Por: Raúl Fierro. Columna: El sueño de Faraday. 15/07/2021
Hay una pregunta que todo docente, que se preocupe por comunicar conocimiento, tiene en la mente: Cómo llego a los estudiantes o qué es lo que entienden los niños y jóvenes sobre mi planteamiento. Existen, dice Bruner en su libro La educación, puerta de la cultura, «dos concepciones impactantemente divergentes sobre cómo funciona la mente. La primera de ellas era la hipótesis de que la mente pudiera concebirse como un mecanismo computacional […] La otra era la propuesta de que la mente se constituye por y a la vez se materializa en el uso de la cultura humana.»
La primera, a la que se refiere Bruner, es el computacionalismo. Esta se interesa en la forma en que el estudiante procesa la información: qué algoritmos necesita la mente del niño y joven para funcionar en el sistema, cómo debe hacer ciertas operaciones, cómo organiza en su mente los conocimientos. Esta postura concibe al niño y al joven vacío de conocimientos y plantea que las habilidades que se obtienen, a través de las experiencias de aprendizaje, son independientes del contexto comunitario. En la práctica sabemos que no sucede así. Si el niño se encarga de una tienda en su casa o contar, pesar y organizar (sumar y restar) la cosecha del día, la forma en cómo da el cambio, cómo mide volúmenes o distancias, es diferente a lo que plantea el programa de estudios. Por lo tanto, se plantean ciertos problemas: Cómo las matemáticas que el estudiante aprendió por la experiencia cotidiana llegan a un equilibrio con lo visto en la escuela, qué papel juega el profesor en ese caso, cómo evaluaría esa habilidad entre otros.
La otra propuesta de cómo funciona la mente, el culturalismo, dice que «se concentra exclusivamente en cómo los seres humanos de comunidades culturales crean y transforman los significados.» Desde esa postura el estudiante llega a la escuela con conocimientos que ha aprendido desde su experiencia cotidiana: cómo negocia las nociones, conceptos y categorías que observa en su vida comunitaria y lo que aprende en la escuela, cómo afecta la experiencia de aprendizaje en el aula los simbolismos que comparte el estudiante con su entorno, cómo la escuela responde a los problemas, dificultades y conflictos de sus situaciones vitales, etcétera.
Bruner dice que «el aprendizaje y el pensamiento siempre están situados en un contexto cultural y siempre dependen de la utilización de recursos culturales.» Con el avance de la inteligencia artificial, que en los últimos años ha pasado a ser inteligencia real ya que la computadora aprende (v.g. los avances en ajedrez que tuvo el programa AlphaZero jugando contra sí mismo), ¿sólo el ser humano genera cultura o también las computadoras? Si ese es el caso, entonces el computacionalismo podría tener una vertiente de pensamiento creativo y no sólo memorístico. Sin embargo, existe un polémico programa de selección de personal de la empresa Amazon que demuestra que las inteligencias reales computacionales heredan prejuicios y vicios modernos: ¿acaso no sucede así con los estudiantes cuando comunicamos conocimiento? Por otro lado, el culturalismo tiene un problema. Paul Feyerabend, filósofo de la ciencia, plantea que quiénes decide qué es cultura o no, son académicos que se relacionan con la clase en el poder: ¿la utilidad del conocimiento que enseñamos en las escuelas para quién servirá: para la comunidad o la clase en el poder?
Cuestionar y actuar en consecuencia al tomar una decisión sobre cómo funciona la mente, son parte de las acciones que un docente realiza al trabajar en aula: «La mente igualada al poder de asociación y formación de hábitos privilegia el «injerto» como la verdadera pedagogía, mientras que la mente tomada como la capacidad para la reflexión y el discurso sobre la naturaleza de las verdades necesarias favorece el diálogo socrático», dice Bruner. Imponer conocimiento o propiciar el diálogo para su construcción, esa es la cuestión.