Por: Linternas y bosques. 30/05/2024
Niñas, niños y jóvenes como tú nos preguntan desde las páginas de los libros los porqués de las guerras y también qué lugar ocupamos en ellas. ¿Guardamos silencio, somos cómplices, nos manifestamos en contra, procuramos luchar contra las injusticias y cuidarles?
Les comparto a continuación una versión extendida del prólogo que escribí para la novela La guerra terminó de David Almond y David Litchfield (Loqueleo, 2024, México), con ese título-deseo, que quisiéramos leer en todas partes, y en particular en Gaza, y pronunciar en voz alta de inmediato y para siempre.
Semillas brillantes
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Yo era pequeño, como John, el protagonista de esta historia, y jugaba en un parque con mi mamá y mi hermano mientras anochecía. Había muchos árboles, aunque me parece que ningún poste de luz pues empezaba a ser complicado ver los barrotes en el pasamanos. Dejamos de jugar, ya escuchábamos a los pájaros yéndose a dormir, y descansamos en la penumbra, en silencio. Mi mamá en un sube y baja, mi hermano en lo alto de la resbaladilla y yo en un columpio.
Hasta que ella nos sorprendió con un “¡Miren el cielo!”. Era una noche sin luna así que las estrellas parecían de película. “¡Ay! ¡sí!, ¡cuántas!”, dijo mi hermano o dije yo o dijimos los dos, no recuerdo bien, y nos quedamos otro ratito callados. Hasta que ella nos sorprendió de nuevo con un “Y pensar que en otras partes del mundo, en este momento, hay niños viendo estas estrellas, pero en medio de guerras”. A mí me quedó resonando esa rima: estrellas-guerras, e imaginé que cada puntito de luz era un estallido, y que las estrellas fugaces cruzaban el cielo como bombas.
Me sentí triste. No sé qué pensarían mi hermano y mi madre, pero yo pensé en esos niños y niñas, y otra vez guardamos silencio.
Cuando leí La guerra terminó recordé este momento de mi infancia. Algo en la tristeza de John, que vive en una Inglaterra en guerra con Alemania; algo en la preocupación de la madre de John, que trabaja en una fábrica armamentista; algo en la ausencia del padre de John, que usa un casco hecho en esa fábrica y está lejos luchando, y también algo del pueblito en el que vive John, rodeado de bosque y con una pequeña plaza para jugar.
Las escenas en este libro, tan emotivamente narradas por David Almond, uno de mis escritores favoritos, e ilustradas por un artista que te sorprenderá, David Litchfield, fueron apareciendo a mi alrededor mezcladas con recuerdos y preocupaciones por las guerras y genocidios del presente. ¿Te ha pasado? Los libros como este, donde los personajes se sienten vivos, resuenan con nuestra vida, activan nuestra imaginación y transforman nuestra percepción de la realidad.
Ahora que lo pienso, esa noche en el parque fue también la primera vez que fui consciente de la fragilidad y temor que experimentan otras personas en conflictos armados. Este libro reavivó esa reflexión que quizá tú ya has tenido al escuchar las noticias o conversaciones de adultos o que empezarás a plantearte luego de leer este u otra de las muchas publicaciones que hablan de injusticias.
Igual que los compañeros y las compañeras de escuela de John, yo también le pregunté después a mi madre los porqués de las guerras. Preguntar puede ser el primer paso, en paz, para cambiar el mundo. Recuerdo vagamente una respuesta que tenía que ver con el miedo o el poder o la soberbia de los varones, o todo eso al mismo tiempo.
“¿Cuándo terminará la guerra? Era lo que John preguntaba sin cesar, era lo que todos se preguntaban sin parar.¿Duraría para siempre? ¿La fábrica de municiones continuaría creciendo más y más por toda la eternidad? ¿Nunca llegará a su fin?”.
John y su grupo temen que los días, las semanas, los meses, pasen y pasen y no termine esa guerra, como sucede actualmente con el genocidio en Gaza, y sean ellos y ellas quienes deban sumarse a la pelea. Preguntan y preguntan, pero el director de la escuela, el señor McTavish, que parece más un general, los manda a callar. “Señor, nosotros somos niños. ¿Cómo vamos a pelear? ¿Cómo podemos estar en guerra?”, cuestiona Dorothy, compañera de John, y aunque McTavish le responde que ellos son parte de la guerra si hacen sus deberes y se portan bien, esa pregunta crea un eco en John: “Sólo soy un niño. ¿Cómo puedo estar en guerra?”. Piensa, observa críticamente a esos adultos, se pregunta si las cosas podrían ser de otra forma y se atreve a desobedecer las órdenes dictatoriales y absurdas, como que todos los niños y niñas de Alemania son sus enemigos, así que entabla una amistad con Jan, un niño de aquel país.
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Algo parecido ocurre en la novela Samir y Yonatan de Daniella Carmi. Allí un niño israelí y un niño palestino se hacen amigos mientras ambos son atendidos en un hospital. Aquí puedes leer una reseña de ese libro y otros más en los que niños, niñas y jóvenes se rehusan a ser parte de conflictos adultos absurdos y bélicos.
La guerra terminó no sólo me hizo viajar al país de mi infancia, también me llevó al país de mis libros leídos: desde Corazón diario de un niño de Edmundo de Amicis, publicado originalmente en 1886, y que mi madre me regaló cuando tenía 10 años, hasta Seguir tus pasos de Alicia Molina, del 2022, con un adolescente en la revolución mexicana que viaje en la búsqueda de sus padres secuestrados y que reseñé aquí. En medio: un cuento de la Guerra Cristera que leí en la preparatoria y me dejó muy impactado: “Dios en la tierra”, de José Revueltas, y un álbum ilustrado que leí saliendo de la universidad, La composición, de Antonio Skármeta y Alfonso Ruano, en el que un militar entra a un salón para ver si puede hacer de los niños y niñas espías ¡de sus propios padres y madres!
Y más recientemente: ¿Y si los soldados pelearan con almohadas? de Heather Camlot y Serge Bloch, de 2020, un libro informativo que muestra ejemplos de acciones de resistencia pacífica. Allí hay una pregunta que parece formulada por John: “¿Y si los pilotos de combate lanzaran semillas en vez de bombas?”
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John siembra semillas de escaramujo, un fruto que crece en el bosque, en un pedazo de tierra maltratada en el que suelen jugar a la guerra sus compañeros. Es su forma de imaginar otro mundo dentro de su mundo. Una posibilidad que tenemos todxs.
Y ahora pienso en lo que decía Valentina Glockner, una amiga muy admirada y querida que defendía los derechos de niñas y niños: “Por cada práctica de terror hay prácticas de vida; por cada práctica de aislamiento, hay prácticas de solidaridad”. Eso nos dice también La guerra terminó, con ese bellísimo título para pronunciar en voz alta muchas veces hasta que se cumpla, que por cada evento violento a nuestro alrededor, hay muchos actos de amor. Y si no los vemos, podemos sembrarlos, como John.
Vuelvo, con él a mi lado, al parque en el que miré las estrellas para transformar mi recuerdo: cada puntito de luz ahora es una semilla; veo pasar una estrella fugaz y pido que las guerras sean como ella, fugaces, que se extingan, y que la paz eche raíz y sea duradera.
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Fotografía: Linternas y bosques