Por: Cecilia Malem. 21/05/2022
Comienzo por contarles que voy a plantear esta charla desde mi lugar como lectora, docente y como promotora de lecturas, que es lo que me dedico hace más de la mitad de mi vida. Para entrar en el tema voy a comenzar leyendo un fragmento del para mi bellísimo libro, de Liliana Bodoc: El perro del peregrino:
“Vi la lepra en Egipto —prosiguió el eunuco—. La conozco. Como siervo, estuve junto al lecho de muerte de un hombre sabio que la había contraído de tanto intentar curarla. Estuve y no me contagié. Estuve y escuché lo que el sabio repetía una y otra vez en su larga agonía. Él hablaba de agua y de amor. Lavar siete días seguidos las llagas cuando aun son blanquecinas, restregarlas con jabón áspero y enjuagarlas bien. Y junto al agua, decía el sabio, debe estar el amor. Lo escuché decir que no es la enfermedad la que mata sino el odio y la soledad… La repulsión del prójimo es lo que remuerde la carne de los enfermos. (…) Simón tiene aun las llagas blanquecinas, estamos a tiempo de intentar esa sanación. Mujer, somos tres desdichados, ¿qué más nos queda que ayudarnos?”.

Las pestes, las plagas, las pandemias, han asolado desde siempre a la humanidad. Y la humanidad ha sobrevivido y ha controlado la lepra, la viruela, la peste negra, el cólera, la fiebre amarilla, la peste bubónica, la polio… (por nombrar algunas). Decía, la humanidad las ha superado, no sin costos inmensos en cantidad de vidas y en la desolación, el miedo y el vacío que provocaron en su tiempo.
Por eso voy a reflexionar y convidar, proponer lecturas, si es que uno quisiera leer con niños, niñas y jóvenes, literaturas que se acerquen, desde distintos lugares, al tema de las pestes y todo lo que provoca una peste, una pandemia, cómo atraviesa la vida de hombres, mujeres, niñes y cómo se ve reflejada en la literatura.
La buena literatura nos interpela, nos suscita sentimientos, reacciones, preguntas, asombros, empatía, antipatías. Nos provoca emociones. Se dice que nadie sale indemne después de haber leído un buen libro. Y si leemos en comunidad, esas emociones bien pueden ser el puntapié inicial para interesantes conversaciones literarias –aquí, claramente estoy pensando y posicionándome como docente mediadora de lecturas- donde se posibilite un tiempo, un espacio, un ambiente en el que cada une pueda resignificar el texto desde su propia experiencia de lectura y de vida.

En íntima relación a esto, a la lectura personal como experiencia y a los significados que despierta, voy a empezar comentando un libro que habla específicamente de una pandemia. Hace muchos años leí Cuento negro para una negra noche de Clayton Bess. Esta nouvelle me conmovió profundamente, me pareció una historia dolorosa y preciosamente narrada. Claro que estaba muy lejos de mi realidad, pasaba en una aldea pequeña y lejánisima de África, donde llegó la viruela… Y la viruela llegó en el cuerpo de una bebé que abandonan en una choza donde vivía Má, con sus dos niños y su madre. Esta mujer tuvo que enfrentar la decisión de escoger quedarse con la niña y tratar de curarla, con la esperanza de que ni ella ni sus hijos se contagien, o bien deshacerse de la niña en la selva, lo que equivalía a matarla, a dejarla morir. En esos casos, qué queda sino rogar… y entonces leemos:
“Esta bebé enferma, pobrecita enferma, / Momo y Meatta aquí, / la mala viruela por doquier, / la viruela, no la puedes ver, / la viruela, no la puedes sentir, / la viruela, no la puedes oler, / flota en el aire que Momo respira; / anda en el agua que bebe Meatta; / viruela, dime dónde estás… / No vengas aquí, no vengas aquí… / Esta bebé enferma, pobrecita enferma…”
Y así, esta plegaria, esta súplica, que también es una esperanza… provocaba que yo como lectora, pudiera empatizar, entender, inmiscuirme, reflejarme en los sentimientos que en esta historia se narraban. En las conductas humanas que se adoptaban, en los sentires… Pero lejos estaba de mi experiencia de vida atravesar una pandemia.
Y llegó el COVID.
Entonces releer este libro fue leer otro libro. Y esa aldea lejanísima era mi barrio, y ese pueblo africano era mi gente; y el aislamiento, los miedos, el egoísmo, el dolor, la esperanza y la desesperanza, los gestos de violencia y, también, la solidaridad, el amor…
La enfermedad rondando, lo que no se ve pero acecha, infecta, hiere el cuerpo y el corazón. Y las decisiones, las humanas decisiones, contradictorias, dolorosas, mezquinas o totalmente desprendidas, eran tan cercanas… Cada línea me hablaba, ya no solo de África, ya no solo de la viruela…
Me hablaba de mi encierro y mi aislamiento, la distancia necesaria, el abrazo imprescindible y postergado. Me hablaba de la precariedad de la vida. Ponía palabras al dolor, al miedo, a las incertidumbres y también a la esperanza, al futuro, al mundo que imagino y en el que quisiera vivir.
Y estas son algunas de las razones por las que compartiría este libro con niños, niñas y jóvenes. Pero fundamentalmente porque no pretende “enseñarnos nada sobre la pandemia” sino, que habla de ella desde una propuesta ética, estética, ideológica.

Podríamos también considerar, si queremos abordar la peste desde la literatura, otras lecturas que apelen al poder de las metáforas. Y así, como un desvío, poner a consideración libros que no nos hablan de la enfermedad literalmente, pero nos permiten, desde un lugar simbólico, acercarnos, pensar, procesar y hablar de todo lo que nos pasó, nos pasa aún: el miedo, el encierro, la amenaza, el otro como un peligro, el cuidado, la pérdida de seres cercanos/queridos, la imposibilidad de despedirse, la imposibilidad de juntarse, la soledad, la pobreza al descubierto, las injusticias, las desigualdades, la segregación…
La literatura es y tiene que seguir siendo una experiencia sumamente inquietante, ambigua, simbólica, alegórica…
Por eso pienso en dos libros que no hablan de la peste en sí, pero sí aluden y nos introducen en un ambiente de encierro ante un peligro mudo, turbador. Lo desconocido que sobrevuela, acecha y nos pone en peligro, en alerta. Lo que puede matarnos… Algo de lo siniestro que invade, se cuela en nuestro cotidiano y nos envuelve en la zozobra, en la inquietud y el miedo y cómo lo enfrentamos… y en esta clave de lectura podríamos considerar a: El Eternauta historieta de Héctor Germán Oesterheld y Francisco Solano López. Oesterheld, su autor nos dice:
“Siempre me fascinó la idea del Robinson Crusoe. Me lo regalaron siendo muy chico, debo haberlo leído más de veinte veces. El Eternauta, inicialmente, fue mi versión del Robinson. La soledad del hombre, rodeado, preso, no ya por el mar sino por la muerte. Tampoco el hombre solo de Robinson, sino el hombre con familia, con amigos. Por eso la partida de truco, la pequeña familia que duerme en el chalet de Vicente López, ajena a la invasión que se viene. Ese fue el planteo. Lo demás… lo demás creció solo, como crece solo, creemos la vida de cada día (…)».
El Eternauta no habla de una peste, pero sí de una invasión, en este caso una invasión alienígena a la Tierra mediante una tormenta de nieve tóxica que si te toca te mata, que pone en jaque todo nuestro cotidiano, nuestras certezas y nuestra vida. Que acaba con la mayor parte de la población.
El encierro, las máscaras necesarias para protegerse, de algún modo remiten a nuestra experiencia pandémica, aunque el universo ficcional del autor haya sido otro (1957). Sin dudas, esta es también una aventura de supervivencia, de resistencia; pero como bien nos aclara su autor: “El héroe verdadero de El Eternauta es un Héroe colectivo, un grupo humano. Refleja así, aunque sin intención previa, mi sentir intimo: el único héroe válido es el héroe «en grupo», nunca el héroe individual, el héroe solo».
Y me pregunto, al igual que con los alienígenas, ¿cómo se enfrenta una pandemia sino en comunidad? Y aquí retomo las palabras de Liliana Bodoc en el primer fragmento que leí “¿qué más nos queda que ayudarnos?”.

Otro libro en el que, a mi entender, podríamos leer algunas situaciones o sensaciones vividas en este tiempo en clave de metáfora, y casi en contraposición de ese héroe colectivo propuesto por El Eternauta, es A veces la sombra de Esteban Valentino.
El subtitulo de esta novela es: «La historia de un monstruo solitario». Y es eso: el monstruo es una sombra que no se ve pero está y aterroriza, acecha. La sombra es una amenaza constante. Los habitantes del pueblo se sienten obligados a recluirse por miedo. La sombra a su vez queda así marginada en el bosque. Historia que pone en tensión la discriminación, el rechazo, la segregación…
“El silencio se adueñaba del aire y en las casas cerradas sabían que la Sombra había salido a caminar. Las calles de tierra quedaban entonces vacías y solo los ojos miraban por entre las ventanas entreabiertas, esperando el regreso del sonido”.
Este fragmento, de algún modo, me hace pensar en los vínculos. Una de las tantas cosas fuertes que nos pasaron, además de no poder estar cerca, no poder abrazar a los seres queridos; es que el otro, la otra/ los otros, las otras representaban un peligro, un riesgo, una amenaza de la que nos teníamos que cuidar, alejarnos, evitar… y así nos encerramos, nos preservamos, nos desvinculamos… pasamos a vivir en “casas tomadas” (los que podíamos, claramente, los privilegiados que no teníamos que salir contra viento y marea, pandemia mediante, a buscar el pan).
Decía, en pandemia era necesario cuidarse los unos a los otros; pero en más de una ocasión eso se tornó en cuidarse los unos de los otros. El otro visto como posible vector de contagio se volvía peligroso y se generaron situaciones hostiles, empezamos a distanciarnos, a desconfiar.
Eduardo Galeano, allá por el 2012, mucho antes del coronavirus, nos decía:
“Somos una civilización de soledades que se encuentran y desencuentran continuamente sin reconocerse. Ese es nuestro drama, un mundo organizado para el desvínculo, donde el otro es siempre una amenaza y nunca una promesa.”
Esta idea excede a la Pandemia y también la podemos ver reflejada en la literatura, en textos que no hablan de pestes, pero nos muestran que ese temor, esa desconfianza hacia los otros puede ser una enfermedad de cualquier tiempo. Allí donde la otredad, lo distinto, nos convierte en enemigos; un otro al que hay que ignorar, cuando no anular, alejar y hasta destruir…
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Fotografía: Linternas y bosques