Por: Mikaelah Drullard. 08/11/2024
¿El feminismo blanco punitivo está abusando del escrache? Mikaelah Drullard reflexiona al respecto ¿Qué hacemos con el vaciado o banalización de los significados de violencias y abuso, el uso mañoso del feminismo para ser punitivas y buscar la cancelación del otro por no haber estado de acuerdo en algo, por haber tenido un conflicto o haberle roto el corazón a alguien?
Leí un tweet hace un par de meses que pedía cárcel y tipificar en el Código Penal “los buenos días con tono lascivo”. Me sorprendí muchísimo, porque esto se traduce básicamente en convertir ese específico buenos días en un delito. Es decir, enfrentar esa expresión, quizás de machismo, con punitivismo.
No todo es delito y no tiene porqué serlo. En nuestras democracias deficitarias donde la impunidad define en muchos contextos el quehacer de la justicia, y donde incluso los casos de violación sexual o tentativa de femincidio, de las expresiones de violencia más graves, resulta complejo de comprobar derivado de la ausencia de estructuras que garanticen el material probatorio, resulta entonces un depropósito por su equiparación como delito de un “buenos días con todo lascivo”. Recordemos que todo delito debe tener elementos de comprobación, ya que el delito es el acto u acción que es contrario a la ley, siempre tiene una carga de pena o castigo para quien lo comete, por lo que si vamos a castigar a alguien por un buenos días con tono lascivo, me preguntaba, ¿cómo se comprobaría esto?, ¿cómo definiría el grado de lascividad de ese tono?, ¿qué razones se argumentarían para explicar el daño que provocaría ese buenos días lascivo en la presunta víctima?, ¿cómo se repararía?, pero sobre todo me preguntaba que viviendo en un contexto de profundo racismo, desigualdad y de dueñidad, donde hay de sujetos a sujetos, ¿qué tipos de hombres términarían encarcelados, o al menos procesados, por este delito feminista que de materializarse sería un “logro” de la colonialidad del feminismo, especificamente de su rama punitiva y pro-cárcel? Porque sí, existe un feminismo pro-Estado, institucional, punitivo y pro-cárcel. También me pregunta si se aplicaría a las mujeres que sabrosean y comentan los cuerpos de hombres y otras mujeres en la calle, o solo aplicaría para varones.
Empecemos precisando la urgencia de abandonar la idea que romantiza el feminismo/feminismos. Así como hay otros feminismos que surgen para escupir la blanquitud y el profundo racismo que co-constituye el feminismo hegemónico que nació blanco, racista, clasista y burgués, –como lo son el feminismo decolonial, el negro, el tercermundista, algunos indígenas, etc– también hay un feminismo racista que atiende la violencia machista y de género a través del fortalecimiento de las políticas carcelarias y el uso de los aparatos del Estado. Es decir, un feminismo que no concibe justicia sin Estado y exige, directa o indirectamente, la represión del Estado que siempre afecta de manera desproporcionada a sujetos racializados, empobrecidos, desclasados y en menor escala de privilegios.
Aura Cumes habla de colonialismo jurídico cuando solo se reconoce como legítima la justicia del Estado, y se demonizan otras formas de justicia fugadas de la colonialidad carcelaria. El feminismo punitivo no concibe que existan otras formas y alternativas de justicia. Sus promotoras, feministas blancas/blanqueadas punitivas, al concebirse como las más liberadas y tener como meta evangelizadora liberar a otras mujeres, borran y desplazan otras formas de justicia que no se reconocen en el andamiaje estatal y no hacen uso de las herramientas penales del amo. Es un feminismo que, al tener unos permanentes lentes violetas, deja de ver muchas cosas, porque tiene una mirada centrada en el cis-binario-género, ignorando las lógicas racistas y clasistas en las que se asienta el sistema de justicia penal-carcelario, y porque muchas veces, en su intento de enfrentar la violencia machista, termina reproduciendo una lectura racista del mundo, ya que al olvidar las bases racistas y clasistas en que se funda la justicia penal, construye marcos jurídicos normativos que dañan injustamente a personas racializadas.
Esto va de la mano de una lectura binaria que no ve las violencias machistas y patriarcales intersecadas con otros sistemas de opresión, por lo que incurren en entender el machismo y la violencia de género como un asunto “víctima y victimario” en sentido totalizador y esencialista, donde los hombres por serlo son victimarios- enemigos naturales de todas las mujeres, y las mujeres víctimas, incapaces de reproducir relaciones de poder. No olvidemos que en este tipo de feminismo la mujer es universal y el hombre también, todas experimentan la misma opresión y todos ellos son opresores por naturaleza. O, mejor dicho, por la naturalización de sus diferencias, unas son víctimas y los otros opresores en potencia. Por todo esto, deja de lado las multiplicidad de relaciones de subjetividad, demonizando toda forma de masculinidad e ignorando los contextos específicos y las localizaciones intersecadas por la raza, la clase, la sexualidad y el régimen CISheterosexista, en el que se construyen, subjetiva e interactúan los cuerpos en su pluralidad de hombres y mujeres. Por eso se le hace fácil pedir la inclusión de un delito más en el código penal “en el nombre de los derechos de las mujeres” para tipificar el “buenos días con tono lascivo” ignorando, sin querer-queriendo, el tipo de sujetos que terminan, sin derecho a juicio y sin presunción de inocencia en contextos como el mexicano, donde el 40% de la población encarcelada no tiene sentencia.
Rita Laura Segato en un ensayo titulado El color de la cárcel en América latina: apuntes sobre la colonialidad de la justicia en un continente en desconstrucción (2007). Habla sobre cómo los sistemas penales y de justicia de la región afectan desproporcionadamente a las personas no blancas. En resumen dice que hay color en las cárceles, puede ser que no se nombren negras o indígenas, adscritas a una comunidad, son gentes racializadas no blancas. Segato afirma que “la racialización de las personas encarceladas se encuentra tan naturalizada que las agencias y los organismos públicos no se han percatado de la necesidad de nombrar ese hecho y adjudicarle categorías que permitan su mensurabilidad y su inscripción en el discurso”. Esta situación demuestra que el racismo es una clase columna vertebral y un elemento fundante de las estructuras que mal llamamos sistemas de justicia, que nacieron racistas, por lo que cualquier feminismo que quiera meter otra figura delictiva al código penal, sabiendo que la ley no necesariamente es igual a legitimidad o a justicia -pensemos en la legalidad y aceptabilidad moral de la esclavitud o la discriminación legal de las mujeres, personas con discapacidad, VIH etc- debe considerar que el uso de lo penal se traduce en el fortalecimiento de la prisión y en consecuencia en la afectación desproporcionada de personas (varones en su mayoría) racializadas encarceladas. Segato afirma que “es del orden racial de donde emana el orden carcelario, pero éste lo retroalimenta. Y el orden racial es el orden colonial”. Esta afirmación es la tesis ya demostrada de la que, durante décadas, viene hablando Angela Davis cuando se refiere a la necesidad de abolir las prisiones por considerarlas una una estructura racista y sostenida por el capitalismo racial. Teniendo esto en cuenta es necesario saber que cuando vemos a una morra feminista llamando acoso a un “buenos dias con tono lascivo” y enarbolando como proyecto politico la tipificación de este tipo de expresiones, estamos frente a un feminismo blanco, sin piso politico, desconocedor de la realidad colonial de la región, y profundamente racista y clasista.
El sociólogo Loïc Wacquant, habla de justicia selectiva y de cómo en sociedades como la estadounidense se usa la perfilación racial para encarcelar a personas (negras, latinas, racializadas, pobres), como una solución a problemas sociales. Pero la realidad es que esta “selectividad” está dirigida, a través de una mirada que ve el cuerpo-racializado como “criminal”, siempre a un cuerpo no blanco, por lo que estamos frente al problema constitutivo del racismo de muchas de nuestras sociedades. En el libro Las Cárceles de la Miseria (2004), Wacquant demuestra cómo el racismo y la selectividad de personas racializadas, gente negra y pobre, cimenta la estructura institucional de “justicia” y las prácticas policiales, es decir, la discriminación y el racismo lleva al encarcelamiento de cierto de tipo de personas no blancas. Este argumento me lleva a pensar en torno a cómo el feminismo punitivo hace un uso racista del aparato judicial, cuando en el nombre de la perspectiva de género y la protección de las mujeres, pone en ejercicio una mirada feminista selectiva, que ve el acoso o la violencia solo cuando el deseo es manifestado por hombres no blancos y de clase social baja, me refiero a una clase de punitivismo feminista racista, que cataloga como acoso (delito) prácticas, algunas machistas, solo cuando son realizadas por hombres racializados y con marcadores de clase precarios en el capital.
Hace unos días participaba de una conversación, donde una mujer joven, colega de una amiga, manifestaba su desagrado, con comentarios racistas y clasistas, refiriéndose como “naco” a un hombre joven en un bar del Centro Histórico de la Ciudad de México, que le invitó un azulito (una bebida alcohólica de bajo costo) como forma de acercamiento a ella. Esta mujer rechazó el trago y hasta ahí quedó el asunto. Ya en la conversación con nosotras, se refirió a este hecho como acoso, cuestionando el hecho de que “estos hombres qué deben imaginar para pensar que podrían salir conmigo invitándome un azulito”. Lo complicado de toda esta situación es que, en la misma conversación, casi todas las mujeres del grupo le dieron una valoración positiva a la invitación de un hombre a esa misma mujer a compartir una mesa y la invitación de un trago en una sala VIP de un aeropuerto en México. Si hacemos un ejercicio de sinceridad radical, parece que la selectividad racista ve acoso cuando viene de un cuerpo obrero, racializado, empobrecido y cortejo-caballerosidad-atención cuando se trata de hombres cis blancos con privilegios de clase. Estoy segura que ambos tipos pueden reproducir machismos y violencias patriarcales, sin embargo, reciben miradas diferencias marcadas por la clase y la raza. ¿Por qué el “hola, buenos días, cómo estás bonita, dame tu número de teléfono..” se ve (sigamos pensando en la acción verbal de la mirada selectiva de la feminista blanca/blanqueada) como violencia de género o acoso cuando lo pronuncia el sujeto propio de espacios callejeros como el albañil, el vendedor de trastes viejos del barrio, el obrero, el que atiende la tienda…y el mismo acto de “hola, bonita tarde, me puedo sentar, cómo te llamas, me das tu número..” se aprecia dentro de los valores de la respetabilidad y el cortejo cuando lo hace un hombre blanco y en mayores escalas de privilegio de clase? La respuesta obvia es por el racismo que permea esa mirada feminista punitiva, que sigue predicando el mito del hombre violador negro sobre las masculinidades racializadas y empobrecidas. Y la otra respuesta es el rol estratégico que juegan estas mujeres racistas y clasistas, muchas de ellas creyentes de un feminismo punitivo que cataloga como delito y acoso callejero a un “buenos días con tono lascivo”, mientras reciben con buena mirada, es decir, una mirada que ve clase y blanquitud, el acercamiento de hombres blancos con plata. La mirada selectiva de injusticia feminista aquí es el futuro negado que cargan los cuerpos de hombres y mujeres negras racializadas y empobrecidas. Ahí no hay futuro, ahí no hay matrimonio, ahí no hay familia, eso se garantiza con el man blanco y de dinero. Por lo que me atrevo a pensar aquí con ustedes, retomando a Wacquant, que existe una selectividad injusta-punitiva sostenida en el racismo y el clasismo, que criminaliza a varones pobres y valora en su blanquitud y clase a los otros hombres en mayúsculas.
Ustedes me podrían responder, que quizás las morras racializadas de las calles que usan el metro como medio de transporte, no andan en esas salas VIP, y por lo tanto los hombres que le dicen el “buenos días con todo lascivo” son de su misma clase, entonces me preguntaría qué tan racistas somos como morras, que enfrentamos los machismos o las incomodidades en muchos casos, ensanchando el aparato penal racista, contra nuestra propia clase y raza. No digo que neguemos las experiencia de machismo, sino que cuestionemos por qué creamos “delitos para pobres prietos”, es decir, para hombres desclasados – racializados que no aplican ni aplicarán para los blancos en mayores escalas de poder. En esta misma sintonía, escuché hace unos días que el acto de que un hombre te pida tu número de teléfono en la calle también es acoso y pensaba que, actualmente, nuestros afectos y formas de vincularnos y conocer gente están secuestrados por las apps creadas para estos fines, donde es normal pedir el número, otras forma de contacto, y donde muchas veces accedemos o simplemente les decimos sigamos platicando por aquí un rato más, en lo que se profundiza la conexión o simplemente se acaba. Es cierto que ahí entramos con esa voluntad manifiesta, pero también es cierto que cuando caminamos en la calle o estamos en un bar con unas amigas, estamos en un espacio abierto para recibir un hola y también para el rechazo de nuestra parte.
¿Acaso ya no se puede caminar por la calle o estar en un espacio y acercarse con respeto, amabilidad y presentarte o pedir una forma de contacto, motivadas por el hecho tan sencillo de que nos gustó esa persona, y que bien estamos en la libertad de acceder o no? ¿Ahora estas formas de relacionamientos están limitadas a lo digital, porque estamos en una clase de capitalismo del ligue, de los afectos, del romance? Me parece una sobredimensión del feminismo punitivo creer que el acto de que alguien pida un número en la calle es acoso sexual. Eso es peligroso, no solo porque banaliza el significado de la violencia, sino porque sobredimensiona o disminuyen, lo que es verdaderamente acoso sexual, el hecho de que alguien agreda nuestra integridad fisica, nos insulte o nos toque sin consentimiento. Si recibimos una agresión posterior a la negación de proporcionar nuestro número entonces sí estamos ante una caso de violencia, pero que un man nos diga hola en la calle y nos pida el número, no es más que un acercamiento por el simple hecho de que nos quiere conocer. Llamarle a eso acoso bajo el tipo penal “acoso callejero” es otra expresión de la mirada punitiva de cierto feminismo blanco.
Esta mirada punitiva selectiva del feminismo blanco, también tiene otra cara que es la sororidad selectiva. Un error de conceptualización del concepto de sororidad es que es definido como pacto entre mujeres, siendo el único unificador de de esta unidad el género-cis, la cissexualidad, existiendo sororidades entre las mujeres en mayúscula y sin apellidos, soportándose lealtades entre blancas y ubicadas en mayores escalas de privilegios, afianzándose racistas y clasistas cuando, en el nombre de la seguridad de las mujeres blancas, exigen mayor securitización de las calles, mayor presencia policial y, en consencencia, más leyes y más prisiones. Porque no hay policía sin criminalización racial.
Aquí vemos un límite claro de su sororidad global. Es “sorora” con la negra, pero no con la comunidad de la negra. La verdad es que no lo son ni con las negras, ni con las putas, ni con la travestis porque las leyes, el aumento de delitos, de más presencia policial y más prisiones, que se traducen en más seguridad para las blancas/blanqueadas, siempre afecta desproporcionadamente a los varones, juventudes y mujeres más subalternizadas. Muchas de estas feministas punitivas, ante la crítica a su positivismo jurídico y la exigencia de tener una mirada imbricada que vea clase, raza, sexualidad, barrialidad, ubicación geográfica etc, se aferrarán al mantra universalizador propio del feminismo blanco que lee el patriarcado de manera universal y pone a todos los cuerpos leídos como “hombres” como iguales, “agresores naturales de las mujeres”. El albañil o el tipo negro recolector de basura no es igual al acádemico e investigador blanco que acosa a sus alumnas/nos en la universidad. Desde una posicionalidad de poder asimétrica, el acosador Boaventura de Sousa Santos, que secuestra temporalmente a una mujer mapuche, Moira Millán, dejándola sin comida y pasaje en la noche en una ciudad europea con la promesa de tener una conversación profesional que resulta en una coartada para acosarla y arrinconarla para tener relaciones sexuales, y acosa a mujeres estudiantes sistemáticamente como resultado de su posición de poder en la academia y en el aula, no merece el mismo tratamiento que las expresiones, muchas veces machistas quizás, que se dan en las calles, que se nombran como “miradas y buenos días lascivos”.
Hay una colonialidad feminista que entiende la justicia solo en el aparato estatal. Esto hace que sea un feminismo racista, ya que sabemos que las cárceles tienen color y que son una clase de prolongación de la plantación que afecta directa y especialmente a sujetos racializados. Una de las herramientas históricas del feminismo blanco siempre ha sido la exigencia de más derecho penal para proteger a las mujeres, todo esto a pesar de que feministas negras sabían y habían advertido que la prolongación de penas, el uso de la ley y petición de más prisiones no les benefician, sino que profundizan el supremacismo blanco y el racismo que sufren específicamente las comunidades negras/racializadas y barrializadas. En América Latina se ha apostado por ensanchar los códigos penales y crear legislaciones, con perspectiva de género pero sin enfoque imbricado de raza, clase y otras formas de opresión que construyen relaciones subjetivas específicas en la modernidad, el capitalismo y la colonialidad del poder (A. Quijano), como han dicho mucho las feministas negras, tercermundistas y decoloniales. Es decir, no se ha apostado por ver otras justicias.
A pesar de la vertiginosa radicación de proyectos de leyes feministas (blancas) que se lee en las redes, medios de comunicación y por cierto movimiento feminista latinoamericano blanco/blanqueado con una agenda hegemónica que no habla de Haití, ni de las esterilizaciones forzadas de mujeres negras/racializadas/indígenas, ni de Palestina, creyendo que el racismo/colonialismos que sufren estas comunidades no es un tema no propio de la agenda feminista. Esta apuesta punitiva sólo considera el género porque se sigue viendo separado de otras formas de violencias que están estrechamente vinculadas a la construcción y posición racializada de muchas personas. Desde mi punto de vista, esta mirada departamentalizada provoca que se crea, desde cierto feminismo blanco, que tipificando más y más delitos y poniendo todas las formas de violencias y manifestaciones machistas en el mismo cesto (feminicidio / “buenos días con tono lascivo”) se resuelve el problema patriarcal de las violencias contra las mujeres. Así, dejan de ver el carácter colonial de las relaciones de género como una producción subjetiva que se enmarca en relaciones patriarcales, androcéntricas y masculinistas-blancas como parte de la herencia colonial, comprendiendo que muchas feministas blancas se burlan de que efectivamente no todos los hombres son iguales, así como tampoco lo son las mujeres. Quizás las alternativas de afrontamiento no están en el Estado y en sus leyes, que nunca nos harán estar más segurxs, como dice Dean Spade, sino que, a mi modo de ver, nos distraen de las verdaderas formas de afrontar los problemas.
¿Por qué teniendo más leyes y códigos penales, la violencia de género y feminicida sigue en constante aumento? Si la ley es una forma de justicia, ¿dónde está la justicia resultado de estas legislaciones en nuestros contextos? Si tener leyes es una forma de enfrentar la violencia de género, ¿por qué los niveles de violencia de género en sus múltiples expresiones no han disminuido? ¿Por qué América Latina sigue siendo una de las regiones más feminicidas del mundo?
La justicia en el Estado es una ilusión, es un artilugio que nos distrae de ver las verdaderas causas y nos impide ver las otras formas no colonizadas jurídicamente por el Estado para ver de otro modo las situaciones de violencia que experimentamos. Esta ilusión es evidente con el tema de la desaparición de personas en México. Por un lado nos dice que construyamos una ley contra la desaparición de personas en México (2017), y pasamos de un poco más de 30 mil personas desaparecidas en 2017 a más de 107 mil en 2023. Aunque es cierto que la habilitación de un registro oficial posibilita canales para un mayor número de denuncias, es cierto también que las desapariciones no han aminorado y sigue siendo un fenómeno generalizado en México.
Este mismo ejercicio lo podemos hacer con la ley general de acceso a las mujeres a una vida libre de violencia (2007). Y podemos repetirlo con otras leyes, y el resultado será el mismo: ellas no nos salvarán. Por lo que el legalismo, otras veces el punitivismo y el aparato legal-institucional en su conjunto, a mi modo de ver, viene siendo una estrategia más calculada en el Estado para que no veamos que el Estado en sí mismo es parte fundamental del problema de las violencias de género (que, vale recalcar, nunca son solo de género, como piensan las feministas blancas). Con esto no digo que esté mal que haya un instrumento que condene la violencia y declare vidas libres de violencias, lo que critico es la mirada estatista de las legalistas que solo ven justicia con Estado, ejerciendo colonialismo jurídico consciente o inocentemente ante otras formas de justicia, y la vertiente punitiva y racista que resuelve todo con más cárcel. Por esto, la apuesta constante de buscar justicia a través de la construcción de marcos legales estatales es una de las principales formas en que el feminismo blanco se mantiene vigente. Haciendo proyectos para la Cooperación Internacional a través de representaciones públicas y ONG’s blancas, insisten en hacer incidencia para promover un marco legal que proteja a las mujeres, convirtiéndose muchas de estas feministas blancas, instaladas en ONG’s, en expertas administradoras de la violencia de género a través de soluciones legales que sólo funcionan en papel y no se traducen en cambios en las vidas de las personas y de los contextos.
El punitivismo feminista no sólo se limita a esta dimensión institucionalizada, de la construcción de la ley dentro de los aparatos de Estado, sino que tiene otras manifestaciones que me parecen incluso más preocupantes porque, ante la menor crítica, las feministas blancas/blanquedas utilizan la carta confiable de “misoginia” para des-escuchar y no cuestionar las relaciones de poder y las violencias que conciente o inconcientemente están reproduciendo, haciendo que su feminismo imparta justicia, pero dentro de la colonialidad. Una de esas manifestaciones es el racismo feminista y el colonialismo juridico que ejercen ante procesos organizativos que gestionan otra justicia fuera de la colonialidad penal del Estado; para las feministas blancas será con cárcel o no será.
Sobre esta primera manifestación ya he adelantado algunas cosas desde el inicio de esta opinión. Vale la pena enfatizar que hay un feminismo que es el más escuchado, menos radical por su institucionalidad, que apuesta a consolidar los aparatos represivos del Estado, como sucedió en Colombia de parte de una iniciativa feminista que pedía un cuerpo de élite de mujeres en la policia con perspectiva de género. Es decir, mientras otras miradas comunitarias y decoloniales buscan la abolición de la policía por su constitución racista y por su rol histórico en la represión de movimientos sociales, afros e indígenas, hay feministas estatistas, legalistas e institucionales, que buscan que las mujeres cis formen parte de él y que ese aparato de violencia tenga mirada de “mujer”. Lo sé, parece una telenovela. Esto no se limita a Colombia, podemos encontrar muchos otros ejemplos de ONGs y organizaciones de derechos humanos liberales, que buscan impregnar la perspectiva de género no solo en leyes que administran la violencia, distrayéndonos del problema, sino en las instituciones represivas de los gobiernos latinoamericanos, siendo otro ejemplo el ejército de mujeres policías que usó en su gestión como jefa de gobierno de CDMX Claudia Sheinbaum para reprimir justamente protestas indígenas y feministas en la Ciudad de México, encapsulamientos, gases y golpes, pero ahora con perspectiva feminista. Estos casos de uso del aparato policial y legislativo se fortalecen con el uso del colonialismo jurídico de parte de feministas legalistas y punitivas.
Karina Bidaseca, en el texto: Mujeres blancas buscando salvar a mujeres color café: desigualdad, colonialismo jurídico y feminismo postcolonial. muestra como ejemplo del colonialismo jurídico de feministas blancas la usurpación o silenciamiento de las voces de mujeres racializadas de la comunidad ante el fallo de una Corte y el tratamiento del caso de un hombre wichí, acusado de haber violado a la hija de su concubina. Sobre este punto podemos decir que hay mujeres feministas institucionales y pro cárcel, pro pena en el Estado, cuyo único horizonte de justicia es el punitivismo de Estado, por lo que se sienten con la autoridad -colonialidad del saber (Lander) voz de la ama civilizada liberada en comparación con los calibanes del mundo- de hablar por otras, callar a otras y colonizar con sus narrativas de justicia punitiva a comunidades que tienen formas otras de reparar y buscar justicia.
Otra manifestación es el devenir sectario apoyado por el #YoTeCreo a secas, cuando no admite diálogo, conversación, asumiendo la culpabilidad inmediata. A los ojos de este feminismo blanco-punitivo y esencialista que funciona en lógica binaria de guerra de los sexos, todo cuerpo con pene es un violador en potencia (tufo a transfobia), en consecuencia por sororidad “no escucho y no veo”, anulando todo principio de justicia que puede haber en la atención y reparación de un problema o presunta violencia. Y otra manifestación es el mal uso del escrache como expresión de punitivismo y forma de castigo social del otro. El objetivo aquí no es reparar, que siempre implica la no repetición, resarcir, restituir en la medida de lo posible.
El escrache fue un estrategia colectiva de exigencia de justicia en contextos de impunidad post dictaduras, donde figuras políticas inalcanzables por la justicia, responsables del cometimiento de graves violaciones derechos humanos, recibían el reclamo de activistas que hacían manifestaciones públicas frente a sus casas o instituciones públicas, denunciando la lista de crímenes cometidos y no atendidos por la justicia. Ante la realidad dada por las asimetrías del poder entre las víctimas de graves violaciones, muchas de ellas desaparecidas, torturadas, asesinadas (como ocurrió, por ejemplo, durante la dictadura Argentina), representadas por familiares y amistades, escracheaban lo que ya todo mundo sabía.
No niego la legitimidad del escrache, sino que cuestiono su mal uso en algunos contextos de redes y espacios sociales de activismo. El escrache sigue siendo esa acción popular, es una forma de protesta social, de una acción directa de gente que se organiza para enlistar públicamente los crímenes cometidos por personas e instituciones a quienes la impunidad les protege y la justicia no alcanza. La acción tiene su origen en el sur del continente americano, pero su uso ya es propio de otros contextos y regímenes de gobierno como en Nicaragua, Venezuela, Ecuador, Perú, Colombia. Su uso siempre se suscribe a la situación de denunciar las graves violaciones cometidas por el poder y negadas por el mismo poder formal derivado de la impunidad y el negacionismo. El escrache es una protesta de connotación pública y espacial. De hecho podría decir que la denuncia y la instalación de campamentos públicos como protesta de parte de estudiantes universitarios en universidades estadounidenses que piden la libertad de Palestina y denuncian los crímenes cometidos por el Estado de Israel son una acción de escrache, ya que denuncian los vínculos de las autoridades universitarias con el genocidio palestino. Es tal el nivel de impunidad, que incluso el crimen de lesa humanidad – genocidio- es tolerado, y patrocinado por el norte global, específicamente por EEUU y Europa occidental, ante tal nivel de colaboracionismo, solo queda la acción directa, la denuncia frente la puerta de complice. Este nivel de impunidad se puede ver en otros casos de víctimas de tortura, feminicidios, violencias de género, raciales, brutalidad policia, familiares víctimas de desaparición…Ante contextos como estos, salir (en el espacio físico y digital) rasgar, escupir y escrachar es una forma no solo de denuncia sino de protesta social. Sin olvidar este origen político, creo que hoy existe dentro de activistas de diversas temáticas, en ciertos feminismos blancos punitivos e incluso, hasta en círculos de amistad, relaciones de parejas… un mal uso del escrache como una herramienta para manifestar un malestar o desacuerdo.
Olvidando este contexto, muchas veces nos encontramos con un punitivismo que opera a través de la figura del escrache o la funa entre iguales, no entre civiles y agentes de Estado o autoridades, pensando en agresores que derivado de su posición de poder en una sociedad racista y patriarcal ejercen múltiples modos de violencia y coacción… Por lo que se da entre mujeres, de mujeres hacia hombres, entre amigas, entre activistas…motivado por la búsqueda de la cancelación social del otro, muchas veces como una forma de venganza o por el hecho de no saber enfrentar la incomodidad, y vivir relaciones/espacios donde es posible la cohabitación con el conflicto y el desacuerdo, como algo incluso, positivo. Hay un claro mal uso del escrache que veces hasta se comprende inmediatamente como funa, que no se busca hacer un denuncia para posibilitar un espacio de justicia, sino desmoralizar al otro, en el nombre de la buena víctima.
Quiero aclarar que a mi modo de ver, escribir en la red social X que fulanito es un “violentador” no es escrache, creo que se hace mal uso de este término convenientemente, para usar la legitimidad histórica que da la opción de denunciar a criminales de Estado públicamente. Creo que una estrategia del punitivismo es mezclar y usar indistintamente los conceptos, olvidando sus orígenes, genealogías y significados. Por ejemplo la acusación en la red social X, que señala al novio como “violentador emocional” sin dar razones y buscando la ruptura de todo vínculo social con esa persona no es escrache ni denuncia. Es punitivismo y venganza, el problema de esto es que muchas veces esa situación personal (no todo lo personal es político ni colectivo) instrumentaliza discursos feministas, de violencia de género, etc. para legitimar su cancelación. El escrache se puede entender como un tipo concreto de denuncia, que tiene una connotación performativa, no actúa bajo la sospecha sino con certezas, el material que denuncia es de carácter estructural, generalmente hace uso del espacio público (no exclusivamente) y es una clase de protesta social de acción directa. Entiendo las acciones de denuncia como aquellas declaraciones que ponen en evidencia violaciones y violencias, muchas de estas de tipo racista, heterosexistas, machistas, patriarcales, etc. Las escraches y denuncias, a mi modo de ver, siempre se sostienen sobre la demostración y la certeza, nunca se acusa a alguien bajo la sospecha o falta de certeza.
Sara Ahmed en su libro ¡Denuncia! el activismo de la queja frente a la violencia institucional (2022), avizora cómo entender una denuncia sin ser feministas carcelarias. Si bien es cierto que su lectura se limita a espacios institucionales como la academia, habla sobre algo que traspasa esos lugares a la hora de hacer una denuncia, habla de racismo, abuso de poder/acoso sexual, capacitismo e islamofobia en espacios institucionales, nos cuenta sobre cómo los desequilibrios de poder, la desigualdad y la mirada de “problemáticos – aguafiestas” que se tiene sobre aquellas personas que denuncian racismo y acoso sexual, gana sobre los procesos de denuncia y que, consecuencia del arraigo de estas violencias en estos espacios, se termina protegiendo las instituciones que ejercen o protegen a agresores y se expulsa a las denunciantes. Aquí Sara Ahmed construye un archivo de casos de acoso y discriminación y cómo las estructuras niegan justicia, ante lo cual es necesario insistir en la denuncia, y cómo la denuncia, a mi modo de ver, es una forma de protesta contra el poder institucional que abre y cierra puertas y da y quita espacios como forma de castigo. Y aquí podemos ver como el punitivismo contra quienes denuncian se usa como herramienta de protección y de ocultamiento de la violencia institucional, y cómo la denuncia documentada da cuenta de ello ante el hecho de verse des-oídas derivado de la impunidad que protege a académicos inalcanzables por más que se haga una queja.
Aquí la denuncia o el escrache entendido desde su genealogía, no es un tweet en X de “fulanito me violentó emocionalmente y por lo tanto no es responsable afectivamente”, o “fulanito es una persona violenta” sin dar más contexto, apelando a la sororidad feminista y al yotecreo para solo creer a la mujer quen se declara víctima y repudiar al varón victimario, a la ex-amiga, ex-colega del colectivo…. Estamos hablando de una estructura que reproduce violencias de carácter sexual, patriarcal, racistas, capacitistas etc, donde se protege a quienes ejercen ese poder y resultado de la impunidad que blinda a esos sujetos en la institucionalidad (de gobierno, un medio, una universidad, una organización, una empresa, etc), se procede a usar como herramienta de defensa la denuncia o escrache como una manera de protesta y de búsqueda de justicia. Es decir, hay hoy unos activismos de fe y un feminismo sectario punitivo, que mal usa estos métodos de protesta social y libertad de expresión. Por eso creo que el “yotecreo sororo que dice te creo y no me importa que diga el otro, porque nunca nos han creído” es un error político y ético grave.
Existe, en algunos casos, una instrumentalización y un mal uso cada vez más común de temas feministas o sociales, para apelar al “te creo a ciegas”. He sido testigo de cómo se escala un conflicto personal o una situación de desacuerdos a la dimensión del espacio público digital, poniendo esos temas como asuntos del feminismo o de cierto activismo. Es decir, haciéndolos asuntos públicos. Por esos malos usos, es importante saber que no es escrache o denuncia. Pensemos en corazones rotos, cachos, tratamiento desigual de una situación concreta, desacuerdos políticos al interior de grupos o colectivos, silencios “prolongados” en responder mensajes que luego son caracterizados como gaslighting, sin considerar que esto pasa por temas de clase, raza, inteligencia emocional e incluso hasta discapacidad. Esto es más común de lo que pensamos, a veces por rupturas de amistad, rompimientos que no tienen nada que ver con acoso, abuso, maltrato, violencia si no por desacuerdos en formas de comunicación, intereses o carácteres, se pone en marcha una funa silenciosa de boca en boca, que hace un asunto personal, un tema colectivo, con esto hay una intención: cancelar a alguien de ciertos espacios de participación, esto muchas veces en el nombre del feminismo, el antirracismo, de la camaradería activista, muchas veces se le llama escrache, pero no lo es. En en este tiempo de la funa en redes y la superioridad moral donde, derivado del auge del #metoo se instrumentaliza cierta moral feminista para vehiculizar culpas en nombre de a sororidad, cuando en muchos de estos casos no son denuncias publicas por violencias que se sostienen, por tratarse de acciones heterosexistas, machistas, patriarcales o racistas incluso. Definitivamente no todo lo personal es político, no todos los temas personales, los corazones rotos o la cortada por whats del novio, por más culero que sea, se escala al espacio público digital con el pretexto de tratarse de un tema de abuso emocional, cuando sabemos, como dice Sarah Schulman, “que el conflicto no es abuso”.
Schulman dice que en este contexto de la cancelación hay una clase de la “sobredimensión del daño cuando comienza, en su etapa previa como conflicto”, y dentro de esta moral feminista punitiva de redes que funa, mal-escracha y cancela, hemos visto cómo se instrumentaliza el feminismo acudiendo a la sororidad y al #yotecreo para sobredimensionar situaciones y conflictos que son personales y no de la colectividad de redes. Con esto se busca la funa, se busca apartar socialmente y desacreditar a alguien, buscando romper su credibilidad y sus valoraciones sociales/morales, y eso es cruel y manipulador por varias razones: por punitivo, por mal usar el escrache como una forma de castigo sabiendo que no se trata de una forma de violencia si no de una interpretación personal que nos pone incómodas y no sabemos cómo lidiar, gestionarla, ni afrontar sin buscar castigo por medio de la funa.
¿Qué hacemos con el vaciado o banalización de los significados de violencias y abuso, el uso mañoso del feminismo para ser punitivas y buscar la cancelación del otro por no haber estado de acuerdo en algo, por haber tenido un conflicto o haberle roto el corazón a alguien? El punto aquí es que cuando vemos a la compañera feminista acusar a la expareja de “violentador emocional”, cuando no ha habido abuso o violencia, sino desencuentros, desinterés y conflicto, apelando al apoyo de sus redes feministas para que la contengan en el espacio digital mientras maldicen y señalan como agresor al sujeto acusado, estamos frente a un ejemplo de los malos usos de la denuncia y del feminismo punitivo no institucional.
Por otro lado, la denuncia, que opera en múltiples formatos, tanto en espacios digitales e institucionales, a diferencia del mal uso del escrache que básicamente es funar a alguien bajo el abrigo de la cultura de la cancelación, que dicho sea de paso la cancel culture es una herencia de los antiderechos y los grupos racistas para anular las voces de activistas negrxs que denunciaban violencias racistas, etc. Por lo que denunciar trae un carga política antisistémica y generalmente contra las estructuras de poder, es una forma concreta de visibilizar y hacer pública una situación que causa violencia y no solo malestar. Es denuncia, y no cancelación ni mal uso del escrache, cuando tenemos certezas sobre el cometimiento de violencias y que no se trata de conflictos, si no de abusos, y usamos nuestros espacios de escritura, digitales o físicos, para visibilizar esas agresiones. Por eso es que diferencio la funa/el mal uso del escrache y la denuncia pública. Entiendo la funa como una sinónimo de cancelación, y el escrache y la denuncia como procesos abiertos y manifestaciones de demanda de justicia ante expresiones de violencia. Para muchos casos en que grupos feministas han señalado a empresarios, profesores y políticos abusadores, incluso hasta con investigaciones periodísticas detrás, no es cancelación, es denuncia y dependiendo el contexto puede ser escrache.
Es por esto que entiendo que hay un mal uso del escrache como una forma de cancelación, es decir, cancelaciones o funas camufladas en las figuras de escrache. La funa en redes – también funciona en secreto, como chisme de boca en boca – que no es lo mismo a una denuncia pública como ya precisé, pueden ser ejercicios victimistas y tramposos. Por lo que la funa opera a través de la manipulación y la presentación de una única y sola verdad, que al presentarla invalida cualquier otra lectura del conflicto, porque hacer preguntas e indagar se traduce automáticamente en un “poner en duda la palabra de la víctima”. En casos de escraches feministas, con el objetivo de saber que no se trata de una funa o de no caer en su malos usos, quien indaga o pregunta se convierte en mala feminista, en una persona misógina que revictimiza, gracias al pacto sororo del yotecreo, propio del feminismo blanco punitivo.
¡Merecemos espacios éticos que medien nuestras conversaciones incómodas y denuncias, parte de esta ética no es reproducir el aparato penal del juicio en nuestras comunidades, sino construir valores comunes y una ética compartida que posibilite el diálogo, la protección de nuestras vidas y la justicia!
Dicho esto, es urgente entender qué es violencia y qué efecto tiene en nuestras vidas. No todo es violencia. Esos buenos días con tono lascivo nos puede molestar, seguro que es una manifestación machista, que se deriva de una estructura colonial y patriarcal, estamos en derecho de repeler…pero no es equiparable a la tipificación en el Código Penal como si de un feminicidio se tratara. Tanto el punitivismo jurídico que todo lo quiere meter en una ley, como la anulación, operan borrando los significados de la violencia, y con ello, irresponsablemente, banalizando una palabra con una carga importante. Como no todo es violencia, no todo es acoso. Hay que diferenciar el acoso que tiene un carácter reiterado, sistémico, relaciones asimétricas de poder involucradas, no es un delito, quizás es una de las expresiones de machismo, pero no acoso, no es abuso. Esto significa un llamado a ser justas y complejas en nuestros análisis, porque eso permitirá que así de justos y restaurativos sean nuestros procesos de denuncias
El mal uso del escrache y la denuncia es un error político y estratégico, ya que es una herramienta valiosa para hacer uso legítimo de la violencia y de la voz negada a través del testimonio y la experiencia. El uso instrumental del feminismo punitivo de estas herramientas para capturarlas e interpretarlas solo a través del Estado y el codigo penal es una forma de colonialismo feminista. Y cuando fuera de las instituciones hacemos mal usos de estas herramientas en clave de funa y cancelación, somos una expresión más del aparato punitivo estatal-policial que muchas veces llevamos dentro.
La reflexión se nos hizo larga, pero les invito a que sea está una introducción para pensar sobre las alternativas de justicia fuera del Estado y reflexionar sobre usos éticos de la denuncia y el escrache en nuestros procesos colectivos de justicia no estatal. Les propongo una fuga, cimarronear el CIStema de justicia penal y carcelario propio de la colonialidad del Estado, y vernos a la cara para resolver y tener una conversación radicalmente sincera.
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Fotografía: Volcanicas. Isabella Londoño