Por: Luis Armando González. San Salvador. 27/09/2024
No me cabe duda de que en la larga andadura de nuestra especie en la tierra –de entre 250 a 300 mil años, desde los orígenes evolutivos de Homo sapiens en África— ha habido miles de situaciones, épocas o períodos, en las cuales el desprecio a las personas (su maltrato y denigración) fueron lo normal, siendo incluso motivo de celebración y aplausos por parte de quienes se creían fuera del alcance de ese desprecio.
También sé que desde el Renacimiento (hacia 1400-1500) en adelante se fraguaron concepciones filosóficas, de enormes consecuencias ético-morales y jurídicas, que hicieron de la dignidad humana su foco de preocupación, convirtiéndola en criterio rector del trato, atenciones y cuido que, desde las esferas estatal y privada, tenía que darse a las personas. Fue en la Ilustración que cristalizaron estas preocupaciones, llevadas a la práctica, primero, por los revolucionarios norteamericanos (1776) y franceses (1789) y, después, por un cuerpo normativo en el que se estructuraron (y así ha seguido haciéndose) los derechos humanos.
Esta corriente cultural, política y jurídica, que hizo de la preocupación por la dignidad humana su compromiso sustantivo, desembocó, en los siglos XIX y XX, en el liberalismo democrático, el Estado constitucional de Derecho y el Estado de Bienestar, en una amalgama en la cual la persona humana (como decían los pensadores católicos que plantearon en el siglo XIX la “cuestión social”) no sólo era inviolable en sus derechos, sino que tenía que ser protegida por el Estado en su integridad física y espiritual.
Se trató de una forma de ver a las personas –y a la responsabilidad del Estado respecto de ellas— que si bien no se impuso de manera total en todo el planeta sí echó raíces en distintos lugares, a veces de forma parcial. En otras situaciones, sirvió de fuente de inspiración y de herramienta para hacer frente a quienes negaban la dignidad humana, violando sistemáticamente los derechos humanos de las personas.
Por lo anterior, ahí en donde el respeto a la dignidad de las personas era parte del clima cultural vigente, el desprecio a ellas no podía sino generar –en quienes eran testigos de ese desprecio— rechazo y condena. Mientras que, en los perpetradores, o bien se negaba cínicamente lo que se estaba haciendo o se daba justificaciones absurdas de las acciones realizadas. En un clima cultural como el descrito hubiera resultado extraño que un agente de indignidades manifestara, implícita o explícitamente, que sus acciones de denigración o maltrato hacia otros seres humanos obedecían simplemente a que las despreciaba como personas. Más extraño hubiera sido que fuera aplaudido y celebrado por amplios sectores sociales o por grupos con suficiente educación.
Pues bien, en los tiempos actuales –en distintos países— el clima cultural vigente no tiene como foco central la preocupación por la dignidad humana, sino su irrelevancia. De ahí que el desprecio a las personas que se promulga desde esferas estatales (en concordancia con lo que sucede en las esferas empresariales) se haya convertido en algo no sólo normal, sino algo que se aplaude y celebra.
Las acciones y decisiones que ponen en evidencia ese desprecio hacia las personas (desde los Estados) sólo pueden ser no vistas por quienes cierran los ojos ante las crueldades que se suscitan por doquier. Personas en el sector informal a las que se ha arrebatado la posibilidad de obtener ingresos para vivir; personas despedidas masivamente en el sector público; madres y padres de familia que no reciben información sobre sus hijos encarcelados o que, pese a decisiones judiciales de liberación, no ven que sus hijos retornen a sus hogares; personas que han sufrido abusos abyectos en centros de detención… Esto y más está a la vista para cualquiera que quiera verlo, porque se ha vuelto inocultable.
Dos ámbitos que no pueden obviarse son el de la salud y el educativo. En el primero, la precariedad, en todo sentido, es una evidencia indiscutible de que las personas no importan. En distintos países, los enfermos son vistos como una carga, no como seres humanos que requieren buen trato y cuido. En cuanto a la educación, se cree que es mejor la ignorancia que el conocimiento. Se despide a mansalva a profesores y se desprecia a los más experimentados. Se reducen los presupuestos educativos y se ahoga financieramente a las universidades. Se censura el debate crítico. Se ahoga la libertad intelectual, todo lo cual va en detrimento de los derechos culturales y educativos. En suma, cuando se desprecia a las personas se desprecian también valores, prácticas, modos de ser y actuar que las dignifican y enriquecen su vida.
Asimismo, son inocultables los aplausos y la celebración por parte de quienes creen que los mecanismos de desprecio a las personas no llegarán hasta donde ellos se encuentran. Si lo meditaran un poco se darían cuenta de que si el principio vigente es el que dice: “Todas las personas son despreciables”, dado que ellas son personas, la conclusión es que también son merecedoras de desprecio, es decir, que los aplausos y las ovaciones no las protegerán.
De hecho, bastantes de los que aplaudieron y ovacionaron hace un par de años ya fueron afectados por los mecanismos de desprecio a las personas. Quienes insisten en seguir celebrando el desprecio a otros –creyendo que esos otros se lo merecen— deberían razonar un poco y pensar en sí ese “merecimiento” no se aplica también a ellos.
En fin, en distintos países la dignidad humana está siendo acorralada, vulnerada y denigrada. El desprecio a las personas está en alza y no se sabe bien cuánto durará esta situación tan aberrante. Quizás cuando las personas se harten de ser despreciadas. Cuando eso suceda –¿10 años? ¿20 años? ¿50 años? ¿100 años?—, es probable que odios, resentimientos, frustraciones, ansiedades y desesperanzas se mezclen y den lugar a estallidos sociales que oscurecerán aún más las posibilidades de una vida decente y digna para las sociedades y sus integrantes. Como quiera que sea, el desprecio a las personas, ahora como en el pasado, no puede augurar ni paz social ni tranquilidad para nadie. Maquiavelo decía que el Príncipe (o sea el gobernante) sólo obtiene legitimidad cuando busca y promueve la felicidad de la República, lo cual es inseparable del bienestar de los gobernados. El desprecio de estos últimos es lo opuesto a su bienestar. La infelicidad de la República constituye una ruta directa hacia su fractura.
Fotografía: https://es.linkedin.com/pulse/la-informalidad-urbana-y-urgencia-de-actuar-en-el-anaclaudia-rossbach