Por: Raimundo Viejo Viñas. 15/04/2025
Los nuevos líderes del neoliberalismo extremo (con acceso al Despacho Oval) pueden favorecer un consumo de drogas que se podría resumir así: psiquedélicos para ricos, benzodiacepinas para clases medias y fentanilo para pobres
La formación del gobierno Trump ha sido un no parar de sorpresas. Entre las más sonadas se encuentra la de Robert F. Kennedy, miembro de una de las dinastías políticas más controvertidas de Estados Unidos. Hijo del senador Bob Kennedy y sobrino del presidente John F. Kennedy, el impacto mediático de su apellido, combinado con sus declaraciones antivacunas, ha venido a ocultar las aristas de un personaje que, no obstante, anuda en su figura algo de mayor trascendencia que el escándalo biográfico; a saber: un cambio de paradigma dentro del régimen farmacológico y de consumos, impulsado desde la Alt-Right, que tiene un renacer de la psiquedelia en su trastienda.
La biografía de Robert F. Kennedy Jr. resume toda la sintomatología del último medio siglo: con apenas 15 años, consumió LSD por primera vez. En consonancia con la época, siguieron el peyote, la marihuana y otros psiquedélicos. En los ochenta, sin embargo, se vio arrastrado por el régimen de consumos que traía consigo la era Reagan. Alcohol, cocaína y heroína sustituyeron a los psiquedélicos y a punto estuvo de quedarse por el camino. Luego de hacer terapia y curas de desintoxicación volvió a la política. Su reciente nombramiento por Trump cierra un periplo en extremo problemático para el conservadurismo y sin duda provocador para la política en su conjunto por su conspiracionismo contra las vacunas y la Big Pharma.
Las vacunas, de hecho, son solo una parte en toda esta historia. Si la crisis financiera de 2008 dio al traste con tres décadas de reaganomics, la pandemia global de 2020 acabó de conformar una salida “necroliberal” a la crisis. O lo que es lo mismo: una radicalización de la matriz liberal que se desentiende del imperativo de una gestión más eficiente de la vida a la par que asume, sin pudor, un darwinismo social antesala del ecofascismo. Su lema podría ser “si no tienes dinero, muérete”. En sus planteamientos desreguladores más extremos, se ha llegado a proponer suprimir la Administración de Alimentos y Medicamentos (FDA, por sus siglas en inglés). Pero detrás de la polémica antivacunas, el nombramiento de Kennedy encubre todo un campo de batalla por el que la ultraderecha hace tiempo que avanza sin encontrar apenas resistencia: la psiquedelia.
La LSD dio sus primeros pasos entre los experimentos militares de la operación MK-Ultra y las investigaciones psiquiátricas sobre “psicomiméticos”
Apunte genealógico sobre un campo de batalla
Cuando se habla hoy de psiquedelia se evocan de inmediato los rebeldes años sesenta. El imaginario nos lleva a Woodstock, a los movimientos por los derechos civiles, contra la guerra de Vietnam o por la liberación sexual. Un tiempo de emancipación clausurado de forma abrupta por acontecimientos como los crímenes de la familia Manson o el malogrado concierto de Altamont. Este marco interpretativo, que sirvió para criminalizar, atacar y ridiculizar la contracultura hippie, presentó a su sustancia protagonista, la dietilamida de ácido lisérgico o LSD, como una droga peligrosa y demencial que hacía saltar por las ventanas, dañaba los cromosomas o cegaba al mirar al sol. Esta terrible reputación no fue casual. Respondía a una ofensiva de bulos promovidos por la Administración Nixon y su política de “guerra contra las drogas”.
Antes de todo esto, sin embargo, los psiquedélicos tuvieron una compleja historia, difícilmente reductible a izquierda o derecha, no digamos ya a una ideología u otra. En sus inicios, la psiquedelia moderna fue un movimiento elitista que se desplegó en espacios institucionales bajo un férreo control profesional: inteligencia militar, clínicas psiquiátricas, universidades… La LSD dio sus primeros pasos entre los experimentos militares secretos de la operación MK-Ultra y las investigaciones psiquiátricas sobre “psicomiméticos” (drogas capaces de emular las enfermedades mentales que se esperaba curar).
La psiquedelia de esta “era dorada” no podía estar más distante de la contracultura emergente. Fue protagonizada por personajes mucho menos conocidos que Burroughs, Ginsberg, Kerouac y otros protagonistas de la generación Beat. Tipos como el capitán Alfred M. Hubbard; militar, espía, ferviente católico y, según algunos testimonios, difusor de la LSD con el beneplácito de Roma. Entre los contactos de “Captain Trips” se encontraba nada menos que Aldous Huxley, a quien facilitó su primer LSD en la Nochebuena de 1955, un año después de que este hubiese escrito Las puertas de la percepción y otro antes de publicar Cielo e infierno.
Al Hubbard fue determinante por su particular apostolado del ácido lisérgico en la alta sociedad. En su incesante actividad facilitó cantidades ingentes de Delysid (nombre con el que Sandoz comercializaba la LSD) a prestigiosos psiquiatras como Mortimer Hartmann u Oscar Janiger. Entre sus pacientes destacaban estrellas de cine como Cary Grant, Jack Nicholson o James Coburn, además de escritores y artistas como André Previn, Aldous Huxley, Christopher Isherwood o Anaïs Nin. Envuelta en el glamour de Hollywood, el efecto propagandístico de la LSD fue todo un éxito. En los primeros sesenta la popularidad de la experiencia psiquedélica alcanzaba ya cuotas insospechadas en la alta sociedad. El proselitismo por y desde arriba estaba funcionando a todo tren.
Pero entonces todo saltó por los aires. Los profesores Timothy Leary y Richard Alpert fueron expulsados de Harvard por administrar LSD al estudiantado sin respetar mucho los protocolos. La psiquedelia dio un giro radical. Leary convirtió la Mansión Millbrook en el epicentro de su misión lisérgica y las conexiones con el mundo de la contracultura se intensificaron: ya fuese junto a los beatniks en la costa Este o a los merry pranksters de Ken Kesey en California, se alcanzó esa “estetización sin precedentes de la vida cotidiana” que el visionario Mark Fisher preconizó para su “comunismo ácido”.
Entre el Verano del Amor (1967) y el Festival de Woodstock (1969) la psiquedelia alcanzó su plenitud contracultural. Pero para entonces ya había empezado una persecución que culminaría en la total ilegalización de los psiquedélicos y el régimen de consumos fijado por el Convenio de Viena (1971). En adelante, Nixon impondría su paradigma punitivista todavía vigente en la actualidad. Tras el triunfo de Reagan en 1980, esta política prohibicionista se apuntalaría con una cruzada moral que la propia Nancy Reagan lideraría con la campaña Just say no. Durante años su hegemonía será completa. Por eso solo tras el colapso actual del paradigma neoliberal han podido salir a la luz las corrientes subterráneas de la psiquedelia ultraderechista.
Al mismo tiempo que se impone la guerra contra las drogas se abre paso un giro estratégico que retoma el elitismo de los cincuenta
El renacimiento psiquedélico
En febrero de 1979 los supervivientes del naufragio de la psiquedelia se reunieron en casa de Oscar Janiger en Los Ángeles. Allí estaban, entre amigos, los nombres más sobresalientes del alto estado mayor lisérgico: Al Hubbard, Tim Leary, Humphrey Osmond. Eran tiempos de oscurantismo; un largo medievo que precedería al renacer actual de la psiquedelia. La clandestinidad se volvió un modo de vida obligado para las comunidades lisérgicas. Las redes y mercados de estos días hicieron que la distribución de psiquedélicos, como de las drogas en general, fuese cada vez más violenta.
En contra de la propaganda, la guerra contra las drogas favoreció el narcotráfico. El gran valor añadido de las drogas atrajo a todo tipo de grupos ultra, con independencia de las sustancias en cuestión. Solo la legalidad marcaba la diferencia. Atrás quedaba la distribución desde comunas hippies como la Brotherhood of the Eternal Love, creadores del mítico ácido, Orange Sunshine, y financiadores de la fuga Timothy Leary organizada por la Weather Underground en colaboración con el Black Panther.
Al mismo tiempo que se impone la guerra contra las drogas, sin embargo, se abre paso un giro estratégico que retoma el elitismo de los años cincuenta. Comienza así el “Renacimiento psiquedélico” que protagonizarán figuras e instituciones como Rick Doblin, de MAPS, o la aristócrata Amanda Feilding, de la Beckley Foundation. Como su nombre indica, el renacimiento psiquedélico se configura como una narrativa que aspira a conciliar la práctica psicoterapéutica abandonada tras la ilegalización y el ejercicio como grupo de presión a favor del retorno a la legalidad.
Falta una visión más pausada e informada sobre qué puede suceder en los próximos años con gente como Musk, Peter Thiel o Robert Kennedy Jr.
Para el Renacimiento psiquedélico, Leary se convierte en el responsable de la deriva contracultural a la par que se exonera a la comunidad científica. Desde ahí se reclama la continuidad de los programas de investigación bajo las exigencias de la ciencia actual. El incentivo a este giro adquiere dimensiones importantes en EEUU, donde desde startups como Mindmed hasta empresas como Philip Morris han abierto la veda para suculentas patentes como el MDMA contra el estrés postraumático; los vapeadores de DMT; la LSD contra las alergias alimentarias o la psilocibina, el DMT y la LSD contra los trastornos alimentarios. En suma, un régimen farmacológico y de consumos por venir.
El régimen farmacológico y de consumos necroliberal
El 6 de enero de 2021 el mundo asistió estupefacto al asalto al Capitolio, tentativa de autogolpe de Trump, perdedor de las elecciones. Al grito de “Save America”, una turba intentó tomar por asalto la sede de la soberanía. Entre todos, una figura puso imagen al momento: Jake Angeli, el chamán de Qanon. Angeli se presentó en el Capitolio a pecho descubierto, rostro pintado y ataviado con un sombrero de piel de castor y cuernos de bisonte. En sus palabras, “lo que hicimos el 6 de enero en muchos sentidos fue una evolución en la consciencia”. Los psiquedélicos, llegará a afirmar, son una parte esencial de su visión chamánica. Su nombre figuraría entre los primeros indultos de Trump.
El caso de Angeli dista mucho de ser un caso aislado y refleja un momento en el que saldrán a la superficie no pocos grupos y grupúsculos de extrema derecha en cuya base se encuentran la experiencia lisérgica; todo un submundo de militares de baja graduación, neonazis y racistas, sectarios y lumpen de todo pelaje. El interés en la articulación política de estos grupos ya había llevado antes a Steve Banon, referente del trumpismo de primera hora, a expresarse en público a favor de los psicodélicos. No en menor medida, voces de la jerarquía militar, interesadas en la aplicación del MDMA para la cura del estrés postraumático se manifestaron en idéntico sentido.
A la vista del encuadre ideológico, no cabe ser muy optimista respecto al régimen de consumos que puedan alumbrar
Hasta ese momento, sin embargo, el protagonismo había sido de Silicon Valley. Con Steve Jobs a la cabeza se había impulsado el incremento de rendimiento laboral gracias a las microdosis, la mejora de la coordinación y creatividad en la empresa mediante retiros, etc. Nombres de empresarios como Reid Hoffman (LinkedIn), Peter Thiel (PayPal), Daniel Ek (Spotify) o de inversores de capital riesgo como Mike Novogratz o Chris Sacca, además de figuras mediáticas, influencers e intelectuales como Tim Ferriss, Jordan Peterson, Roland Griffiths, Axel Jones o Sam Harris, abrirían paso a la normalización de los psiquedélicos y financiarían la campaña de Trump en 2024.
La guinda de todo este giro estratégico, sabido es, la puso Elon Musk, usuario en algún momento de LSD, psilocobina y marihuana, pero sobre todo consumidor de ketamina por sus efectos antidepresivos. Sobre sus declaraciones se ha hecho inevitable un aluvión de memes, comentarios y declaraciones. Pero, en general, ha faltado una visión más pausada e informada sobre qué puede suceder en los próximos años con gente como él, Peter Thiel o Robert Kennedy Jr., ahora que tienen acceso directo al Despacho Oval.
A la vista del encuadre ideológico de estas figuras en un neoliberalismo extremo, no cabe ser muy optimista respecto al régimen de consumos que puedan alumbrar. Por resumirlo en un solo lema: psiquedélicos para ricos, benzodiacepinas para clases medias y fentanilo para pobres. En los últimos años la legalización del cannabis o la psilocibina han dado grandes pasos en EEUU. Sus resultados han sido muy positivos y un buen negocio. No será en modo alguno sorprendente ver decisiones importantes al respecto. La influencia de lo que suceda podría manifestarse en Europa y España antes de lo que pensamos; sobre todo si la izquierda deja de lado su planteamiento moral de la cuestión psiquedélica y entiende la dimensión política de lo que está en juego.
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Fotografía: CTXT. Donald Trump y Robert F. Kennedy Jr., durante un acto de campaña en Arizona, el pasado agosto. / Gage Skidmore