamos más. Cien mil estudiantes salieron a la calle desde la explanada de Ciudad Universitaria en una tarde de lluvia. Su límite estaba fijado en Félix Cuevas, más allá estaba el ogro. Decenas de tanquetas, patrullas policiacas, batallones de granaderos, transportes militares, soldados con bayoneta calada. El Zócalo nos estaba vedado, pero éramos miles de miles, muchísimos, unánimes al fin.
El momento culminante, el paso de los estudiantes frente a los multifamiliares, y allí, la lluvia de confeti que arrojaban los vecinos. Y todos miraban hacia el cielo para ver caer la lluvia y los papelitos de colores. No estábamos solos.
(68, pp. 32, 33, 35, 40)