Por: Martha A. Tudón M. 26/04/2025
Considerar nuestro contexto político, económico y social será crucial para que este nuevo marco regulatorio funcione realmente y beneficie a las personas de nuestro país.
Nuestros celulares están habitados por un número muy reducido de empresas de las que dependemos para comunicarnos, informarnos, expresarnos y organizarnos -como Meta, (propietaria de Facebook, Instagram y WhatsApp), Alphabet (propietaria de Google y YouTube), TikTok y X, por mencionar las principales-.
Estas empresas, naturalmente, se gestionan con ánimos de lucro. Sostienen su operación a través de la venta de pautas publicitarias en una economía que busca conocer a quienes navegan sus espacios y atrapar su interés, al mismo tiempo en que recopilan y venden sus datos personales para distintos fines. Y como su modelo de negocios depende de conseguir la interacción y presencia sostenida de las personas usuarias, las empresas privilegian mostrar contenidos situados en extremos políticos o que provocan reacciones emocionales que captan rápidamente la atención, en lugar de acercar a las personas a aquellos contenidos de espectros distintos que muestren la diversidad y pluralidad de perspectivas y percepciones sobre temas de interés individuales y colectivos.
Es decir, abruman a las personas usuarias con contenidos que fomentan el uso masivo y, a menudo, hasta compulsivo de las redes sociales, en lugar de mostrar con el mismo nivel de esmero contenidos que puedan enriquecer nuestras cosmovisiones. Es así como dichas empresas consolidan un gran poder de decisión sobre los términos en los que ejercemos nuestra libertad de expresión y derecho a la privacidad en el entorno digital.
Y mientras que se priorizan y censuran contenidos de forma arbitraria, inconsistente e incompatible con estándares de derechos digitales, que se suspenden y bloquean cuentas o perfiles que están teniendo un uso perfectamente legítimo de los espacios digitales, y que se extraen, comparten o venden datos personales, realmente no tenemos forma de castigar estas actitudes, ni mucho menos de poder impugnar o negociar los términos y condiciones a los que estamos sujetos.
En un mercado de competencia económica funcional, las personas consumidoras -es decir, las personas usuarias para este caso- deberían tener la capacidad de alejarse de estos comportamientos vagos y abusivos y de las empresas que se aprovechan de ellas, para optar por otras alternativas en la industria que ofrezcan mejores términos y condiciones. En lo que respecta a las plataformas de redes sociales, significaría que las personas pudieran optar por habitar espacios digitales donde se proteja su expresión y privacidad.
Sin embargo, en el mercado digital -especialmente en lo que respecta de las redes sociales- esto no es una realidad. La falta actual de competencia económica implica que las empresas preponderantes o que ya consolidan un gran poder de mercado ni siquiera tengan que ganarse la preferencia de las personas usuarias para que naveguen sus espacios. A fin de cuentas, no es sencillo para las personas usuarias el tomar la decisión de abandonarlos: es ahí donde ya existen sus contactos, redes y debates de los cuales forman parte. Irse de ellos puede implicar costos sociales, laborales e, incluso, ciudadanos.
Las empresas en este ámbito actúan como oligopolio, ejerciendo un control desmedido sobre el mercado digital en sí mismo, actuando para aplastar a la competencia (otras compañías más chicas, incluso locales o que tengan modelos de negocios menos explotativos) para terminar de consolidar su dominio. Y, desafortunadamente, la falta de competencia genera altos costos para las personas, particularmente en términos de protección de sus derechos humanos.
Son por estas razones que cada vez cobra mayor relevancia el debate sobre la legislación de competencia económica, la cual puede establecer controles y contrapesos sobre el enorme poder corporativo y oligopólico al que nos enfrentamos actualmente. La competencia podría potencialmente proteger, o restablecer, la estructura competitiva del mercado: mantenerlo abierto y justo, para que las empresas puedan competir por méritos propios e innovar, y las personas consumidoras (o usuarias, en este caso) tengan opciones, lo que puede contrarrestar las relaciones de explotación que describen lo que se vive actualmente entre empresas y personas usuarias.
Si bien la legislación en esta materia no sustituye a las normas y estándares de derechos humanos, al utilizarlos conjuntamente ambos enfoques pueden empezar a desbaratar el poder de estas empresas, generar mayor rendición de cuentas y mejorar las condiciones en las que se ejercen los derechos digitales.
Actualmente, el Congreso de la Unión mexicano está próximo a discutir una nueva legislación en materia de competencia, lo que representa una oportunidad inigualable para modernizar el marco regulatorio para que haga frente a los desafíos que implican la evolución propia de las tecnologías y la apropiación de éstas en la vida de las personas, y fortalecer así la competencia en el mercado digital. Esta coyuntura brinda la posibilidad de rediseñar la autoridad de competencia económica, estableciendo atribuciones claras y una institucionalidad sólida que permitan una actuación eficaz y autónoma frente a las conductas abusivas de estas empresas, protegiendo los derechos humanos en la economía digital.
Las personas legisladoras tendrán el reto de adaptar las herramientas y conceptos regulatorios emergentes al contexto y mercado nacional. Si bien las empresas son las mismas dominantes en todo el mundo, considerar nuestro contexto político, económico y social será crucial para que este nuevo marco regulatorio funcione realmente y beneficie a las personas de nuestro país.
*Martha A. Tudón es oficial de Derechos Digitales ARTICLE 19 México y Centroamérica.
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Fotografía: Toma empleo