Por: IBEROAMÉRICA SOCIAL. 24/07/2020
Celenis Rodríguez Moreno.
Abogada con maestría en Ciencia Política en el Instituto de Altos Estudios Sociales de la Universidad Nacional de San Martín, San Martín, Argentina.
Integrante del Grupo Latinoamericano de Estudio, Formación y Acción Feminista (GLEFAS).
Activista lesbiana feminista descolonial y antirracista. Con interés en el análisis descolonial del estado y las políticas públicas.
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El feminicidio como tipo penal, así como las políticas públicas y las leyes para la prevención y sanción de la violencia contra las mujeres, ha sido el resultado del fuerte trabajo de incidencia adelantado por la tecnocracia de género, instalada en las instituciones del Estado, y por la masiva movilización activista feminista, que se ha materializado en iniciativas como la Coordinadora Ni Una Menos, tal vez la más conocida, pero no la única. Se podría decir que ambos sectores conformaron un solo frente que presionó a los estados nacionales para que diseñaran y pusieran en marcha instrumentos legales que previnieran y sancionaran las violencias y los asesinatos de las mujeres en la región. Cabe resaltar que en América Latina están 14 de los 25 países con las tasas más altas de feminicidio en el mundo y las estadísticas señalan que una mujer es asesinada cada 3 horas (ONU mujeres, 2018)
El feminicidio es definido, en los códigos penales de países como Brasil, Colombia, México, Argentina, Uruguay, Ecuador, como el asesinato de una mujer por el hecho de ser mujer y/o por su condición de género. Por su parte, la Convención interamericana para prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra la mujer (Belem do Pará), en su artículo 1, establece que: “…cualquier acción o conducta, basada en su género, que cause muerte, daño o sufrimiento físico, sexual o psicológico a la mujer, tanto en el ámbito público como en el privado…”. Como se puede leer, en ambas definiciones aparece la idea de una violencia que tiene como origen el ser mujer y/o la condición de género, es en este punto en el que quiero detenerme para reflexionar sobre los límites que tiene esta conceptualización de la violencia y del asesinato de mujeres, y el impacto que esto supone para la protección de la vida de las mujeres negras e indígenas y de las más empobrecidas, las “otras” del feminismo.
Las violencias contra las mujeres en América Latina nunca ha sido consecuencia exclusiva de la opresión patriarcal, sino que son el producto de una historia en donde se entrecruzan colonialismo, racismo y explotación económica. Esto significa que cualquier abordaje conceptual y cualquier posible solución debe tener en cuenta todos estos elementos, debe ser siempre interseccional. Sin embargo, no ha sido así. El análisis de género o el enfoque de género que usan las tecnocracias estatales, los organismos multilaterales y una parte del movimiento feminista para pensar y construir herramientas administrativas y legales suele implicar un ejercicio de reduccionismo, por el cual una gran cantidad de experiencias radicalmente diferentes terminan siendo estandarizadas, editadas, para hacerlas encajar en un modelo que se ha construido según la experiencia de violencia de la mujer blanca-mestiza/criolla, de clase media, urbana, heterosexual, cuyo principal problema es la discriminación por el hecho de ser mujer. Esto trae como consecuencia la invisibilización de las formas de violencia que viven las mujeres pobres y racializadas, las cuales son asesinadas o violentadas por su lucha por la tierra, por la defensa del medio ambiente o por habitar territorios de disputa entre carteles del narcotráfico, a lo cual se le agrega que sus asesinatos o las violencias no son responsabilidad de un hombre individualizado sino de una multinacional o una corporación, que son también expresión del patriarcado capitalista y racista.
Para ampliar esta idea me gustaría tomar como ejemplo, un caso paradigmático de feminicidio, en América Latina, como lo fue el de Ciudad Juárez, lugar en donde comenzaron a aparecer cuerpos de mujeres asesinadas, con evidentes signos de sevicia, en un contexto atravesado por los problemas del narcotráfico, explotación laboral en las maquiladoras, corrupción policial, paramilitarismo, tráfico de órganos, caravanas de migrantes y por supuesto violencia doméstica. Fue este hecho el que alertó al movimiento feminista latinoamericano sobre las dimensiones que podía tomar la violencia contra las mujeres y es este el que va a dar lugar a grandes movilizaciones y al lobby para la creación de leyes y políticas que protegieran las vidas de las mujeres. Sin embargo, en el largo camino que va desde la denuncia, pasando por el análisis, y hasta llegar a la expedición de leyes o políticas, el problema se redujo a una sola dimensión, la de género. Es decir, un problema en donde se interseccionan la explotación capitalista, el racismo y el sexismo, solo va a ser analizado y atendido por el estado desde un solo eje, el género.
Cuando los colectivos de mujeres negras, trans o lesbianas han llamado la atención sobre este problema, la solución ha sido hacer un acápite, en esas leyes y políticas, que incluya a las mujeres negras, mujeres indígenas, mujeres trans y lesbianas. En lo que sería una sesgada comprensión de la interseccionalidad, ya que supone que hay una opresión que es más determinante para “todas” las mujeres, el género, mientras que la clase, la raza y la sexualidad serían diferencias menores y no ejes que definen la experiencia de opresión. Para una mujer negra, en un contexto racista, la raza no es una mera diferencia, sino un elemento central con respecto a cualquier tipo de violencia que enfrente. Al respecto, las metodologías interseccionales señalan que, para determinar el mayor o menor impacto de un eje de opresión sobre la vida de las mujeres habría que hacer un análisis histórico, contextual, que permita comprender el entretejido que crean las relaciones de poder y sus consecuentes expresiones de violencia.
Para cerrar, quiero señalar que la crítica a las categorías con las que se elaboran los instrumentos legales y con los cuales se pretende hacer frente a las violencias y asesinatos de mujeres no es un mero ejercicio intelectual, sino un cuestionamiento a la racionalidad de la acción política feminista y sus consecuencias para la vida material de las mujeres. Actualmente la región está en llamas, narcotráfico, migración, desplazamiento forzado, asesinatos selectivos, lucha por la tierra, desforestación, megaminería, todo esto está poniendo en peligro la vida de las mujeres racializadas y de las más pobres. En ese orden de ideas, seguir hablando de violencias contra las mujeres y feminicidio como cuestiones derivadas del género es extraerlas del escenario de profunda desigualdad social, política y económica que caracteriza a la región y convertirlas en un asunto privado que sucede entre un hombre y una mujer o un asunto público que sucede entre varones y mujeres. Frente a todo esto, urge que el feminismo reflexione profundamente sobre su acción política, de lo contrario terminará siendo un cómplice más de la larga historia de injusticia y desigualdad que viven esas mujeres otras y el resto de América Latina.
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Fotografía: IBEROAMÉRICA SOCIAL.