Por: Líneas De Fuga. 15/07/2020
Experimentamos una curiosa situación. Drásticamente hemos atravesado tres estadios que se dicen normales: la normalidad capitalista, la normalidad de la revuelta y la normalidad de la pandemia. La normalidad es tal en cuanto transcurso ordinario del tiempo, bucle ininterrumpido, patrones reconocibles, reglas definidas, hábitos. En Chile, hasta antes de octubre del 2019, la normalidad para millones se estructuraba, en última instancia, en función de la acumulación de capital. Cuando irrumpe la revuelta la normalidad se suspende y puede mirarse con cierta distancia, entonces se la reconoce y se la sindica como el problema. Posteriormente las escasas noticias sobre un nuevo virus se convierten en un problema global y las medidas aplicadas suspenden la normalidad de la revuelta, a la cual ahora podemos mirar con cierta distancia y sindicar como deseable, para entonces instalar una normalidad del confinamiento, de la militarización, de la distancia, de la hiper precariedad.
“No volveremos a la normalidad, porque la normalidad era el problema”. Esta época secreta aquí y allá nuestras verdades. Desde Chile a Francia, pasando por Estados Unidos y Hong-Kong, México y Colombia, una percepción común comienza a dar forma. El rayado viajó por el mundo a velocidades de Gb/s, apareciendo en muros, túneles y transportes, en idiomas y caligrafías diversas. Y el poder lo sabe, por ello no es casualidad que tras la ola de revueltas que azotaba el mundo a fines del 2020 (cuyo rastro podemos seguir a varios años atrás, en todo caso) y una vez implantada la normalidad de la pandemia, hayan sido los líderes del mundo y sus organizaciones quienes, secuestrando el lenguaje, comenzaran a hablar de la nueva normalidad. Cualquiera que prenda la televisión cinco minutos podrá encontrar a un economista imbécil afirmar, con una tristeza hipócrita, que habremos de acostumbrarnos a una nueva normalidad, con teletrabajo, distanciamiento social, austeridad dada la crisis económica producida por la detención masiva de trabajo y, como es lógico, hipervigilancia y militares en las calles para asegurar que los terroristas -prontamente cualquier sujeto de la población civil- no saboteen el proceso de reestructuración capitalista.
Tras la primera jornada de revuelta y al día siguiente en que las estaciones de metro ardían en llamas, la táctica comunicacional evidente fue de corte reconciliador. Nunca vimos a tantos políticos, animadores de televisión y figuras públicas verse tan indignados con la condición de (no) vida de la mayoría del país. “No lo vimos venir” y “Ya escuchamos, entendimos el mensaje” fue repetido a coros por la élite. No hay que ser un investigador profesional para buscar las cifras de desigualdad en Chile, las políticas de protección ambiental deficientes, los índices de precarización laboral o el infierno que se vive en el SENAME. De modo que hay dos opciones: o bien no tienen idea de en qué país viven y realmente no lo vieron venir, o en su defecto sí lo saben y asumieron que nunca les íbamos a cobrar tanta humillación. Ambas posibilidades solo demuestran que son unos bastardos. Pero la segunda declaración reconciliadora es más molesta, ya que Piñera carece de las habilidades comunicacionales para mentir bien, así que cuando él dice “ya escuchamos, entendimos el mensaje” no podía ocultar su tono de “ya escuchamos, pero dejen de quejarse y vayan a trabajar esclavos de mierda”. De cualquier modo, que los mismos empresarios y políticos que idearon e implantaron este sistema a punta de fierros, tortura y reestructuraciones totales, se sientan con la legitimidad para decirle a las personas que se va a tener que acostumbrar a una nueva normalidad, sencillamente demuestra que no escucharon ni entendieron ningún mensaje.
El paso de un régimen de normalidad a otro es a grandes rasgos evidente, no obstante, siempre hay cosas que decantan, que se esparcen en el tiempo. Algunas verdades afloraron ante nuestros ojos en octubre y noviembre, entre otras, que podemos vivir sin trabajar 45, 42 o 40 horas, que podemos vivir sin mall, supermercado -siempre y cuando aun queden negocios barriales, espacios públicos u hogares con posibilidad de construir sus propios huertos-, que podemos cooperar antes que competir, compartir antes que privar y que la felicidad se encuentra en otro lugar lejos del consumo de mercancías. Estas verdades no son cuestiones banales y su fuerza es suficiente para permanecer a pesar del confinamiento y la política de limpieza urbana emprendida por los municipios y gobierno, que pretenden borrar los rastros de nuestra insolencia digna contra el sistema. La condición actual nos ha obligado a recurrir a los pequeños trabajos informales, a las ollas comunes, a compartir mercadería y al robo organizado de alimentos, pero muchos ya han decidido lúcidamente que incluso tras acabar esta situación, no volverían a trabajar asalariadamente ni ocupar los servicios de transporte público. Una bicicleta y nuestras mochilas son desde hoy nuestras aliadas, más que nunca. Nadie se sorprende por las redes solidarias que han aparecido y que cada uno tiene habilidades que ni sabía.
La crisis económica producto de la pandemia ha puesto en evidencia otras cuestiones que es importante destacar. Si los trabajadores se quedan en la casa, el sistema colapsa, de manera que cualquiera que siga repitiendo mecánicamente que son los empresarios quienes crean riquezas o que los trabajadores dependen de ellos, pueden quemar sus biblias de la escuela austriaca de ideología (perdón, economía…). También se ha hecho evidente que la economía no tiene nada de económica, no si nos remitimos al sentido etimológico original según el cual economía proviene de oikonomos, que hacía referencia a las reglas del hogar, la familia y la cuestión concreta de la supervivencia material. Tras la reconfiguración capitalista de los 70-80, la financiarización de la economía pasó a ser una característica evidente, al igual que la disolución del espacio fábrica, en cientos de espacios de producción de componentes que viajan y atraviesan fronteras y la consecuente disolución de los espacios orgánicos obreros (sindicatos mayormente). También comienza a predominar al sector terciario (servicios) y la flexibilización laboral, así como la importancia de la información y los flujos de datos (la distopía capitalista hiperconectada que se resume en la smarth-city no es más que el deseo del neoliberalismo de volverse total). Si vemos el plan laboral que el zángano de José Piñera diseñó para el dictador, podremos entender muy bien el proceso.
El desquiciamiento de las condiciones de producción es parte importante del programa de la burguesía internacional para desactivar las fuerzas proletarias que habían asechado el mundo en la segunda mitad del siglo XX. La metrópoli es su correlato en la (des)organización del espacio urbano. Los procesos de gentrificación, digitalización de procesos e instalación de sistemas securitarios forma parte del mismo movimiento. La metrópoli es hoy el espacio productivo total, difuso, incomprensible, inasible, pero sobre todo inhabitable. Habitar dice relación con un uso del espacio, del suelo, del mismo modo que residir, pero a diferencia de este último, habitar es un acto colectivo (o común). ¿Cómo experimentar un uso común del espacio, donde se halla todo fragmentado, disociado?[1] Podemos caminar por la metrópoli y preguntarnos ¿qué producimos acá? Si quisiéramos bastarnos con la producción de comida, vestimenta y herramientas para trabajar la materia, ¿dónde ir? Solo vemos tiendas de algo que ya fue producido en distintos lugares y luego ensamblado en otro, para viajar por ahí y tal vez añadir una etiqueta. Solo vemos pantallas gigantes que nos violentan la percepción con sus mercancías, cables, antenas. Están quienes pretenden hacernos vivir en una macrocomputadora y estamos quienes nos negamos, no hay más.
La normalidad del capital es esquizofrénica, por decirlo de alguna forma. Y la nueva-normalidad que los empresarios y sus guardianes políticos y militares quieren imponer es la versión reaccionaria e inflada de ella. Hoy nos inundan con un mensaje unitario para afrontar el virus, pero no es más que otra mentira. Los empresarios se reconocen a sí mismos y a sus intereses, por ello existe el FMI, BM, o localmente la CNC o la AAFP. Su discurso de competencia siempre se sitúa sobre un marco de cooperación más grande entre ellos, que asegura mantener su poder. Ellos se reconocen y defienden como clase, ¿y nosotros?
La disputa que ya está en curso no es menor. El capitalismo mundial está en crisis y sus defensores ya se están organizando. Los conspiranoicos pueden descansar en paz, los poderes fácticos no están en las sombras, tienen nombre y apellido. Ahora nos queda conspirar a nosotros y nosotras.
Julio 2020, Santiago.
[1] Un habitar más fuerte que la metrópoli del Consejo Nocturno aborda esta cuestión desde el territorio llamado México, nutriéndose de una conversación histórica que remonta a las luchas proletarias en Italia en los 70’ y las luchas indígenas en defensa del territorio, del mismo modo que contempla algunas reflexiones extraídas de lo que hoy se denomina sociología urbana y la crítica a la economía política de Marx.
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Fotografía: Líneas De Fuga.