Por: FEDERICO KUKSO. 11/08/2021
Además de infectar el cuerpo humano, los virus, bacterias y otros parásitos responsables de enfermedades invaden el lenguaje y lo modifican para siempre. Al mismo tiempo que propulsa la adopción repentina de nuevos términos, la pandemia altera día a día las maneras de comunicarnos tanto en público como en privado.
En algún momento del año 1347, la peste negra se infiltró en Europa. Con voracidad, se extendió rápidamente y desembarcó en Inglaterra, Alemania y Rusia en 1350. A la bacteria Yersinia pestis, sin embargo, no le bastó con acabar con la vida de más de 200 millones de personas. Esta asesina serial fue más allá: invadió también el lenguaje humano y lo alteró para siempre.
Como toda pandemia, la Muerte Negra, además de alimentar cementerios y fosas comunes, infligió heridas que sobrevivieron más allá de su tiempo. Impulsó nuevos hábitos, así como reinstaló viejos miedos.
El Libro de oraciones de Bonne de Luxemburgo, la Duquesa de Normandía que murió durante la Peste Negra, en 1349.
En otros casos, dejó marcas lingüísticas. Es lo que ocurrió cuando este microorganismo pavoroso golpeó por entonces las puestas del puerto mediterráneo de Ragusa (actual Dubrovnik, Croacia). El médico jefe de la ciudad, Jacob de Padua, recomendó establecer un lugar fuera de las murallas para el tratamiento de los enfermos y de los forasteros que llegaban en busca de una cura. Así fue cómo en 1377 el Gran Concilio aprobó una ley que establecía que recién podrían ingresar a la ciudad una vez concluido un período de aislamiento de treinta días o “trentino”.
Nadie sabe muy bien por qué pero de un momento a otro esta medida se extendió de 30 a 40 días, cambiando así el nombre a “quarantino”, término derivado de la palabra italiana quaranta, que significa “cuarenta”.
Historiadores de la medicina como Paul Sehdev sospechan que esta modificación pudo haber estado relacionada con la observancia cristiana de la Cuaresma, un período de 40 días de purificación espiritual. Otros piensan que este tiempo fue establecido para coincidir con la duración de otros eventos bíblicos, como el gran diluvio, la estadía de Moisés en el monte Sinaí o la estancia de Jesús en el desierto. O tal vez la modificación derivó de una antigua doctrina griega que sostenía que las enfermedades contagiosas se desarrollaran dentro de los 40 días posteriores a la exposición.
Probablemente nunca conoceremos la razón detrás de esta ampliación ni las historias y sueños de tantas personas cuyas vidas fueron arrebatadas por una enfermedad hoy olvidada. Pero desde aquellas épocas remotas perdura la idea de la cuarentena, concepto fundamental para la salud pública que reflota cada vez que irrumpe una epidemia o pandemia.
El ángel de la muerte golpeando una puerta durante la plaga de Roma. Grabado de Levasseur de la obra de J. Delaunay.
“Las enfermedades no son entidades inmutables sino construcciones sociales dinámicas que tienen biografías propias”, escribió el historiador de la medicina Robert P. Hudson en Disease and Its Control: The Shaping of Modern Thought (1983). Las pandemias –palabra que de tanto usarla desde hace más de un año olvidamos lo que significa: «lo que afecta o involucra a todo el pueblo»– van y vienen pero siempre dejan a su paso un tendal de muertos, devastación económica, tristeza y conmoción social y también argumentos para novelas, innovaciones científicas y expresiones que se instalan en nuestros vocabularios para siempre.
La pandemia de Covid-19 no es la excepción. La crisis que ya va por su segundo año le ha permitido a los sociolingüistas rastrear cómo muta el idioma en tiempo real. El coronavirus no solo domina la forma en que vivimos, sino también la forma en que nos comunicamos. Como suele ocurrir en tiempos de guerras y de desastres naturales, el virus también ha infectado el lenguaje. Ha alterado nuestra forma de hablar.
“Sabemos por numerosos estudios del discurso del siglo XX de diferentes comunidades de todo el mundo que la Segunda Guerra Mundial fue un gran punto de inflexión para el cambio de los idiomas en parte porque, a diferencia de la pandemia de coronavirus, reunió a personas que normalmente no habrían tenido contacto unos con otros”, dice la lingüista Suzanne Wagner de la Universidad del Estado de Michigan, Estados Unidos. “La gente fue movilizada y enviada a bases o áreas de guerra. Puso a las mujeres en la fuerza laboral interactuando con personas con las que normalmente no habrían interactuado. Y condujo a una mayor industrialización después de la guerra. Ahora estamos viendo que las personas se mantienen separadas y tal vez deberíamos esperar ver efectos sísmicos similares”.
Desde que comenzó la crisis sanitaria, a la par de que la vida se envolvió en el miedo cotidiano y la muerte, hemos naturalizado términos y expresiones que hace dos años nos eran ajenas, técnicas, desconocidas.
La pandemia de Covid-19 ha provocado que frases nuevas, junto con palabras menos comunes que ya existían, se propaguen casi tan rápido como el virus. Términos como “aislamiento”, “pandemia”, “cuarentena”, “protocolo”, “confinamiento”, “distanciamiento social” y “trabajadores esenciales”, entre otras, han saltado a un primer plano y aumentado en uso.
Al mismo tiempo que se redefinieron las formas del saludo –con el codo, con el puño cerrado–, se suspendieron rituales masivos promotores de cohesión social e identitaria –la fiesta, el deporte, la ceremonia religiosa– y el rostro fue enfundado con el elemento icónico de la pandemia –la mascarilla– que anonimiza y distancia a la vez, conceptos científicos –de la medicina, de la epidemiología y del mundo farmacéutico– tales como “coronavirus”, “SARS-CoV-2”, “burbuja”, “pico”, “inmunidad colectiva”, “transmisión comunitaria”, “PCR”, “brote”, “patentes”, “test de antígenos”, “anticuerpos”, “anosmia”, “placebo”, “rastreo de contactos”, “pre-print”, “plasma”, “comorbilidad” “aplanar la curva”, “saturar”, “efectividad”, entre muchos otros, se han catapultado de institutos, laboratorios y del ámbito médico en general y hoy se emplean en conversaciones cotidianas, tanto privadas como públicas.
En otros casos, emergieron neologismos, producto de una alquimia lingüística para nombrar aquello que escapa la comprensión: desde el propio nombre de la enfermedad “Covid-19” –instaurado el 11 de febrero de 2020 por la OMS– a “covidiota” –persona que se niega a cumplir las normas sanitarias dictadas para evitar el contagio de la covid–, «coronial» –aquel nacido o concebido durante la pandemia de coronavirus–, «coronoia» –creencia irracional y obsesiva que niega la existencia de la pandemia del coronavirus–, «coronamanía» –preocupación obsesiva por contraer el coronavirus–, «covidengue», «vacunacionalismo», entre muchas otras creaciones de la “coronalengua” («coronafiesta», «coronadivorcio», «coronahisteria»).
Sabores locales
Hay momentos en que el idioma –los idiomas: actualmente se hablan aproximadamente 6.500 idiomas en el mundo– sufre una inundación. Recibe una inyección de nuevos términos. Con la Covid-19, los diccionarios se sacudieron. En inglés, por ejemplo, se volvieron cotidianos las palabras “super-spreaders” (super-contagiadores), el verbo “to Zoom” (hacer una conferencia en la plataforma reinante de la crisis), “doomscrolling” (leer sin cesar malas noticias) y el acto de “zoombombing” (irrumpir en las reuniones virtuales).
La Academia Francesa agregó un número récord de palabras –unas 170– como “coronapiste” –carriles creados para fomentar el uso de la bicicleta–, la “quatorzaine” –cuarentena de 14 días–, “déconfinement” (levantamiento del confinamiento), “l’écouvillon” (hisopado nasal para los tests de Covid). “Nunca había visto tal cambio lingüístico», señala Bernard Cerquiglini, profesor de lingüística y asesor científico de Le Petit Larousse. “Me recuerda lo que sucedió durante la Revolución Francesa, una convulsión, la aparición de nuevas palabras y significados y, sobre todo, una apropiación colectiva de la lengua”.
En Australia la palabra de 2020 fue “iso”, una abreviatura de “aislamiento”. Y, como en cada lugar, sus hablantes han adoptado un glosario local: “rona” (coronavirus), “sanny” (desinfectante de manos), “quazzie” (cuarentena).
Pero en la “jerga Covid” el más fecundo es el alemán. El Instituto Leibniz para la Lengua Alemana ha enumerado más de 1000 palabras nuevas como “Coronamutationsgebiet” –área donde las mutaciones de coronavirus están muy extendidas–, “Gesichtskondom” –»condón facial»–, “Hamsterkauf” –compra por pánico–, “Kontaktbeschränkungen” –restricciones de contacto– y “Ausgehbeschränkung”, restricciones de salida.
La comunicación enmascarada
La pandemia también ha hecho que nombres de drogas, medicamentos y vacunas salten al discurso público y se estacionen él: de la hidroxicloroquina, ivermectina y remdesivir a «la Sputnik», “la Pfizer”, AstraZeneca, Covishield y Sinopharm.
Lo curioso es que lo ha hecho a una velocidad inusitada. A diferencia de lo que sucedió hace casi 40 años cuando los términos sida, VIH y seropositivo entraron en el lenguaje, en esta oportunidad internet y las redes sociales han acelerado los intercambios. Nuevas palabras y frases recién acuñadas rápidamente se ofrecen para su adaptación local.
Estas transformaciones, sin embargo, no consisten únicamente en un ensanchamiento de nuestro vocabulario. La ausencia de interacción cara a cara por las medidas de confinamiento, la naturalización ampliada del teletrabajo, la enseñanza online de la “generación COVID”, la socialización mediada por las cámaras y en especial la instalación de las mascarillas impusieron nuevas modalidades de comunicación, así como promocionan nuevas habilidades y competencias lingüísticas.
Nueva York: Una mecanógrafa trabaja en con el barbijo puesto durante la pandemia de gripe en 1918.
Al cubrir parte del rostro, el barbijo interrumpe las señales verbales y no verbales. Así ha obligado a una mayor expresión con los ojos, las cejas, la postura corporal y las manos y le ha quitado su rol protagónico a la lectura de labios y la expresividad de la boca que delatan el estado de ánimo. Es lo que se conoce como el “efecto McGurk”: un fenómeno de comunicación que ocurre cuando alguien percibe que los movimientos de los labios de otra persona no coinciden con lo que realmente está diciendo.
“Los impactos fueron mayores al comunicarse en situaciones médicas. Las personas con pérdida auditiva se vieron significativamente más afectadas que aquellas sin pérdida auditiva”, indica una investigación realizada por Gabrielle H. Saunders, Iain R. Jackson y Anisa S. Visram de la Universidad de Manchester. “Los cubrimientos de rostros afectaron el contenido de la comunicación, la conexión interpersonal y la voluntad de participar en una conversación; aumentaron la ansiedad y el estrés, e hicieron que la comunicación fuera fatigante, frustrante y vergonzosa, tanto cuando un orador se cubre la cara como cuando escucha a otra persona que usa uno”.
El poder de la palabras
“Las palabras que usamos moldean la realidad”, decía el filósofo Ludwig Wittgenstein. “Los límites de mi idioma son los límites de mi mundo”.
Como se aprecia en especial en estos tiempos inciertos, el poder de las palabras excede su función descriptiva. Evocan emociones, plantan imágenes, moldean los modos de comprender un fenómeno. Y de actuar sobre él.
Junto al aluvión de nuevas palabras en circulación, el uso del lenguaje bélico –tan criticado en su momento por Susan Sontag– guía la pandemia, desparrama expresiones como “guerra al coronavirus”, “combatir al enemigo invisible”, “lucha sin cuartel”, “primera línea”, “batallas personales”, y la existencia de “héroes” (el personal sanitario) y “vencidos” (los muertos), formas del discurso que orientan la narración y al ser tan reiteradas se infiltran debajo de nuestra piel y se vuelven la única manera de vivir y sentir la pandemia.
Como se ve con el lenguaje inclusivo (o no sexista), la actual situación por la que atraviesa el mundo en especial expone con claridad cómo el lenguaje en general actúa como un ser vivo. No es estático; evoluciona con el tiempo. Es dinámico: los hablantes cambian el idioma a medida que lo usan. Ellos y ellas son sus dueños y lo dirigen colectivamente. El idioma no les pertenece a las academias.
Sabiendo la importancia que tendrá para los historiadores del futuro y ante la fragilidad de las redes sociales como registro histórico, investigadores documentan día a día estas mutaciones. El sociolingüista Robert Lawson de la Universidad de la Ciudad de Birmingham de Inglaterra, por ejemplo, impulsa un proyecto denominado “Trust and Communication: Coronavirus Online Visual Dashboard” (TRAC:COVID) que consiste en una colección de más de 84 millones de tweets en inglés que contienen palabras y hashtags relacionados con la pandemia. Actualmente cubre los tweets del Reino Unido desde enero de 2020 hasta abril de 2021 y les permite a los investigadores trazar cómo cambió el uso del lenguaje durante la pandemia, cómo determinadas palabras han adquirido nuevos significados o cuándo ciertas palabras dejan de usarse por completo, así como construir una línea de tiempo detallada sobre cómo han cambiado las conversaciones sobre Covid-19.
Con seguridad, gran parte de las palabras de nuestro actual y expansivo lenguaje pandémico quedarán en el camino, relegadas con el tiempo a medida que avanza la vacunación y la crisis sanitaria es sofocada. Otras, en cambio, permanecerán para siempre en nuestra caja de herramientas lingüísticas, listas para saltar en cada diálogo y a la espera de volver a multiplicarse cuando asome una probable próxima pandemia.
LEER EL ARTICULO ORIGINAL PULSANDO AQUÍ
Fotografía: UNICEF