Por: Yancuic. 27/12/2017
La violencia afecta a una de cada tres mujeres en algún momento de su vida y a mil millones de niños por año en el mundo. Seis de cada diez niños entre los 2 y los 4 años sufren castigos físicos y emocionales por parte de sus padres o cuidadores. Es una epidemia que tiene consecuencias nocivas en la salud mental y física de quienes la sobreviven y que afecta a mujeres y niños sin distinción de países, culturas, niveles educativos y socioeconómicos. En España, 2017 ha superado el número de mujeres fallecidas por violencia de género del año anterior y en el mundo, de los 25 países con las tasas más altas de mujeres asesinadas por violencia de género, diez están en América Latina donde mueren diariamente 12 mujeres a manos de sus parejas.
La violencia está presente en las diferentes etapas de la vida de los niños y de las mujeres. En la infancia suele manifestarse con el uso de métodos de disciplina violentos, el abuso sexual y el ser testigo de violencia íntima de pareja contra la mujer; las agresiones durante el noviazgo y el abuso sexual son frecuentes en la adolescencia, y la violencia íntima de pareja se produce durante la juventud y la vida adulta. Pero, además, quien es víctima de violencia durante la niñez tiene más probabilidades de sufrirla o de perpetrarla como adulto. Una publicación del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), Pulso Social, asegura que una niña que haya visto a un hombre golpear a su madre tiene un 12% más de posibilidades de sufrir violencia física por parte de su pareja en su vida adulta. Si una mujer ha sufrido castigos físicos severos en su infancia, la probabilidad de que sus hijos sean castigados con violencia aumenta en un 20 o 25% en países como Perú o Colombia, respectivamente. De esta manera, la violencia se transmite entre generaciones y lejos de disminuir, se mantiene o aumenta en los países latinoamericanos, como ha sucedido en los últimos 30 años.
La violencia contra mujeres y niños no es inevitable y hay que tomar medidas urgentes para frenar la repetición de patrones violentos. Ninguna estrategia puede tener éxito si se basa únicamente en acciones de respuesta o de penalización, por lo que la prevención es la principal herramienta para combatirla. Entre las estrategias más efectivas se cuentan aquellas que buscan transformar las normas sociales que legitiman la desigualdad de poder entre hombres y mujeres y desarrollar habilidades para resolver los problemas sin violencia.
Las familias son el primer referente de la prevención contra la violencia ya que es donde los niños aprenden patrones de conducta y a relacionarse con los demás. Por ello, los programas de apoyo a la crianza desempeñan un papel clave a la hora de mejorar las competencias parentales y promover relaciones igualitarias, respetuosas y no violentas, constituyendo otra de las estrategias prometedoras para prevenir la transmisión de violencia entre generaciones. En América Latina y el Caribe hay muy pocos programas de este tipo que promuevan una reflexión sobre las normas de género en torno a la crianza. El Programa P, que se llevó a cabo en Brasil, Nicaragua, Guatemala y Bolivia, es uno de los pocos que llenan esta laguna fomentando la participación de los hombres en el cuidado de sus hijos y en las tareas domésticas, las relaciones equitativas en el hogar y la prevención de la violencia contra mujeres e hijos.
La adolescencia es, en segundo lugar, un momento único para incentivar actitudes y comportamientos que protejan contra la violencia. En esta edad es cuando se consolidan las diferencias de género y tanto los chicos como las chicas prueban diferentes modos de pensar y actuar en sus relaciones íntimas. Es necesario llegar a los adolescentes antes de que inicien sus vidas sentimentales buscando fortalecer sus capacidades para que puedan sortear sus primeras relaciones de forma saludable y sin coerción, reconocer los signos de una relación controladora o violenta, solucionar sus conflictos sin agresión y saber cómo actuar y a quién recurrir para pedir ayuda en el caso de que surja una situación violenta.
Si bien la mayoría de los adolescentes son capaces de reconocer la violencia física, un estudio del BID encontró que en la mayoría de las ocasiones no identifican otras formas de violencia, como las relacionadas con el control de sus movimientos, vestimentas o actividades en redes sociales y que pueden ser precursoras de violencia íntima de pareja. Se trata de buscar que los adolescentes rechacen en sus relaciones las primeras señales de control y maltrato y aprovechar el uso y alcance de la tecnología digital para promover la reflexión sobre la calidad de sus relaciones. Además, hay que proporcionar a los jóvenes espacios saludables y seguros donde puedan interactuar y hay que atraerles a servicios públicos de calidad que puedan identificar y dar una respuesta efectiva a la violencia, así como apoyar a aquellos que ya la han sufrido.
Finalmente, es necesario transformar las normas sociales que legitiman la violencia y promover relaciones igualitarias, seguras y respetuosas en los individuos, la sociedad y las instituciones. Se requieren políticas concertadas para proteger tanto a mujeres como a niños ya que ambos suelen verse afectados de manera simultánea en los hogares, comparten factores de riesgo, sufren consecuencias similares en la salud física y mental y suelen compartir servicios de atención. Algunos de los caminos a seguir pasan por mejorar la capacitación profesional e institucional para actuar frente a múltiples tipos de violencia en las escuelas, en los centros de salud o en las entidades que interactúan con las familias y favorecer la colaboración entre los investigadores que estudian la violencia contra mujeres, niños y adolescentes. Esto requiere un compromiso sostenido por parte de los gobiernos y de la sociedad civil para que se haga realidad el derecho de las mujeres y de sus hijos a vivir libres de violencia.
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Fotografía: yancuic