Por: JAIME ARAUJO FRIAS. 04/01/2022
La historia nos muestra que la protesta es el arma más efectiva de liberación que tienen a su alcance los pueblos.
Jaime Araujo-Frias.
Filósofo y Abogado.
Barro Pensativo.
Centro de Estudios e Investigación en Humanidades y Ciencias Sociales, Arequipa, Perú.
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Las movilizaciones populares en el Perú, como en otros países de América Latina, se criminaliza. Tienen razón los que afirman que estas perjudican el normal desarrollo del país. Es sabido que los que protestan son personas ociosas que esperan que el Estado les resuelva sus problemas por ellos. Y otras veces son personas resentidas que envidian a quienes gracias a su gran esfuerzo han acumulado riqueza. Sea lo que fuere lo cierto es que los que protestan por mejoras salariales, reformas en salud o educación no se dan cuenta que si son pobres es porque quieren, es decir, porque no ahorran o no trabajan lo suficiente. Prácticamente.
Todo lo dicho en el párrafo anterior es falso, salvo la primera frase. “Mientras los leones no tengan sus propios historiadores, las leyendas de caza siempre glorificarán al cazador”. Recurro a este proverbio africano para recordarnos que la historia tiene varios bandos. Sin embargo, casi todos los relatos proceden del lado de los cazadores. Por ejemplo: el derecho a la libertad individual y a la propiedad privada que exigen que se les respete quienes criminalizan la protesta, no fueron concesiones gratuitas de la monarquía a la burguesía, sino el resultado de arduas luchas.
En Perú hay un dicho popular que dice: “la vaca se olvida que alguna vez fue ternera”. La burguesía —entendida como la clase media alta de la sociedad— al volverse la clase social dominante impuso su modelo ideal de vida como criterio universal. Es decir, frente a la diversidad de pensamientos y de modelos ideales de vida practicados por otras culturas, no admitió oficialmente ningún otro. Pero tampoco permitió que se le cuestionara: olvidó sus orígenes. En otras palabras, pateó la escalera por donde subió a conquistar sus derechos: la protesta. Y luego prohibió legalmente su uso.
Ihering (2011) escribió que la finalidad es la creadora de todo derecho. Lo cual es cierto. El propósito de asegurar legalmente el modelo ideal de vida de la burguesía basada en el individualismo y la propiedad privada como criterios creó el derecho moderno (Herzog, 2019). Por esta razón toda relación comunitaria de solidaridad, no solamente entre seres humanos, sino también con naturaleza —que es la que practican nuestros pueblos originarios en Perú— aparece frente al derecho moderno como inferior, irracional, incivilizada e ilegal. ¿En qué reside dicho problema?
Nuestros libertadores nos liberaron de la ocupación territorial, pero no nos liberaron de la ocupación existencial: el modelo ideal de vida del colonizador. Después de 200 años seguimos siendo colonias, pero colonias existenciales. Hemos continuado reproduciendo las mismas relaciones de explotación y dominio del colonizador contra quienes no encajan en el modelo ideal de vida de la burguesía. Desde 1821 hasta aproximadamente la mitad del siglo XX la mayor parte de la población peruana era considerada de segunda categoría: no tenía ni siquiera el derecho a tener derechos.
Si bien, actualmente se ha logrado el reconocimiento de algunos derechos, estos no han sido concesiones estatales, sino el resultado de continuas luchas. La abolición de la esclavitud, el reconocimiento de las personas indígenas y afros como ciudadanos, el reconocimiento de los derechos laborales, el derecho al voto femenino, el derecho —aunque sea de manera nominal— a la salud, a la educación, entre otros, son el resultado de permanente luchas populares. Los que conquistaron dichos derechos que ahora celebramos como grandes logros, al principio fueron criminalizados, encarcelados, torturados e incluso asesinados.
A fin de hacernos una idea de la importancia que tiene el uso de la protesta en la liberación nuestros pueblos, cabe preguntarnos ¿qué hubiera pasado si la burguesía no se hubiese levantado contra la monarquía?, ¿qué hubiera ocurrido si los esclavos no se hubiesen rebelado contra sus opresores?, ¿qué hubiera sucedido si nuestros libertadores no hubiesen desobedecido las Leyes de Indias?, ¿qué hubiese acontecido si Mahatma Gandhi, Martin Luther King o Nelson Mandela no hubiesen protestado contra el racismo? O de otro modo, ¿qué pasaría si actualmente nadie de nosotros se movilizara contra la corrupción larvada, la explotación laboral, la contaminación ambiental o las violaciones flagrantes a los Derechos Humanos?
La historia nos muestra que la protesta es el arma más efectiva de liberación que tienen a su alcance los pueblos. Por lo tanto, dada la situación de injusticia y desigualdad social en la que vive gran parte de la población peruana, el problema no es por qué la gente protesta, sino por qué no protesta. Es fácil estar de acuerdo y repetir con otros sobre lo jodido que está el país. Sin embargo, es difícil protestar contra la legalidad que lo justifica. Lo cual presupone no renunciar jamás a aquello que nos moviliza: pensar. Tarea que no solo exige un razonamiento lógicamente coherente, sino, además, el despliegue de una aguda sensibilidad frente al sufrimiento del prójimo.
Ahora bien, renunciar a pensar puede convertirse en la raíz de todos los males. Arendt (2002), quien presenció la conducta de Adolf Eichmann en el juicio que se le siguió en Núremberg por haber participado en la eliminación sistemática de la población judía, escribió que el jerarca nazi no presentaba ningún signo de convicciones ideológicas sólidas y que se adhería fácilmente a los códigos legales establecidos. Tanto es así que en su defensa va a decir que lo único que hizo fue cumplir las órdenes dictadas por sus superiores y vivir apegado a los mandatos de la iglesia (Onfray, 2008).
Hoy, se podría decir de Eichmann que era una persona respetuosa de la ley y de las “buenas costumbres”, comprometido con el normal desarrollo de su país. En una frase: una persona normal. Sin embargo, había una característica en su conducta que a Arendt (2002) le llamó mucho la atención: su total incapacidad para pensar. Esta evidencia llevó a Gros (2018) a plantear la siguiente tesis: “pensar es protestar” (p. 184). Idea que ha inspirado el título de la presente columna, y con la cual, sin duda, estamos de acuerdo.
Finalmente, en base a lo expuesto proponemos tres conclusiones parciales y provisionales. Parciales porque en todo lo que se dice siempre queda algo por decirse. Y provisionales porque no tenemos la verdad, sino la pretensión de verdad. La cual se prueba al exponerse y discutirse. Y esas son las siguientes:
- Frente a la abismal desigualdad social, a la contaminación ambiental y a la corrupción estructural que azota a nuestros países el problema no es que la gente proteste, sino que no proteste. La historia, que es la suma de experiencias, y la experiencia una de las fuentes principales de conocimiento, sugiere que todos los derechos, incluso los derechos de quienes ahora criminalizan la protesta fueron el resultado de la misma.
- La protesta como instrumento de lucha necesita sustentarse en otras fuentes de conocimiento, que parta de la experiencia de las víctimas, sobre todo de la experiencia de las víctimas que se resisten al modelo ideal de vida que el derecho moderno auspicia. Si no cambiamos de lentes teóricas, las protestas de las víctimas seguirán siendo vistas como delictivas.
- Necesitamos producir una teoría crítica que sustente las prácticas de lucha de nuestros pueblos. Las lentes teóricas que aprendemos en las universidades nos impiden comprender que las protestas de las víctimas del sistema político, económico y jurídico son legítimas. Y, eso ocurre porque dichos sistemas parten de la certeza de que el modelo ideal de la burguesía es el modelo ideal de toda la humanidad.
En suma, si por algo hay que empezar, entonces comencemos por proponer que no llamemos protesta social a las luchas de nuestros pueblos, sino “protesta popular”. Esto debido a que las palabras no son inocentes, sino que configuran marcos de pensamiento. Y el pensamiento —sugiere la neurociencia— orienta la acción. No es casual que históricamente hayan sido los pueblos quienes han salido a la calle a luchar por sus derechos, no la sociedad.
Referencias
Arendt, H. (2002). La vida del espíritu. Barcelona: Paidós.
Gros, F. (2018). Desobedecer. Barcelona: Taurus.
Herzog, T. (2019). Una breve historia del derecho europeo. Los últimos 2500 años. Madrid: Alianza.
Iherin, R. (2011). El fin en el derecho. Granada: Comares.
Onfray, M. (2008). El sueño de Eichmann. Barcelona: Gedisa.
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Fotografía: Iberoamerica social