Por: Alisa Del Re , Emma Catherine Gainsforth. 10/02/2024
Patriarcado
Alisa Del Re
La gran crisis financiera y política de los movimientos entre 2007 y 2008 ha contribuido a la necesidad de repensar los términos que definían el horizonte de cambio: la palabra “patriarcado” está entre ellos. Había que investigar el viejo orden del discurso, poner puntos fijos para construir algo inédito: una especie de crítica del presente, sin preguntarse cómo sería el futuro, qué inventarse en el vacío. El diseño de una alternativa, a decir verdad, ya existía, y lo imponían las luchas de las mujeres, que comportaban vivir de otra manera.
¿Valía y vale lo mismo el uso de todas las palabras clave que poco a poco se han convertido en jaulas, y que en su repetitividad se han vuelto nocivas? ¿Vale para todos los horizontes? Aun queriendo salir de lugares ya no comunes, que es justo actualizar, hay que hacerlo con frialdad, sabiendo que ello lleva implícito un juicio político negativo sobre los movimientos. Las revisiones se hacen cuando la situación es estable, cuando todo está en calma y sentimos la necesidad de volver a empezar. Hoy, en cambio, la impresión es que se trata, más que de un replanteamiento de la discusión que de una exigencia de catarsis por parte de quien se ve excluido de los procesos puestos en marcha por los movimientos feministas.
Entonces, ¿qué hay de firme y “frío” en la cuestión del patriarcado? El terreno sobre el que impera no está en crisis: existe un conflicto permanente, subterráneo y público que ve a algunos sujetos en lucha. Cuestionar ahora sus términos sería como cuestionar el concepto de “revolución” en la Francia de 1789. No podemos decirles a las mujeres argentinas, a las iraníes, a las afganas, a todas las mujeres que luchan en el mundo, como nueva clase obrera de la reproducción, que el patriarcado es un concepto obsoleto, a revisar.
Contenedor de todas los recorridos que van de los movimientos a las luchas por la transformación social, de la guerra de los salarios a la aspiración al pleno empleo, el patriarcado aparece como telón de fondo (¿podríamos decir el Imperio?) dentro del cual y contra el cual se coagulan todas las aspiraciones de cambio. Hay quien dice, y entre ellos está Massimo Cacciari, que el patriarcado se ha acabado porque ya no existe la figura del pater familias, y que este tipo de jerarquía está en crisis ya desde el comienzo de la Edad Moderna. Sabemos que la familia patriarcal es un producto histórico. El cambio es el resultado de convulsiones sociales, de luchas, de modificaciones personales y colectivas del estar en el mundo.
Pero algunos cambios son muy recientes: por hacer una cronología doméstica, en Italia sólo con la nueva ley de familia (1975) el padre-patrón dejó de tener derecho a castigar, incluso físicamente, a su mujer y a sus hijos; sólo en 1981 quedó abolido el delito de honor, y sólo en 1996 entró en vigor la ley contra la violencia sexual, que establece que la violación es un delito contra la persona, y no contra la moral. El Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha condenado ya siete veces al Estado italiano por no proteger a las mujeres víctimas de violencia y a sus hijos. Y esto por lo que respecta a la familia, en la que efectivamente el papel masculino sí ha cambiado con dramática rapidez, sin que ello haya reducido o eliminado el ejercicio generalizado de la violencia.
Anclando el término “patriarcado” a la familia, se utiliza sin embargo un significado restringido, mientras que se ha desarrollado como un sistema de mando-control sobre el conjunto de la sociedad. Es un sistema de poder que debe leerse en clave interseccional. Existe una confusión reductiva si se considera solamente la institución familiar: el patriarcado es ubicuo y debe verse como una construcción del dominio masculino en las relaciones sociales, con valores atribuibles al “hombre fuerte”.
Existen además tentativas (y están muy difundidas) de identificar los comportamientos de dominación y de explicar cómo las tragedias de las que somos testigos a diario son resultado de masculinidades débiles, que nada compartirían con el patriarcado. Y aquí reside la paradoja: es el patriarcado el que construye estereotipos irreales de masculinidad y feminidad frente a los cuales los individuos, sea cual sea el género al que pertenezcan, no pueden más que sentirse inadecuados. Si el feminismo ha permitido una toma de conciencia más generalizada entre las mujeres respecto a esta implicación y a la amplitud de los diferentes modelos femeninos posibles, falta llegar a una toma de conciencia similar entre los hombres, que siguen lidiando con un modelo de masculinidad que no deja márgenes legítimos cuando se encuentra en condiciones de fragilidad y dificultad.
Según esta línea de interpretación, la cultura machista, hija natural de la ideología del patriarcado, ya no se encontraría en una posición dominante. Y esto ocurriría así, por casualidad, gracias al desarrollo lineal de la sociedad, pasando por alto el feminismo y las luchas mundiales de las mujeres. Massimo Recalcati ha identificado dos aspectos: el odio sexófobo, generalizado por ejemplo en la sociedad iraní, donde resulta patente el intento de borrar el cuerpo femenino; y un vínculo sine die postergado con la madre, que haría a los hijos varones débiles, frágiles e inseguros. Factores que vuelven a poner en el centro una responsabilidad negativa fenenina, ya se trate de tener un cuerpo perturbador o de enfatizar una “maternidad” afectivamente limitadora. En cualquier caso, se trata de intentos de distinguir comportamientos de dominación, analizando hechos individuales de forma no política, sin captar el trabajo en curso de la revolución feminista.
Hasta algunos análisis feministas han afirmado el fin del patriarcado, pero sólo desde el punto de vista del impacto producido por los cambios determinados por las luchas de las mujeres, con la conciencia de que la profundidad de la transformación llevará tiempo y tal vez dé miedo. Es un cambio que hoy medimos con la abstención del trabajo reproductivo que las mujeres de todo el mundo, o casi, han activado finalmente, empezando por el control del propio cuerpo en lo que respecta a la maternidad: esto ha supuesto una ruptura del pacto reproductivo, que fundamentaba su posición subalterna en el seno de la familia y de la sociedad (y, sin embargo, todavía hoy, hay muchas mujeres con hijos que se ven obligadas a abandonar el trabajo asalariado). Al redefinir la esfera de la reproducción, las luchas han extendido la idea de trabajo a todo lo necesario para vivir, y así los sujetos sobre el terreno, un campo de batalla elegido y no impuesto por las relaciones de poder previas, necesitan redefinirse de nuevo.
El patriarcado implica que todas las instituciones importantes de la sociedad se gestionan a través del perfil del poder masculino, cuya gestión se materializa a lo largo del tiempo con características fácilmente identificables: de los comportamientos machistas a la guerra, de la división del trabajo a las diferencias salariales, de la ferocidad de los feminicidios a la privatización de los servicios sociales. Lejos de ser un residuo de épocas pasadas, el patriarcado tiene capacidades transformadoras y aparentemente inclusivas que pueden engañar, como, por ejemplo, la glorificación de la mujer como madre (que ha recorrido todas las ideologías conservadoras, especialmente los fascismos del siglo XX).
Todas las formas de dominación que impregnan la sociedad actual anidan en el patriarcado, que está aliado con el capital, y puede contar con el trabajo reproductivo gratuito y las diferencias salariales, garantizadas por las fraternidades en el poder; con la violencia de las guerras y con una construcción piramidal de la sociedad que niega una estructura horizontal de las relaciones. Las mujeres jóvenes se sienten hoy más en riesgo, precisamente porque son más libres: tienen un horizonte más complejo que el de las olas feministas anteriores, y el uso que hacen del término patriarcado queda incluido en las batallas que se expanden irradiando en su contra, partiendo de sus condiciones sociales y existenciales. Empezaremos a redefinir qué es hoy el patriarcado sólo en un mañana en el que el cambio social que se está produciendo gracias al feminismo haya llegado a cumplirse.
il manifesto, 29 de diciembre de 2023
Cuidados
Emma Catherine Gainsforth
«Ti proteggerò dalle paure delle ipocondrie, dai turbamenti che da oggi incontrerai per la tua via», [“Yo te protegeré de los miedos de las hipocondrías, de las turbaciones que a partir de hoy encontrarás en tu camino”], cantaba Battiato en el 97, en una canción, La cura, que escalaría puestos en las listas de éxitos y se convertiría en una de las canciones de amor más conocidas de siempre. Nos sirve de punto de entrada, no por homonimia, sino para centrarnos inmediatamente en lo que el lema “cuidados”, un concepto maravilloso en el ámbito del amor, tiene de contradictorio cuando se declina políticamente: una cierta actitud ética, una postura subjetiva, un cortocircuito entre significado descriptivo y reivindicación programática.
Las ambivalencias del concepto de cuidados las pone de manifiesto un breve texto de Nancy Fraser titulado Crisis of Care, Contradictions of Capital and Care [New Left Review 100, julio-agosto 2016; “El capital y los cuidados”, New Left Review 100 en español, septiembre-octubre 2016] (traducido indicativamente al italiano como Fine della cura), publicado en 2016, por lo tanto mucho antes de que el lema ascendiera en nuestras clasificaciones durante la pandemia gracias a un sentido común generalizado substanciado en el decreto Cura Italia (marzo de 2020) y simultáneamente, o a continuación, en una serie de textos producidos en cambio “desde abajo”, y entre los más conocidos el Manifesto of Care del Care Collective inglés.
El texto de Fraser es útil, pues si por un lado las ambivalencias, bien que generativas, del concepto de cuidados pueden leerse a laluz de la historia de los feminismos que lo han interpretado de múltiples maneras (piénsese por ejemplo en el pensamiento llamado ética de los cuidados o en el feminismo de la reproducción social), la dinámica que Fraser llama “colisión” no precisa, para ser entendida, de un conocimiento del debate en el seno del feminismo. Más bien tiene que ver con una ambigüedad de carácter histórico, con la comprensión de la fase en la que nos encontramos.
Si distinguimos entre el capitalismo organizado por el Estado, que surge a mediados del siglo XX y se estructura como compromiso de clase y, por tanto, como un proceso democrático, y el régimen neoliberal, que comienza a mediados de los años 80 con el despojamiento del Estado de su papel organizador, – la sociedad no existe, sólo hay individuos (y familias) – el paso del primer al segundo régimen provocó un alineamiento entre las impugnaciones a las distorsiones del primer modelo – piénsese en las críticas al asistencialismo paternalista y obrerista – y las exigencias de externalización de las funciones organizativas y redistributivas del segundo.
Los cuidados, cuyos valores se fundan en una participación a la que se le ha retirado el andamiaje que la garantizaba, se encuentra, a su pesar, alineada con directrices que fomentan la interdependencia, la resiliencia y las experiencias de autogestión. Si para Fraser “la emancipación se alía con la mercantilización para debilitar la protección social”, los cuidados pueden entenderse hoy como una respuesta a los procesos de despojamiento de las instituciones democráticas que se presenta bajo la forma de una contestación que se pliega a la distorsión postdemocrática, ocupándose de amortiguar sus efectos y de crear el andamiaje social necesario para el desmantelamiento de lo público.
La idea de los cuidados se estructura en torno a los ejes de la interdependencia, la ayuda mutua, la solidaridad, la promiscuidad, la red afectiva, la “democracia de proximidad”. De ahí: ecologías, sistemas de concatenaciones entre seres vivos, tecnologías y medio ambiente, hasta las prácticas “agroecológicas” y “agrosilvopastorales”.
Si por un lado el Manifiesto de los Cuidados reconoce que “los cuidados universales, no mercantilizados y solidarios” deben ser el “principio organizador de nuestras sociedades” y que “es necesario que el Estado se haga cargo de ellos”, el problema de fondo sigue siendo una interpretación muy confusa de lo público. Lo público no es la “interdependencia” de proximidad -comunitaria, grupal, afectiva-, sino un andamiaje de cohesión social (principio en el que se basa el Servicio Nacional de Salud en Italia) cuyo eje es la fiscalidad progresiva.
Lo público tiene ante todo una función redistributiva: el acceso a los servicios que garantizan el derecho a la salud, como han señalado las redes que se ocupan de la salud trans*, constituye una “renta indirecta”. Y si el recuerdo del alcance democrático de lo público, que establece la ciudadanía desvinculada de la nacionalidad como algo exigible, parece estar más vivo precisamente entre las comunidades excluidas, es porque los instrumentos democráticos de cohesión no son en absoluto empáticos.
La distancia que separa la solidaridad de los cuidados de la cohesión social, en Italia protegida por el artículo 3, es manifiesta si pensamos en el hecho de que la justicia redistributiva no se aplica con un voluntarismo solidario genérico, sino gravando a los ricos, por citar el título del informe Oxfam 2023 sobre las desigualdades en el mundo. Del mismo modo, iluminan la distancia entre empatía y justicia las reflexiones que provienen de los estudios sobre discapacidad, que desambiguan los diversos componentes de los cuidados (atención, salud, trabajo) a partir de la crítica del principal defecto de todas las epistemologías y/o ecologías de los cuidados que se desarrollan desentrañando a partir de quienes cuidan, más que desde quienes reciben cuidados (y por tanto también: desde quienes no tienen acceso a los cuidados, y desde quienes no pueden o están incapacitados para dar cuidados).
En este caso, identificar los ámbitos semánticamente menos vagos en los que los cuidados son trabajo, contractualizado, asalariado y reconocido, es un paso crucial que nos recuerda indirectamente que el Bienestar es el ámbito que substrae las relaciones a la esfera amorosa y/u opresiva de las relaciones interpersonales, de proximidad, comunitarias, familiares.
Y así pues, el fin del Estado social nunca ha significado el fin del Estado, a lo sumo una coexistencia pacificada del estado con un régimen de domesticidad generalizada que sustituye a lo público: una herencia de la pandemia y de la aceleración neoliberal que se aprovechó de ella, en una situación de incapacidad general de producir movilizaciones en defensa del derecho a la salud.
La crítica al concepto de cuidados no apunta a las experiencias de mutualismo o de clínicas populares, sino que identifica el nexo teórico que presenta esas experiencias como contradictorias respecto al capital, como alternativas, y no como complementarias. Creer que los procesos restaurativos, que cuidan lo que el capital destruye, tienen en sí mismos valor conflictivo es no ver que nos estamos equipando colectivamente con soluciones predemocráticas -la solidaridad del mutualismo del siglo XIX- para un mundo cada vez más postdemocrático.
il manifesto, 29 de diciembre de 2023
Profesora de la Facultad de Ciencias Políticas de la Universidad de Padua y miembro del Centro de Estudios de Género de la misma, forma parte, asimismo, del equipo editorial de la revista internacional Cahiers du Genre y de la revista digital de estudios de género AG-About Gender.
Traductora, activista y periodista, colaboradora de medios como dinamopress o il manifesto.
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Fotografía: Sin permiso