Por: Amanda Andrades. 16/12/2021
Yuderkys Espinosa Miñoso en entrevista con Amanda Andrades
Yuderkys Espinosa Miñoso (1967, Santo Domingo) proviene de un mundo «condenado por la modernidad, sin legitimidad para la construcción de conocimiento». Y, sin embargo, esta filósofa feminista decolonial, que se define como activista y no como académica, lleva como mínimo diez años dedicada a pensar, a crear teoría. Un proceso que, reivindica, «no es más que una sistematización de los conocimientos, las experiencias, las miradas que una tiene sobre el mundo». Para ello, ha elegido un método, el balbuceo, aprender a escribir y a pensar pensando y escribiendo. «En la medida en que insisto y persisto en escribir, a pesar de todo lo que me dice que no soy capaz de hacerlo, voy aprendiendo el oficio». Aunque este, critica, implique «un modelo establecido por Occidente», ante el que se rebela pero con el que ha ido lidiando y estableciendo acuerdos. «He tenido que hacer un aprendizaje que permite estar en el intermedio, ese que no abandona totalmente el mundo oral del que vengo, pero que tiene que aprender qué significa escribir para poder ser no sé si aceptada, pero sí escuchada, que es lo que me interesa». El balbuceo, además, es un método de pensamiento, en el que no siempre se tiene una idea definitiva, fija, acabada, de las cosas sino que va «ensayando, y ensaya incluso su propia voz».
Su rebeldía crítica ante el mundo, ante lo establecido, le viene, recuerda, de su padre. Un hombre negro, de clase trabajadora, que no le negaba los caprichos, sino que le cuestionaba la base de ellos, incluso cuando de bien pequeña se trataba tan solo de unos zapatos. «Mi padre no me decía “No, no voy a comprártelos, sino ¿por qué tú quieres esos zapatos? Tú tienes unos buenos zapatos. Piensa por qué tú quieres eso. ¿Simplemente quieres seguir al rebaño, quieres seguir la moda o realmente piensas que esos zapatos son muy necesarios para ti?”».
Con ese aprendizaje y otros provenientes de los libros, pero sobre todo, defiende, del diálogo con mujeres campesinas, con mujeres de sectores populares, con mujeres indígenas y afrodescendientes —mujeres, insiste en diversos momentos de esta entrevista realizada por Skype, sin acceso o excluidas de los espacios feministas—, Espinosa se ha atrevido a cuestionar todos los feminismos, «desde los más liberales hasta los más radicales» —en los que ella militó durante años— por su «compromiso con la modernidad» y con un sujeto, la mujer liberada, que niega a todas aquellas —y aquellos— pertenecientes a «los pueblos condenados del mundo».
En sus escritos aparecen tres cuestiones centrales: la importancia de la creación de pensamiento, de filosofía, desde posiciones subalternas, la crítica al feminismo hegemónico y el antirracismo. ¿Por qué? ¿Cómo llega a estas tres esferas?
Tiene que ver con mi historia, con mi caminar, con mi origen. También con lo que aprendí de mis grandes maestros y maestras, empezando por mi padre, un hombre negro, de quien heredo lo afrodescendiente y esa cuestión del pensar, del reflexionar, de hacer la crítica al mundo. Eso siempre ha estado en mí, incluso desde una formación sin acceso a libros. Plantarse ante el mundo, siempre cuestionando, porque ahí estaba el centro de la justicia. Cuestionar para lograr un mundo mejor. La cuestión del antirracismo, la crítica que le voy a hacer al feminismo, con F mayúscula, me viene porque ya tenía este entrenamiento de no quedarme con lo que me digan, sino que siempre estoy hurgando: ¿cuáles son los problemas de aquello en lo que una fervientemente cree? (ríe).
Yo entro al feminismo por el lesbianismo radical y por el feminismo autónomo, una rama que fue muy, muy, importante en América Latina. En su primer momento, este fue lanzado por mujeres feministas blancas o blancas mestizas de América Latina. Ellas fueron mis madres políticas en ese momento y, a pesar de que luego les voy a hacer toda la crítica antirracista, si hay algo que aprendí de ellas fue esa capacidad de pensar, de cuestionar incluso la herencia política que una tiene. Hacer una crítica al feminismo hegemónico era muy fácil porque yo venía de la radicalidad. Lo que me costó más fue hacerlo también con el propio movimiento radical, darme cuenta de que yo ahí también venía de un mundo que estaba también excluido de ese feminismo.
¿Y eso ocurre?
Cuando migro a Argentina, viene la gran desilusión, me doy cuenta de que yo siempre soy una outsider, la única racializada en los espacios feministas, donde no hay una pregunta por la historia de colonización de este continente, donde para pensar y para escribir se necesitaban ciertas condiciones que parecía que yo nunca lograba alcanzar porque era una persona de cierto color, con cierta historia de empobrecimiento, que no venía de una formación que contara con cierta legitimidad. Yo era una caribeña, yo era una dominicana. Una dominicana era siempre alguien que estaba al servicio del sexo. Yo era en pocas palabras la puta y no había mucho más que yo pudiera ser. Y no es que ser puta fuera malo, el tema es que yo tenía otros intereses y parecía que esos intereses no estaban dispuestos para mí. Ahí comienza a desvelarse toda la trama racista. Así, antes incluso que la crítica al eurocentrismo y a la colonialidad de la razón feminista, lo primero que hago es una crítica al racismo que estoy viviendo en los espacios radicales.
En los últimos años gran parte de su trabajo se ha centrado en «mostrar el profundo compromiso del feminismo o los feminismos con el programa de la modernidad occidental, y por tanto, su eurocentrismo y profundo racismo». ¿En qué se basa para construir esa crítica?
En mis primeros trabajos, hago toda una crítica al feminismo hegemónico en América Latina. Estoy ahí emparentada con el feminismo autónomo, que le está haciendo una crítica a ese feminismo que llamó institucional, porque en los noventa claudicó ante las políticas universalistas que venían con las llamadas ayudas al desarrollo. Pero en un momento dado me doy cuenta de que eso no es suficiente. Que ese feminismo crítico también tenía una serie de problemas fundamentales relacionados con el adscribir a la idea de una mujer universal. Estando en Buenos Aires, me vinculo al feminismo posestructuralista y a la teoría queer, pero ya en ese momento tengo más avispado el ojo y me doy cuenta de que aquí también hay una serie de problemas que tienen que ver con un feminismo que sigue siendo eurocentrado, que sigue las verdades, las tesis producidas en Europa y Estados Unidos, que parte de las experiencias de mujeres blancas, burguesas, educadas, profesionales o dedicadas a la academia, con una serie de privilegios. Hay una ausencia de pensar lo latinoamericano o esa Latinoamérica no blanca. En ese momento las pocas latinoamericanas que estaban escribiendo venían fundamentalmente de Buenos Aires o de Ciudad de México. Y lo que estaban produciendo era en base a las tesis ya producidas por los feminismos del Norte. Había un silencio sobre las mujeres negras, indígenas, empobrecidas. Estas solo aparecían como receptáculos de las ayudas o como objeto de investigación. La gran mayoría de las mujeres no se sentían representadas por esas teorías. Pero, además, quizás lo más importante para mí, antes de lo teórico, fue vivenciarlo en el tipo de movimiento que iba a la par de esa teoría. Como activista, darme cuenta de cómo eran los debates, cuáles eran las bases de verdad en las que ese feminismo se anclaba, desde dónde construían legitimidad, quién no era legítimo para decir cuál era el problema de las mujeres. Al verme constantemente impugnada, como alguien que no tenía la capacidad de pensar, comienzo a buscar teorías que me ayudaran a explicar esto y a escribirlo. Como parte de una tesis doctoral, que no sé si alguna vez entregaré, tuve un tiempito y me fui al campo, por un mes o algo así, y lo que hice fue sentarme a leer, a sistematizar, para poder demostrar esto del eurocentrismo y la colonialidad del feminismo en su conjunto. Acudiendo a mi experiencia, a los debates con las feministas de mi generación y de otras generaciones, a la revisión de la teoría feminista —desde el feminismo de la igualdad al de la diferencia, del feminismo popular al académico, el socialista, el posestructuralista, el queer, etc.—, pero también de las prioridades de sus agendas y sus programas políticos, me doy cuenta de que había algo en común en todos los feminismos.
¿Qué era?
Una idea de qué significa la liberación de las mujeres, qué es para el feminismo ser una mujer liberada. Cuando comienzo a escudriñar ese deseo utópico de liberación, me doy cuenta de que está profundamente emparentado con las ideas de la modernidad, de lo que es la liberación, de lo que es la libertad para este programa. Me resonaba todo el tiempo el gran programa de liberación de la modernidad. Me voy a Kant, y a Hegel, y me doy cuenta de que lo que ellos están proponiendo es el mismo programa de liberación que está en el fondo de esa idea del feminismo de lo que es una mujer liberada. ¿En qué consiste fundamentalmente? En que el ser humano, y en el caso del feminismo, las mujeres, se van a liberar en la medida en que se liberan de la tradición y del pasado. Ese pasado del que habla Kant queda, dentro de la filosofía, igualado a los pueblos condenados del mundo. O sea, todos los pueblos extraeuropeos. En definitiva, cuando vas a ver qué es para el feminismo una mujer liberada, esta es por supuesto una mujer de su tiempo, de la modernidad, que tiene acceso a la educación, que se profesionaliza… Para decirlo de una manera muy llana y sencilla, una mujer que se libera de la familia, por tanto, de la maternidad, de los cuidados. Una mujer que forma parte del mundo global, que tiene acceso a los bienes generados por el capitalismo. Y eso implica, por supuesto, aunque no queda tan evidente al no haber una pregunta sobre ello, que debajo hay una explotación. Todo eso se sostiene sobre la explotación de una serie de seres, la gran mayoría de las mujeres y de los varones que vienen de los pueblos condenados del mundo, y de la naturaleza. En pocas palabras, para el feminismo una mujer que siembra la tierra nunca va a ser un referente de mujer liberada. Una mujer que decide que quiere tener hijos y criar a sus hijos no es una mujer liberada. Una mujer que vive en un mundo de comunalidad no es una mujer liberada. O sea, nosotras deberíamos integrarnos a ese modelo de mundo que asume un progreso lineal hacia adelante de la historia, que avanza para llegar a ser finalmente un humano evolucionado, libre.
¿No existe el peligro de caer en el extremo contrario e idealizar ciertas formas de vida, como si dentro de ellas no hubiera opresiones?
Todos los modos de organización societal pueden desarrollar formas de dominación. Ahora, el grave peligro que hemos tenido es idealizar a la mujer liberada del feminismo. Cuando piensas en las grandes referentes de las mujeres y del feminismo, ahí sí se ha construido un ideal. Ojalá aparecieran, a la par de esas grandes mujeres, como Simone de Beauvoir, Amelia Valcárcel o Judith Butler, otras muchas grandes mujeres gracias a las que existe gente como ellas.
Como ya decía el feminismo negro en los años setenta, esas mujeres ejemplares de la historia de las mujeres existen gracias a todas las otras que están por debajo de ellas resolviendo las tareas necesarias para la reproducción de la vida. El gran peligro ha sido pensar que ese es el modelo a seguir. Y si comenzamos a idealizar estos otros pues por lo menos hacemos un contrapeso. Esa mujer que siembra la tierra, que vive dentro de una organización comunal, esa que ha sido negada por el feminismo, que ha sido representada como parte del pasado opresivo de la humanidad, sí tiene una representación, pero es negativa. Y, sin embargo, el mundo sigue existiendo gracias a esos mundos comunales que todavía resisten a la embestida de la modernidad que se empeña, mediante transnacionales y extractivismos de todo tipo, en su exterminio. Esto es lo que nos está llevando a la desaparición, no el mundo de la campesina…
No significa que en los mundos comunales no haya problemas, por supuesto que los hay. Ahora bien, hay una deuda histórica con ese mundo. Y el gesto de sacarlo a la luz, de darle legitimidad, nunca va a constituir un peligro. El verdadero peligro está en que decimos sí, vale, pero… Este mundo merece en este momento que se le dé un valor y que se reconozca su capacidad de agencia, porque esas mujeres que están en los territorios son agentes históricos que han resistido contra toda forma de barbarie, contra toda forma de dominación. Contrario a lo que el mismo feminismo quiere venir a decir, que son mujeres que necesitan de la ayuda del feminismo para liberarse. Ellas también tienen su propio programa utópico y de liberación que, al contrario a lo que enuncia el feminismo, tan emparentado con la apuesta moderna de proyección hacia el futuro, mira hacia el pasado, hacia un mundo que las ancestras cuentan que era mucho mejor, que tenía más valores, tenía formas de gestión de la justicia, de los problemas, que la justicia de ahora no resuelve.
Y no puede negarse que una gran parte de la violencia que viven y afrontan estas mujeres proviene de la colonización, de la explotación de la tierra, los procesos extractivistas, pero, a veces, pareciera que el péndulo se lleva al otro lado y se niega el machismo, los elementos patriarcales.
Pienso que esto es parte justamente de intentar que no nos quedemos solo en lo que se tiende a poner de relieve, la cuestión de que nuestras sociedades están condenadas y son la mejor representación del patriarcado. Además, hay otro peligro latente. Lo que ha hecho el feminismo es universalizar el patriarcado y entonces parecería que todas las sociedades han sido patriarcales y que lo han sido todo el tiempo. Esto es interesante porque, sobre todo, este tipo de debates se dan cuando estamos hablando de África, de América Latina, de Asia. Cuando lo hacemos para Europa el mismo feminismo habla de la creación del patriarcado, no piensa que siempre lo hubo. Los grandes textos que instituyen el patriarcado como un concepto válido para pensar históricamente el problema de las mujeres, y que parten justamente de la experiencia europea, te van mostrando cómo es que se va dando este proceso de aparición del patriarcado. Así como aparece el capitalismo, la modernidad, el racismo… Pero, ojo, cuando esas mismas historiadoras, esas mismas antropólogas, que están de acuerdo con las grandes investigaciones de Gerda Lerner, de Silvia Federici, vienen a América Latina, de repente hablan de patriarcado originario. Entonces, ¿cómo es eso? ¿En nuestras sociedades las mujeres siempre han estado oprimidas, pero en Europa no?
Además, hay que tener mucho cuidado con cómo vamos a pensar la cuestión de la intromisión colonial, y el avance y la producción de este patriarcado, porque obviamente este siempre viene de afuera hacia dentro, es institucional. Aunque muchas comunidades de origen indígenas y afrodescendientes puedan haber mantenido cierta autonomía con relación a los Estados nación y a sus reglas, a sus leyes, hubo otras maneras de intromisión colonial. Por ejemplo, donde no entró el Estado entró la evangelización, y una primera máxima de las religiones occidentales es que la mujer pertenece al hombre. Pero eso no significa que no haya habido resistencias al interior de las comunidades. En muchas de ellas este proceso de patriarcalización no se ha terminado de completar justamente porque las tradiciones, los valores, de estos pueblos, implicaban otro modelo de organización social, donde mujeres y varones —o lo que nombramos como mujeres y varones que no necesariamente tendría que ser pensado así dentro de estas cosmovisiones ancestrales— tenían relaciones no necesariamente jerárquicas.
Precisamente también señala la necesidad de cuestionar el género como categoría fundamental para pensar la opresión basada en el diformismo sexual. ¿Por qué? ¿Por qué es necesario cuestionarlo?
Esta no es una propuesta universal, sino que es para pensar los mundos extraeuropeos y, sobre todo, aquellos que no han terminado de adscribir a la modernidad, que están dentro de la frontera de los Estados nación, pero que siguen atados a tradiciones ancestrales. Proviene de María Lugones, mi última gran maestra, pero, digamos que ella toma esta idea de las investigaciones que habían hecho intelectuales afronorteamericanas y mujeres de color en los Estados Unidos desde mediados de los años setenta. Ellas hacen una revisión histórica de la mujer negra en el mundo de la plantación durante la esclavitud. Hay textos de Angela Davis y otras investigadoras que demuestran cómo en la plantación no había un orden de género porque las personas negras esclavizadas, las personas africanas esclavizadas, entraban a trabajar de igual manera en la plantación. Estaban sometidas al mismo régimen de trabajo, cultivando, recogiendo algodón, caña de azúcar. Esto echa por tierra la representación que tenemos de la esclavitud de la mujer negra, relegada a los oficios domésticos y a ser la amante del amo, la que es constantemente violada por el amo. Eso es un mito que se ha construido, pero no fue así tal cual. Y, todavía luego, cuando ya se da por abolida la esclavitud, tanto las mujeres como los hombres negros entran de igual manera a trabajar dentro de la industria que necesitaba mano de obra barata.
A partir de estas tesis, María Lugones desarrolla esta idea de sistema mundo moderno colonial de género que consiste en que si partimos de que la primera gran división universal que instituye el orden moderno es esta gran división entre humano y no humano, esto no lo podemos perder de vista cuando nos acercamos a pensar las relaciones entre lo que nombramos mujeres y varones dentro de estos mundos. Hay una fractura entre los pueblos que, de acuerdo a esta idea moderna de un tiempo lineal, de la evolución, ya han llegado a ser humanos y aquellos que no han llegado a serlo y que, de acuerdo a la narrativa moderna no se sabe si alguna vez llegarán. Estos últimos quedan por debajo de la línea de humanidad, son considerados cuasi bestias, van a ser sometidos a explotación junto con el resto de la vida. A esa gente que quedó por debajo de esa línea, fanoniana, de humanidad —esa idea sobre el orden racial del mundo es de Fanon— no se les aplicó el género porque se necesitaba explotarlos igualmente. Así, como al resto de los animales no se les aplica el orden de género, sino solo el dimorfismo sexual que implica una capacidad reproductiva, esto se le aplicó a la hembra y al macho africano e indígena, vistos como subhumanos.
Pero esa capacidad reproductiva influía…
Por supuesto, sí se esperaba que la hembra negra, para no decir mujer, tuviera ese plus, pero también el macho negro porque él era el que inseminaba a la hembra negra. Hay que hacer más investigaciones, pero hemos podido constatar que existían en América Latina, en Abya Yala, espacios de encatamiento (apareamiento) de machos y hembras negras. Les confinaban en un lugar y no les daban comida ni agua, y hasta podían ser sometidos a castigos, si no acordaban tener relaciones sexuales en época de ovulación o si en última instancia el hombre negro no ejercía la violencia y violaba a la mujer negra para que finalmente pudieran salir los dos de ahí.
Además, hay otros elementos para saber que esto no era un orden de género. La hembra negra, y podríamos pensarlo también para las indígenas, aunque habría que ver las diferencias, no era una madre. En el orden de género, la mujer es igual a madre. La hembra negra no era igual a madre porque ella paría y el hijo era del amo, le era arrebatado, era una mercancía para el sistema esclavista.
Pensemos en el patriarcado, el patriarca es alguien que es el dueño de su mujer, de su descendencia, y de la propiedad, y es alguien que define las reglas de las instituciones sociales. El negro y el indígena no tenían propiedad, ni una mujer, ni una descendencia, ni posibilidad de definir cuál es el orden en el que viven. No tenían potestad para definir las instituciones y eso se mantiene a día de hoy. Ha habido procesos de patriarcalización, pero que no se terminaron nunca de gestar, porque ninguno de los dos tiene el poder sobre las instituciones para definir el orden del mundo en el que viven y que rige dentro del Estado nación. Esto los pone en un lugar por fuera, o muy marginal, dentro de lo que sería este orden de género patriarcal.
Para acercarnos a nuestras sociedades tenemos que partir de esta comprensión. Es necesario revisar, a partir de las memorias, de los mitos y de los pocos elementos que podamos tener del pasado cómo han sido nuestras sociedades. No tendríamos que ir con lentes de género ya acabados, sino ver más bien cómo se ha dado este proceso de generización y qué elementos se han adoptado y cuáles no, y cuáles nunca se podrán adoptar, porque estas sociedades no tienen poder para definir el orden macro, ni se espera que lo tengan alguna vez.
Ilustración de Tatiana Del Toro Zuñiga
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Fotografía: Reportesp