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«Yo soy el viento», de Jon Fosse

por RedaccionA mayo 24, 2024
mayo 24, 2024
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Por: Martin Halter. 24/05/2024

Personajes genéricos, situaciones abismales… «Yo soy el viento» es una pieza teatral del cansancio vital en un espacio de significación de amplia resonancia

Jon Fosse. Narrador, poeta y dramaturgo noruego. Con una extensa producción, traducida a más de cuarenta idiomas, es uno de los autores vivos más reconocidos e influyentes. Se le concedió el Premio Nobel de Literatura en 2023.


Avance

Crónica de la puesta en escena de la obra de Jon Fosse titulada Yo soy el viento. En ella, la pareja de hombres protagonistas —«El Uno» y «El Otro»— se adentran en el mar. Esto, en el plano aparente o de la realidad más superficial. Donde se adentran es en el conocimiento de sí mismo, pues esta obra es el empeño de alguien por conocerse más y mejor. Para ello «El Uno» cuenta con la ayuda de «El Otro» que le va preguntando, observando, hasta la desaparición y el silencio final. «Yo soy el viento es una pieza teatral del cansancio vital, con unos personajes que se van a pique en un espacio de significación de amplia resonancia», resume el crítico Martin Halter para el Frankfurter Allgemeine Zeitung.


Artículo

En alta mar todos estamos abandonados a nosotros mismos y en manos solo de Dios, y así es como se ha expresado ya frecuentemente en películas y novelas la claustrofóbica situación que se vive a bordo de un velero: los navegantes se exasperan unos a otros, llegan a agredirse entre sí o acaban tirándose voluntariamente por la borda; está en juego una mujer, o dinero, o nos hallamos ante una robinsonada o metáforas existenciales. En esta pieza de Jon Fosse un hombre se tira por la borda, tan sin razones ni propósitos que casi nos vemos forzados a imaginarnos a ese depresivo tristón como un hombre feliz. Este noruego melancólico y parsimonioso es el minimalista entre los autores teatrales europeos; incluso las mónadas rodeadas de desechos de Beckett le parecen gastar demasiadas palabras y darse en exceso a la metafísica. Sigue su camino sin dejarse inmutar por el terrorismo y la guerra, ni por las crisis climáticas, financieras o teatrales: en el ojo de sus huracanes interiores reina la calma, no sopla ni una ráfaga de viento; toda palabra es un fardo inútil y está de más.

            En realidad, Yo soy el viento ya no es una obra de teatro, sino solo una meditación sobre las furias de la desaparición, sobre la angustia y el placer de hundirse sin dejar huella. Dos hombres navegan en un velero entre escollos, la niebla es gris y pesada como una pared de hormigón: el horizonte y los espectadores mismos son solamente vagas siluetas que se recortan a la pálida luz de la sala Schiffbau, el antiguo taller naval en el que tiene hoy una de sus sedes la Schauspielhaus de Zúrich. Sebastian Rudolph, «El Uno»—los personajes de Fosse siempre carecen de nombre—, quiere hundirse como una piedra. La razón de su hastío por la vida y por el lenguaje reside en algún lugar cubierto por la niebla: la vida en tierra le parece gris y pesada, y el mar el último refugio al que escapar de los ruidos de los demás. No se gusta a sí mismo ni le gustan los seres humanos, pero tampoco la nada desnuda ni la soledad. No es capaz, sin embargo, de expresar todo eso de forma inteligible con la exactitud que le gustaría: «Todo lo que digo, más bien no se debería decir».  Las palabras se hunden así como piedras en el mar de los malentendidos, el habla se interrumpe, se sumerge en nebuloso silencio. La nueva pieza de Fosse consta sobre todo de las acotaciones «pausa» y «pausa bastante corta». Para el director, Matthias Hartmann, el silencio no es una expresión, sino una actitud que no hace falta subrayar específicamente.

            «El Otro», encarnado por Tilo Nest, quiere entender a «El Uno»; teme al mar, «pero, después de todo, la vida no es tan mala, en absoluto». Una excursión en barco (sin alejarse mucho de la orilla), un aguardiente al tocar tierra, o quizá dos (pero el tercero ya lo rehúsa),  una cena a bordo (comida para perros enlatada), una conversación seria y amistosa entre hombres (que, sin embargo, no por ello dejan de verse como extraños): eso siempre es algo. Poco importa que al amarrar el barco él se caiga y que cuando se hacen de nuevo a la mar tenga que trepar entre grandes esfuerzos para volver a bordo: el capitán siempre tiene razón, aunque guíe el barco sin rumbo fijo y dé órdenes imprecisas. Así se cruzan en ambas direcciones las frases truncadas y el silencio, hasta que «El Uno» comienza a alejarse cada vez más de la costa y «El Otro», al ver que corre peligro de zozobrar y en su zozobra también interior, cede el timón. Al final el timonel se tira por la borda sin decir nada y desdeña todos los salvavidas. Quizá ya se haya tirado por la borda desde el principio, o solo lo haya hecho mentalmente, pues en la niebla se disuelven también el tiempo y la cronología. A las medrosas preguntas «¿Dónde estás?» responde desde la lejanía ya solamente un eco ufano de su triunfo: «Sencillamente lo he hecho. Me he ido».

            Así es como Fosse se adentra en el mar de las palabras vacilantes y las imágenes insuficientes, hasta que estas y aquellas ya no dan soporte a nada. Yo soy el viento es una pieza teatral del cansancio vital, con unos personajes que se van a pique en un espacio de significación de amplia resonancia. Pasa, según se dice en una observación preliminar, «en un velero pensado, imaginado», y también la no-trama, la falta de acción teatral, debe ser solo pensada y no actuada: una difícil tarea y un bocado de gusto para la tercera puesta en escena por Hartmann de una obra de Fosse, en lo que al mismo tiempo es su último trabajo de dirección en la Schauspielhaus. Se ha convertido en su legado. Las últimas palabras de «El Uno» se dirigen a todos los que se quedan cuando él se va: «Ya no tengo miedo. Ya no peso. Soy movimiento. Me he ido con el viento. Yo soy el viento».

            Hartmann mismo ha pasado en Zúrich por una cura de adelgazamiento: de director culinariamente artesanal a adusto minimalista, que navegando a toda vela hacia delante regresa a las raíces del teatro: creación de una realidad imaginaria mediante la reducción de los medios, magia con una clara y concentrada inteligencia. En la escena, el velero es un rombo metálico envuelto en la bruma, un barco fantasma en el dique seco de la imaginación pura. Cuando Tilo Nest formula sus titubeantes preguntas, sus miedos secretos y sus frases animantes la respuesta viene clara, sobria y sin demora. El escanciado de aguardiente es un gesto pantomímico, el gorgoteo, el murmullo de las aguas y el tableteo son sonidos grabados previamente. En el mar no hay nada a lo que agarrarse, y en este escenario tampoco, solamente piedras llevadas por la corriente en la penumbra, luces de posición y una soga brillante tendida a la altura de la cabeza con un nudo que se mueve misteriosamente. Eso no es mucho, pero sí mágico, conmovedor y, a veces, también de callada comicidad.

            Al final de la temporada el patrón de este puerto desaparecerá en dirección al Burgtheater de Viena, con las velas rizadas, pero no infeliz o resignado, ni tampoco sin dejar huella alguna: vino sonando fuerte e impetuoso como el viento y se va ahora como una brisa triste y bella, sin hacer ruido.


El texto aquí reproducido, titulado originalmente Ein Mann, ein Boot, ein Abschied (Un hombre, un barco, una despedida) se publicó en el © Frankfurter Allgemeine Zeitung, el 24 de febrero de 2009, suplemento literario, página 33. Se reproduce aquí con todos los permisos.

LEER EL ARTÍCULO ORIGINAL PULSANDO AQUÍ

Fotografía: Nueva revista. Pxhere

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