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A Lula se le olvidó que en la política no se tienen amigos.

por La Redacción abril 14, 2018
abril 14, 2018
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Por: Beatriz Miranda Côrtes. El Espectador. 14/04/2018

El político más popular en la historia reciente de Brasil tuvo la habilidad para cambiar a su país y a la región, pero le faltó astucia al hacer alianzas con el poder tradicional.

A medida que avanzaba la operación Lava Jato, la mayor investigación por corrupción en Brasil, la prisión del expresidente Luiz Inácio Lula da Silva comenzó a ser una realidad cada vez más cercana.

Las pesquisas por el gigante esquema de corrupción en Petrobras, la estatal petrolera más grande de América Latina, que afectó a varios sectores del país, comenzaron en 2014 y desde entonces la crónica del intento de la muerte política del expresidente brasileño, el político más popular del país en los últimos 60 años, comenzó a escribirse; por lo menos en el marco burocrático del sistema político brasileño.

La operación Lava Jato puso en evidencia la corrupción histórica y sistémica del país, la falta de credibilidad de los partidos políticos y de sus representantes, los dos pesos y dos medidas del Ejecutivo y del Legislativo, que a lo largo de estos años se blindaron por medio de una gran concertación entre partidos políticos tradicionales que dominaron el escenario nacional, a partir de la redemocratización del país en 1985.

En los últimos tiempos emergió un poder judicial protagónico y mediático, las instituciones se fortalecieron y se notó la autonomía entre los tres poderes. No obstante, la vigencia de las reformas emprendidas, a partir de la promulgación de la Constitución de 1988, no logró eliminar completamente los riesgos de parcialización.

A pesar de la inmensa caja de Pandora que se abrió al tocar los hilos profundos de la corrupción en el país, es de conocimiento público que ningún otro país de América Latina ha juzgado, condenado y llevado a la cárcel a tantas figuras representativas en tan corto espacio de tiempo, como ha sucedido en Brasil.

Este hecho inusitado de ir no solamente detrás de los corruptos, sino también echar mano a los corruptores, podría levantar dos hipótesis:

Una, que se instauró en Brasil, bajo la batuta del juez Sérgio Moro, una operación “manos limpias”, el famoso proceso judicial italiano llevado a cabo por el fiscal Antonio di Pietro en 1992, que destapó una extensa red de corrupción que implicó a todos los grupos políticos de la época y a emporios empresariales e industriales.

O dos, que realmente la mayor parte de los líderes políticos y empresariales brasileños estaban inmersos en un esquema de corrupción histórico. Un montaje de sobornos y tráfico de influencias que no se inicia con el Partido de los Trabajadores (PT) ni termina con el impeachment de la presidenta Dilma Rousseff o con la prisión del expresidente Lula.

La corrupción sigue vigente en el Brasil del presidente Michel Temer, en los pasillos del Palacio de Planalto y en las tribunas del Congreso, además de en la arrogancia de un poder judicial que en ocasiones ha reinterpretado sus principios para favorecer la gran coalición y a sus allegados.

En síntesis, mientras la operación Lava Jato expurga, otros actúan y se reacomodan en el tejemaneje del poder, protegidos por un foro privilegiado, en detrimento del interés nacional y a expensas del pueblo brasileño.

La decisión de los magistrados del Supremo Tribunal Federal (STF) el miércoles en la noche era bastante previsible. En la sesión, que duró más de 11 horas, se pudo ver un plenario que tenía bajo su responsabilidad verificar la pertinencia o no del habeas corpus solicitado por la defensa del expresidente Lula, después de que él había sido condenado a prisión por 12 años y un mes en el Tribunal Federal de la 4ª Región, a principios de 2017.

El resultado de esta sesión terminó con un empate hasta cierto punto sorpresivo: cinco votos a favor y cinco en contra, lo que dejó en las manos de la presidenta de la máxima corte, Cármen Lúcia Antunes, la decisión “salomónica”.

Con una firmeza que no la caracteriza y contradiciendo sus convicciones, votó en contra de la concesión del habeas corpus.

Dieciocho horas después de la decisión del STF, el juez Sergio Moro decretó la prisión de Lula da Silva y estableció que hasta las 17 horas del día 6 de abril el exmandatario debía presentarse a la Superintendencia de la Policía Federal en Curitiba.

La prisión del expresidente que les cambió la vida a millones de brasileños y que terminó transformándose en un líder regional y mundial aparentemente pone fin a una carrera política sin precedentes.

Venció en las urnas a sus apuestos y bien formados adversarios, derrotó el hambre radical, disminuyó la desigualdad estructural de uno de los países con más diferencias sociales de la región y acabó con las atrocidades que dejó la dictadura militar.

Le faltó una cosa: vencer la habilidad de la clase política tradicional brasileña, no sólo por la astucia y la cohesión que la han caracterizado, sino por haber pensado un día que al hacer alianzas políticas y económicas controvertidas con el poder tradicional recibiría un trato equitativo, independientemente de lo que pasara.

A Lula se le olvidó que en la política no se tiene amigos, ni siquiera cuando se está en la cima. Sólo hay aliados temporales.

La prisión del expresidente es un divisor de aguas en la historia de Brasil. La sociedad la ha interpretado de diferentes formas, denotando los muchos “Brasiles” que existen. Unos piensan que el futuro llegó, que la ley finalmente es para todos; otros consideran que Lula es un chivo expiatorio, pues algunos de sus rivales en condiciones similares siguen libres y actuando, y otro grupo interpreta que en este momento su prisión afecta el principio universal de “presunción de la inocencia”.

A pesar de esto, la mayoría resiste y no deja de creer en la democracia. Según una encuesta hecha por Latinobarómetro a finales de 2017, 70 % de los brasileños entrevistados contestaron que, a pesar de la crisis, seguían respaldando el régimen civil vigente en Brasil.

No obstante, se vislumbra un escenario lleno de fisuras. Un país polarizado y dividido camina hacia un panorama electoral incierto, con candidatos débiles. Se sacó del escenario político al candidato presidencial con mayor preferencia de votos y una población extasiada no comprende que, como dijo Saramago: “Los fascistas del futuro no tendrán aquel estereotipo de Hitler o Mussolini. No van tener un modo de un militar duro. Van ser hombres hablando todo aquello que la mayoría quiere oír sobre bondad, familia, buenas costumbres, religión y ética. En esta hora, solamente pocos van a percibir que la historia se está repitiendo”.

Con seguridad, la sala del Estado Mayor de la Policía Federal de Curitiba será su nuevo lugar en el mundo. Encerrado en un espacio de 15 metros, con restricción de visitas, vivirá la soledad que el poder siempre deja. Sin embargo, afuera, en Brasil y en varias partes del mundo será recordado siempre como el obrero que al volverse presidente sacó a 36 millones de brasileños de la miseria y luchó en contra del hambre; también como el político que no logró estar al margen de la corrupción, aunque siempre muy bien acompañado.

LEER EL ARTÍCULO ORIGINAL PULSANDO AQUÍ.

Fotografía: EFE

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La Redacción

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