Por: Rodrigo González Onell. 25/05/2025
En octubre del año 2023, un profesor de matemáticas sufrió fracturas faciales debido a una agresión que recibió por parte de un estudiante en el Liceo Centro Educacional Municipal San Ramón, en Santiago. La agresión ocurrió durante la conversación con un estudiante sobre su bajo rendimiento académico. En septiembre de 2024, en el Liceo de Gastronomía y Turismo de Quilpué, hubo una pelea entre un grupo de apoderados que tuvo como consecuencia lesiones a trabajadores del colegio y daños materiales. Este grupo de adultos fue citado para abordar riñas entre estudiantes.
Existe una sensación de impunidad frente a casos de violencia. Es común leer en los reglamentos de cada colegio que el bienestar de la comunidad está por sobre el individual. En Chile se comenzó a legislar e invertir dinero en convivencia escolar hace 14 años: las escuelas han tenido que aumentar recursos humanos y materiales para darle vida a la Ley 20.536, promulgada en 2011. Esta ley establece la obligación de contar con un encargado de convivencia escolar en cada establecimiento, responsable de implementar medidas que fomenten una convivencia armónica.
Los colegios han aumentado su burocracia en la resolución de conflictos con protocolos que buscan dar solución a un problema humano entre personas de diferentes edades y culturas. Mientras un sector del país pide “mano dura” para todo tipo de conflicto, esto nos invita a reflexionar si como comunidad educativa estamos preparados para resolver problemas, centrándonos en aplicar un protocolo y las sanciones descritas en él. Es decir, nos estamos transformando en gestores del orden, en lugar de formadores de ciudadanos.
Hay un programa exitoso en esta materia: la iniciativa “A convivir se aprende”, de la Universidad Católica de Valparaíso y la Universidad de Playa Ancha, que trabaja directamente con los equipos de gestión y convivencia escolar. Entre 2022 y 2023 se aplicó en más de 60 colegios, donde las escuelas participantes reportaron mejoras en la resolución de conflictos y en el clima escolar. Existió una aplicación llamada «Apprendiendo a Convivir», desarrollada por la Universidad Austral de Chile, enfocada en la educación socioafectiva, la colaboración y la participación democrática. La app permite reportar situaciones de convivencia y fue implementada en diversas comunidades educativas, mostrando resultados positivos en la gestión de conflictos.
Las escuelas son entidades que fortalecen la autonomía de los individuos y sus relaciones. Son semilla de los futuros colegas que tendrán nuestros niños y niñas de cada familia, son la base del desarrollo social y económico del país. Por esto, es importante mirar las iniciativas mencionadas en el párrafo anterior. Sería recomendable bajar la burocracia que se ha impuesto para la resolución de conflictos en las escuelas, aplicar mayor autonomía con respaldo en las decisiones que toman los colegios según su proyecto educativo, y que como sociedad entendamos que la convivencia no se aprende escribiendo normas: se aprende viviéndola y construyéndola entre sus integrantes.
Estoy evitando centrar la conversación en aspectos legales, aunque la Ley Aula Segura, por ejemplo, permite el cambio de ambiente de un estudiante cuando altera el bienestar de la comunidad, lo que antes llamábamos expulsión, en casos donde los esfuerzos por la buena convivencia no sean suficientes.
La convivencia no se aprende escribiendo normas: se aprende viviéndola y construyéndola entre sus integrantes
Pensemos por un momento que cada familia, en su hogar, establece sus propias normas para convivir en armonía. Esas reglas, profundamente influenciadas por valores, costumbres y experiencias, pueden diferir notablemente entre una casa y otra. Así, lo que en una familia es aceptable, en otra puede estar completamente prohibido. Estas “culturas familiares” convergen, inevitablemente, en un espacio común: el aula. Imaginemos que Pedro crece en un entorno donde los conflictos se resuelven con violencia; Juan, en cambio, pertenece a una familia donde ni siquiera se permite alzar la voz a los padres; y Diego vive con sus abuelos, sin figuras parentales directas. Estos tres estudiantes, con vivencias profundamente distintas, se ven enfrentados a un mismo conflicto. ¿Cómo lo resuelven? A través de un reglamento escolar que probablemente no ayudaron a construir.
En el caso de Pedro, Juan y Diego, más allá de sus diferencias culturales, deben aprender a resolver sus conflictos dentro de un marco común. Esa es la complejidad —y también la riqueza— de convivir en estos pequeños países llamados escuelas. Porque los jóvenes, al final del día, son el reflejo de lo que han visto en nosotros.
Lo ideal es que los reglamentos escolares se elaboren de forma participativa, con el consejo escolar y la representación de todos los estamentos de la comunidad educativa. Solo así se construyen normas legítimas, que respondan a la diversidad real de quienes habitan la escuela.
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Fotografía: El quinto poder