Por: Jaume Martínez Bonafé. El Diario de la Educación. 05/06/2018
Puede que un día la escuela tenga formatos de democracia algo más dialógicos, que la sociedad civil pueda participar de un modo activo en el debate sobre la escuela pública que queremos, y que la Administración que la gestiona sea menos sorda a las voces plurales y diferentes que se expresan en la asamblea.
Josep Fontana titula su inmensa y bien cuidada historia del mundo, desde 1914 hasta nuestros días, El siglo de la revolución, y ciertamente ese periodo evidenció impresionantes luchas sociales por la emancipación del ser humano. Celebramos el año pasado el centenario de la revolución soviética, y ahora mismo salimos del mes de mayo recordando que pasaron 50 años de las revueltas de 68 que alumbró nuevas narrativas sobre el conflicto social. No he olvidado aquella lúcida pintada en las paredes de la Sorbonne: “El que habla de la revolución sin referirla a la vida cotidiana tiene un cadáver en la boca”, y sigo creyendo que: “Sous les pavés, la plage!”. Y aunque “nuestros” días vienen a mostrar el largo camino que todavía queda por recorrer, y algunos significativos retrocesos, nadie puede negar que aquellos movimientos sociales nos dieron la oportunidad de ir abriendo la mirada sobre muchos aspectos de nuestra vida: la salud, la ecología, el feminismo, las relaciones laborales, la identidad como pueblo, el poder, las prisiones, la familia, las guerras, la sexualidad, la cultura,… ¿y la escuela?
Pues si nos referimos a lo cotidiano, al día a día de la institución, encontramos prácticas que podemos llamar prerrevolucionarias o ancladas todavía en el XIX: verdad única, texto único, autoritarismo docente, enclaustramiento, etiquetaje social, clasificación, adoctrinamiento eclesiástico, estatalización, negocio… Ni el curriculum ha conseguido un enfoque algo más dialógico sobre las epistemologías en conflicto, ni la palabra autogestión llegó a los claustros, ni las aulas dejaron de ser espacios para la disciplina y control. Sin embargo, los procesos revolucionarios inspiraron enfoques sobre la educación y la escuela que ahora conviene recordar, aunque sea porque recientemente una potente ola conservadora viene a cuestionarlos.
El primero, una extraordinaria confianza en el ser humano y su capacidad de ser sujeto, sujeto sujetado, pero sujeto. Es ese reconocimiento el que convierte al alumno o la alumna en seres con experiencia y saber a los que la escuela debe ayudar a crecer en su completa humanidad. Algo muy distinto a aquella concepción bancaria, en el sentido de Freire, que concebía al niño o la niña como un recipiente vacío que hay que rellenar de un saber ajeno a su propia historicidad. Es esa confianza en el ser humano la que invita a que la escuela cultive procesos de empoderamiento: tomar la palabra, construir saber y experiencia desde la horizontalidad, el taller, el proyecto propio. La asamblea, en Freinet, es un referente pedagógico indispensable en esta propuesta. Los soviets o consejos obreros en el inicio de la revolución ponían el poder y las responsabilidad histórica en manos del movimiento obrero, y mayo del 68 vino a subrayar la crítica a la desviación estalinista de esta propuesta revolucionaria. La escuela reclamó la autogestión, autores como Marcuse o W. Reich inspiraron análisis psicopedagógicos, y en nuestro contexto más cercano las Escuelas de Verano de los MRP (Movimientos de Renovación Pedagógica) constituyeron espacios de formación militante para el cultivo de la educación emancipadora.
Recuerdo aquí el libro de Ignacio Fernández de Castro y Julio Rogero: Escuela Pública. Democracia y Poder. La escuela no es pública como servicio a la ciudadanía, o como aparato del Estado, lo es si la ciudadanía toma en sus manos el proyecto político de esa escuela emancipatoria, y lo crea, decide, y gestiona. El maestro, la maestra, como funcionarios están al servicio de la asamblea del pueblo. Y un debate recurrente en muchas Escuelas de Verano de los MRP era la diferenciación conceptual y política entre lo estatal y lo público.
Las revoluciones, y los movimientos que surgen con ellas, nos proveen de nuevas cajas de herramientas con las que pensar y construir teoría desde y sobre nuestra práctica. La indignación que estalla el 15 de mayo del 2011 pone en primera línea el debate sobre la democracia real. No nos representan, fue un eslogan muy repetido. Recuerdo una sesión de evaluación en un instituto de secundaria en la que después de largas intervenciones del profesorado subrayando lo peor del alumnado, una profesora se dirige a la reducida y descompensada representación del alumnado y le dice: “Estáis muy callados”. Pues claro, sin participación, sin construcción colectiva, sin intervención en la toma de decisiones, si el curriculum es tuyo y la escuela también, ¿a qué me llamas aquí hoy? Algo de esto se decía en las manifestaciones del 15-M, en las pintadas del mayo del 68, en las reivindicaciones de los consejos obreros frente a la burocracia estalinista.
Puede que un día la escuela tenga formatos de democracia algo más dialógicos, que la sociedad civil pueda participar de un modo activo en el debate sobre la escuela pública que queremos, y que la Administración que la gestiona sea menos sorda a las voces plurales y diferentes que se expresan en la asamblea. Pues algo de esto, creo yo, le deberemos a los movimientos revolucionarios que vinieron atravesando el siglo. Pero también puede que nada de eso pase, y la hegemonía cultural en manos del discurso neoliberal venga a decirnos que todo esto son tonterías. Ya lo dicen, ya lo dicen….
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Fotografía: Carlos Delgado CC BY-SA 3.0 / Wikipedia