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Miradas laterales al videojuego

por RedaccionA febrero 19, 2022
febrero 19, 2022
1,1K

Por: Adrià Pujol Cruells, Marta Salicrú, Lucía Lijtmaer, María García Vera. 19/02/2022

Invitamos a un antropólogo, una periodista, una escritora y una intérprete a compartir su mirada al mundo de los videojuegos.

Nos aproximamos al videojuego desde disciplinas aparentemente ajenas como, por ejemplo, la antropología, la cultura pop, la literatura o la danza. A través de estas miradas descubrimos las similitudes entre la historia de los videojuegos y las etapas vitales de una persona, la potencia del imaginario pop de los ochenta para despertarnos nostalgia, qué puntos en común comparten la literatura gótica y los videojuegos o la relación entre el cuerpo y la pantalla a la hora de jugar.

  1. La edad de los videojuegos, de Adrià Pujol Cruells
  2. La magdalena de Chun-Li, de Marta Salicrú
  3. La coherencia de las convenciones: sobre la tradición gótica y los videojuegos, de Lucía Lijtmaer
  4. El cuerpo de síntesis. El doble herético, de María García Vera

La edad de los videojuegos

Adrià Pujol Cruells

CC BY-NC Deiff Mg

CC BY-NC Deiff Mg

Con más de medio siglo de historia, la cultura y el cultivo del videojuego han pasado por fases que recuerdan a las etapas de crecimiento de una persona. Grosso modo, claro está, porque este abordaje conceptual solamente puede ser recreativo.

En los inicios descubrimos una jugabilidad primaria, comparable a lanzar una pelota contra una pared, seguida de una etapa infantil y una de adolescencia, de exploración y ensayo de los propios límites expresivos. Actualmente nos encontramos con una madurez consolidada: una época más reflexiva, incluso evocadora, en el sentido de una sedimentación consciente sobre qué se es –o se ha decidido ser–, sobre el camino realizado y el lugar que ocupa el videojuego en la sociedad, el arte, la ciencia, así como en la política, la economía, los sueños y el lenguaje.

Desgranando esta comparación, en los años cincuenta del siglo XX el videojuego se encontraba en una etapa prenatal, uterina, de formación de la maquinaria, es decir, del cuerpo: experiencias aisladas, desconectadas, similares a las de un bebé en el vientre materno. En los años sesenta pasaríamos a hablar de una primera infancia: en el caso de los humanos va de los 0 a los 6 años; en el del videojuego es el momento de la primera toma de conciencia y de las potencialidades. En los años setenta tiene lugar la infancia intermedia (de los 6 a los 11 años en el caso de las personas), es decir, la etapa de las primeras operaciones realmente complejas, los primeros videojuegos totales. Los años ochenta coincidirían con la adolescencia (11-17 años), etapa primordial, de exploración de la identidad, y los noventa con la juventud (18-35 años), etapa de explosión de la identidad. Finalmente, desde los 2000 hasta nuestros días equivaldría a la madurez (35-60 años), una etapa que apenas saboreamos, de consolidación de la identidad y, por tanto, de abrir las puertas a su fragmentación, recuerdo, encasillamiento y manipulación.

La tercera edad (65-? años) del videojuego todavía no se ha producido.

La magdalena de Chun-Li

Marta Salicrú

CC BY-NC Deiff Mg

CC BY-NC Deiff Mg

Pedalean por calles sin tráfico con casas unifamiliares a ambos lados, las ruedas de las BMX no dan más de sí y las lanzan sin candar delante de la sala recreativa para pulirse la paga semanal jugando –sin demasiada habilidad, sin inmortalizar ninguna efímera partida dejando las iniciales– al Pang. No, no es un episodio de Stranger Things ni de las ficciones de Stephen King que inspiraron la serie: es la estampa de mi infancia en los noventa, la que me traslada a la cacofonía chiptune de la yuxtaposición de salas recreativas. Nacer en los ochenta significaba hacerlo cantando Madonna, Michael Jackson, Mecano. Pero también cantar silabeando sin letra las planas melodías que emitían chips baratísimos desde el interior de las consolas. Cantad conmigo si os las sabéis: la del Megaman de la NES, la del Tetris de la GameBoy, las del Super Mario World, de la Super Nintendo –quien no haya bailado la samba que suena cuando del bloque sale la estrella, o está sordo o está muerto–, «hits» todas ellas.

¿Es contradictorio que una industria con vocación futurista como la del mundo del videojuego, apoyada en tecnologías de última generación, tenga este potencial nostálgico –con las réplicas en miniatura en 2016 de las consolas clásicas de Nintendo como hito insuperable de la Retromanía que Simon Reynolds había denunciado cinco años antes–? ¿De dónde surge este poder evocador del pasado? ¿Está relacionado con la conexión con el paraíso perdido de la infancia? ¿O son estas adictivas sintonías las responsables del viaje en el tiempo en un DeLorean musical de 8 bits? En otras palabras: ¿es el tema principal de Super Mario Bros. nuestra magdalena de Proust? La generación que aprendimos a escribir a mano y al mismo tiempo a movernos por plataformas con botoncitos en forma de cruz, los que alcanzamos la mayoría de edad cuando internet llegaba a las casas y hemos virtualizado nuestra vida social, en los ochenta comíamos magdalenas industriales. Y la risa de Chun-Li cuando ganaba en el Street Fighter II activa el resorte de la nostalgia: “Yatta!”.

La coherencia de las convenciones: sobre la tradición gótica y los videojuegos

Lucía Lijtmaer

CC BY-NC Deiff Mg

CC BY-NC Deiff Mg

El escritor Grant Allen se lamentaba a finales del siglo XIX de un nuevo mal que asolaba Inglaterra: el agotamiento nervioso. No era una queja inusual: los neurólogos comenzaban a alertar de una creciente oleada de crisis nerviosas provocadas por la sobreestimulación de las nuevas concentraciones urbanas.

Desliguémonos durante un instante del momento actual y pensemos en el cambio que supuso la revolución industrial. La sobrecarga de información incluía periódicos matutinos y vespertinos, dos entregas postales al día, telegramas que podían llegar en cualquier momento a cualquier hora, por no hablar del teléfono o los nuevos métodos de transporte que impedían digerir todo el paisaje a causa de sus nuevos y veloces ritmos. ¿Y en las ciudades? Obras de teatro, música, bares, más periódicos, más revistas y un largo etcétera del que se quejaban escritores como Grant Allen –afectado como muchos otros ciudadanos de agotamiento nervioso.

Es a Allen a quien se suele citar para demostrar cómo la tecnología, paradójicamente, dio lugar a nuevas formas de escritura. Ante la nueva cultura impresa que requería contenido constante, Allen y otros tantos comenzaron a escribir literatura en formato corto –mejor pagado, claro está, que los reportajes de noticias en diarios–. Por lo general se trataba de cuentos góticos de fantasmas e historias de terror.

La tradición de la literatura gótica tiene más en común con los videojuegos de lo que podría parecer –aunque también se asemejan en lo que podemos entender como la superficie–. La historia del origen de los videojuegos es una en la que la evolución tecnológica se entrelaza con ciertos cambios sociales y que aporta, a su vez, la creación de nuevos imaginarios. Lo que entendemos como gótico –un género estético que puede resumirse, como afirma el especialista Chris Baldick, en la mezcla de terror y decadencia que está presente desde finales del siglo XVIII– comparte con el origen del videojuego la tensión entre visiones optimistas y los miedos ante una nueva era tecnológica. Por esta razón es interesante establecer los cruces que, a raíz de la exposición «Gameplay», pueden darse.

En ambos ámbitos hay una poética de reglas claras: se transmiten ideas y se promueven dinámicas propias de un género. Desde el inicio de la literatura gótica, que podemos cifrar en El castillo de Otranto, de Horace Walpole, y en los primeros videojuegos, se busca ahondar en la libertad de la imaginación y las posibilidades simbólicas de un escenario más o menos fantástico.

Por otro lado, la representación de mundos imaginarios que busca dotar de experiencias singulares tiene una enorme sintonía con el que tal vez sea el aspecto más importante de la tradición gótica: el ambiente, algo indefinible pero representable hasta la propia parodia en la tradición folclórica en la que ahonda lo gótico –y también en una significativa parte de la experiencia de los videojuegos–. Los castillos y los laberintos son esenciales en la forma gótica, y gracias a Edgar Allan Poe pasan a formar parte de su psique –recordemos «La caída de la casa de Usher», que supone una transformación fundamental del género–. La arquitectura es imprescindible para la literatura gótica y es la propia esencia estructural del videojuego: podríamos decir que comparten laberintos. Si en uno es una manera de gozar a través del miedo y la decadencia, en el otro es a través del placer de decidir.

Por supuesto, los espacios son primordiales en ambos: «La banda de lunares» o El sabueso de los Baskerville de Arthur Conan Doyle, por ejemplo, tienen un espejo en el videojuego What remains of Edith Finch, presente en la exposición. De hecho, sus definiciones podrían ser intercambiables. En ambos hay una mansión ancestral que permanece imantada a una tiranía doméstica que debemos descubrir. Incluso en Other Places, la obra de Andy Kelly que se muestra en «Gameplay», rinde homenaje a los mundos abiertos de los videojuegos, que son mundos explorables para el jugador y se transforman en mundos deshabitados, con la acción suspendida, donde el paisaje ficticio adquiere todo el protagonismo. Exactamente igual que la deriva victoriana de la novela gótica de las Brontë, en la que la atmósfera es un personaje principal más.

Otros ejemplos de la exposición, como Pile of Secrets de Mary Flanagan, nos devuelven las coherencias internas y las repeticiones que pueden observarse en ambas tradiciones, que, recordemos, en su momento fueron criticadas como escapistas, como una ofensa a los gustos clásicos y a los principios racionales, o que sencillamente se vieron desvirtuadas por su serialización –como fue el caso, en su momento, de la novela popular–. Esto ha quedado completamente desfasado gracias a otro de los núcleos que comparten: la posibilidad del fragmento. En la literatura gótica, el fragmento se convierte en un principio estético que sugiere un mundo completo que el lector debe reconstruir con el poder de su imaginación. En el videojuego, el jugador puede simplemente optar por avanzar hacia la siguiente pantalla. Para concluir, no deja de ser interesante pensar en la vuelta de tuerca que dio Harun Farocki en Serious Games –presente también en «Gameplay»–, a lo que une a ambas tradiciones y que encabeza este texto: la enfermedad psíquica. Victorianos y contemporáneos unidos también en eso.

El cuerpo de síntesis. El doble herético

María García Vera

CC BY-NC Deiff Mg

CC BY-NC Deiff Mg

Entre el cuerpo y el videojuego conviven un espacio visible desplegado en la pantalla y otro invisible (paradójicamente, el más matérico de los dos), aquel que sucede en el cuerpo y en la mente del jugador. El campo que se establece entre ambos es un espacio entre «lo real» de la pantalla y «lo fantasmal» del cuerpo. La relación cuerpo-videojuego es un campo de tensiones e interconexiones que la mayoría de las veces tiene lugar a través de las manos. Comienzo con estas, explorando físicamente el concepto mano-joystick como la principal interfaz de comunicación; una danza del joystick. Las manos sintetizan los movimientos del avatar de la pantalla, y a su vez del cuerpo del jugador. A través del movimiento de las manos y de los dedos, el jugador y su doble sintético corren, saltan, se agachan, se desplazan, lanzan objetos, dan patadas. Las manos junto al mando, ¿son el origen de donde nace el movimiento tanto físico como virtual? ¿Qué pasa con el resto del cuerpo en la mayoría de los casos? Sentado, sosteniendo una consola, mirando una pantalla, generalmente encorvado… Por un lado, parece que se establece una desconexión física y una conexión con el cuerpo que hay en la pantalla, como si de un tipo de fuga se tratase, donde el propio cuerpo deja de importar. Por otro, la experiencia del juego se produce dentro del cuerpo (y no solo de la mente) del jugador a través de las sensaciones que le provoca el hecho de jugar. Una de las experiencias emocionales más características del videojuego es que el jugador tiene que afrontar múltiples derrotas. ¿Qué le pasa al cuerpo cuando fracasa?, ¿cómo es un cuerpo fracasado, un cuerpo game over? Sentimientos de frustración, de rabia, en contraste con los de euforia, alegría, excitación, al escapar de peligros mortales, al conseguir objetivos y pasar al siguiente nivel. En el espacio cuerpo-videojuego, el espacio virtual pasa a ser más real que el espacio físico, y lo vivido se convierte en una nueva realidad físicofantasmática.

LEER EL ARTÍCULO ORIGINAL PULSANDO AQUÍ

Fotografía: Lab. cccb

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