Por: Alejandra Donají Núñez. 19/01/2022
La pandemia ha probado nuestra vulnerabilidad frente a la violencia. Pasado ya más de un año es importante preguntarnos cómo estamos entendiendo e interpretando nuestro dolor en este proceso, qué violencia derivada de la emergencia sanitaria podemos nombrar y, quizá yendo un poco más allá, adentrarnos a cuestionar qué es lo que escapa de nuestros marcos de interpretación. Previo a preguntarnos qué violencia condenamos en México en esta pandemia, y si aceptar la violencia como dada es nuestro único camino, es útil identificar algunas miradas para aproximarse a este fenómeno desde la filosofía.
Susan Sontag, Judith Butler, Slavoj Žižek y Walter Benjamin nos permiten empezar un diálogo activo e inacabado sobre cómo nos estamos aproximando a la violencia y al dolor, tanto por la enfermedad que domina la época como en los cambios sociales que se han impuesto como consecuencia. Sus textos son una invitación a considerar la complejidad de la violencia y las herramientas que tenemos para interpretarla. Este texto es una invitación al diálogo y, a su vez, un viaje a través de nuestros sentidos, una suerte de exploración corporal consciente de nuestra percepción del dolor y la violencia.
Ilustración: Daniela Martín del Campo
Vista: la fotografía y a quién se mira
La estadunidense Susan Sontag puso el énfasis en la mirada y se cuestionó cómo es que el dolor y la violencia se representan y se transmiten en el contenido de las fotografías. En su libro Ante el dolor de los demás, Sontag explora si las fotografías pueden modificar la valoración política de la guerra y concluye que son ineficaces para ello, pues considera que las fotos no producen empatía que involucre y se transforme en acción con el fin de evitar el sufrimiento. No obstante, Sontag advierte que las fotografías también transmiten afecto aunque finalmente sea la persona que mira quien la interpreta.
Siguiendo con esto, la autora plantea que no debe asumirse un “nosotros” homogéneo cuando se trata de mirar el dolor de los demás. Considera que la violencia que vemos en las fotos se determina por la identidad de quien sufre la violencia. Así, señala que las fotografías suelen exponer en mayor medida y de manera más abierta el dolor de las personas consideradas “exóticas”: habitantes de países colonizados, de piel oscura, entre otros, pues a estos sujetos se les tiene por personas que han de ser vistas, pero que no regresan la mirada. Para Sontag no es que los hechos en esos contextos sean tan distintos de lo que ocurre en otros lugares, pero se retratan de manera más abierta y expuesta.
La narración visual de la pandemia en los medios globales ha expuesto el dolor en clave racializada y civilizatoria. En México, las fotos sobre la atención hospitalaria muestran tonos de piel más oscuros, en donde abiertamente se ven los rostros, la afectación física y el dolor. También, la mayoría de las fotos reproducidas en medios retratan de manera frontal personas de países como India, Filipinas, Malasia, entre otros países, incluso mostrando los rostros y el dolor de niños y niñas.
Aunque sería necesario un análisis a profundidad respecto a cómo se muestra el dolor en las fotos de atención hospitalaria en otros países, podemos suponer que la misma lógica impera. Como ejemplo, en las 66 fotos que conforman la colección de Reuters “Imágenes del año: brote de coronavirus en Estados Unidos” (2020), se advierten ocho fotografías que retratan la atención hospitalaria en este país.1 Seis de éstas corresponden a personas de piel clara; sólo en una de ellas se aprecia el rostro de una mujer, pero no muestra dolor sino amor en virtud de que está recibiendo un abrazo. En las otras cinco fotografías de personas de piel clara, los rostros se encuentran cubiertos, protegidos o distantes. En cambio, de las dos fotografías que exhiben rostros expuestos, una muestra el de un hombre de estrato socioeconómico bajo, y la única foto que muestra el dolor frontal y descarnado corresponde a una mujer afroamericana.
Tacto: la piel que aparece
En su libro Marcos de guerra: las vidas lloradas, Judith Butler da una respuesta contraria a la pregunta de Sontag sobre la posibilidad que tienen las fotografías —como retrato de la realidad— de modificar la valoración política de la guerra. Butler considera que, al establecer el contenido de la foto y regular la perspectiva, se está interpretando y operando por adelantado la definición de lo que se percibe, de aquello a lo que se otorga valor. Difiere así del señalamiento de Sontag que plantea que la fotografía no brinda un campo de interpretación propio. Así, para Butler la reiteración de lo que reconocemos como humano y no humano —el no reconocer lo humano ya implica un ejercicio de violencia— opera en la regulación del campo visual cuando vemos la foto y, por lo tanto, la foto en sí misma no es sólo transitiva sino interpretativa. En otras palabras, para cuando nosotros miramos la fotografía, ésta ya está enmarcada (más allá de su borde) en marcos de sentido que regulan nuestra realidad y que operaron para determinar a qué le otorgamos valor: ciertos límites espaciales, temporales, culturales, o estéticos.
Entendiendo la piel como ese borde corpóreo que nos define y nos permite mostrarnos ante el otro, podemos ver que no todas las personas enfermas de covid-19 han sido representadas de la misma manera. Algunas tienen piel pública que las presenta como humanos; otras son despojadas de esa identidad y mostradas como el cuerpo que se descompone, y otras más no salen en la foto.
La constante ha sido ver los rostros y los cuerpos de enfermos en hospitales públicos, expuestos mientras que lo que sucede en hospitales privados se mantiene fuera de foco —se difuminan para proteger la identidad, se cubre el rostro con objetos o simplemente se elimina— en la protección de privacidad que brinda no ser un “otro” cualquiera. La difusión de los rostros de las personas internadas en hospitales públicos podría interpretarse como un despojo al derecho de tener una imagen pública, pues al mostrar el cuerpo que se descompone —Slavoj Žižek dice que el cuerpo que usualmente vemos no es el orgánico sino su representación— se le impide a la persona en cuestión la posibilidad de ser presentada en lo público bajo sus propios términos; se le muestra débil, en decadencia, sujeta a su propio proceso orgánico.
A diferencia del dolor de los estratos económicos bajos que suele verse de frente y sin tapujos, el fallecimiento de empresarios, actores y políticos se comunica respetando su imagen pública, ese yo construido con esmero, con trajes, aseados, alejados de la descomposición biológica para que sean recordados como humanos. Tal manejo permite no invadir lo que se considera “privado”, aquello que las personas en los hospitales públicos no tienen garantizado.
Si nos aproximamos desde los marcos, como propone Butler, podemos ver los valores sociales diferenciados que otorgamos a las vidas. Según Butler, esta matriz interpretativa de lo que vemos en las fotos muestra los poderes que operan para determinar qué dolor reconocemos, y ante qué dolor llevamos a cabo procesos de duelo que, a su vez, denuncian el valor que le otorgamos a las vidas. El manejo diferenciado de la piel pública nos invita a ver que “las formas más horribles de violencia social están comprometidas implícita o explícitamente con la desigualdad”, y en ese sentido nos debería obligar a preguntarnos quién no sale en la foto.2
Por ejemplo, con la atención a la pandemia, dada la ausencia de políticas públicas suficientes e idóneas, aumentó la demanda de labores de cuidado no remunerado hacia las mujeres, incluyendo aquellas directamente relacionadas con covid-19, el acompañamiento escolar de la niñez y los cuidados adicionales en el hogar. No obstante, la narrativa de atención a la emergencia sanitaria prácticamente no reconoce que muchas vidas han sido salvadas gracias a que las mujeres absorbieron la carga de cuidado que el sistema público no ha podido satisfacer. Las mujeres absorbieron esa carga a costa de un marcado deterioro de su vida, pues como consecuencia de la emergencia sanitaria el nivel de ocupación remunerada de las mujeres retrocedió más de una década, su autonomía económica se redujo y la violencia contra nosotras aumentó. Sin embargo, la narrativa visual del cuidado de covid-19 en México no pone a las mujeres en el centro, por el contrario: la mayoría de las veces ni siquiera las incluye en la foto.
Gusto: la boca que nombra
¿Qué nombramos como violencia? En Sobre la violencia: seis reflexiones marginales, Slavoj Žižek expone dos tipos de violencias: la subjetiva y la objetiva. La primera es aquella de la que vemos estallidos cotidianamente, perpetuada por actores que podemos identificar (agentes sociales, individuos que calificamos como “malvados”, aparatos de represión, etc.) y que perturban lo que consideramos nuestro fondo de paz y tranquilidad. Por otro lado, la violencia objetiva es aquella que es anónima e invisible, —contenida en la estructura lingüística, sociopolítica y económica— que sostiene ese fondo de normalidad.
Respecto a la violencia objetiva, Žižek refiere que la forma más elevada de ideología en el capitalismo es pretender que su lógica espectral está dirigida a las personas reales, como ejemplo: la calificación de la “economía sana en un país de pobres y hambre”. En el mismo sentido, podría decirse que durante la pandemia se exacerba la lógica espectral de que mantener la economía conlleva mantener la vida; en México, como propuesta de interpretación, podríamos ajustar la frase a: “Austeridad en un país de pobres y enfermos”. En este sentido, el control de la emergencia sanitaria se ha sustentado en que la economía debe salvarse a costa de considerar inevitable la pérdida de vidas; por ello, los llamados a superar los obstáculos incluyen una especie de rifa biológica entre el cuerpo y el contexto que esconde la lógica constitutiva de que algunas personas (usualmente aquellas que viven en estado de precariedad) van a morir, mientras aquellas con riqueza y opciones para tratamiento tienen mayores posibilidades de vivir.
El fondo blanco a partir del cual nombramos algunos estallidos como violencia también es violencia objetiva, e incluye que la información para el cuidado en la pandemia no sea accesible para todas las personas, que por “tradición” las mujeres absorban las cargas de cuidado ante un sistema de salud insuficiente, que los niños y las niñas se hayan quedado sin espacios para su desarrollo, que las implicaciones económicas se consideren más importantes que la pérdida de vidas y que no se atienda a las crisis socioambientales existentes. Violencias con efectos diferenciados que, aunque todavía no tengamos las herramientas para nombrarlas adecuadamente, nos afectan en la medida en que conforman ese fondo blanco que hace que lo que nos brinque sea únicamente la afectación personal cuando enfermamos, y no toda la violencia —considerada inevitable— que en realidad nos llevó hasta ese momento.
Olfato: oler el miedo
Con su ensayo Para una crítica de la violencia, Walter Benjamin inició el diálogo sobre violencia. Él la expone como origen y esencia, y con ello abre el paso a dejar de verla sólo como instrumental. Desde una dialéctica de opuestos, Benjamin liga la violencia con la justicia. A grandes rasgos, advierte la violencia mítica que funda la ley —destinal, como el ejercicio de la violencia de los dioses sobre los hombres— y otra violencia divina: un porvenir, una promesa que resguarda y conserva el orden. En virtud de ello, en esa visión dialéctica la justicia tiene una doble tarea: cuestionar la violencia que ejerce la ley y sobre la que se funda, y aquella mesiánica y revolucionaria del advenimiento de otro tiempo, un tiempo mejor.
Así, respecto a la violencia mítica propuesta por Benjamin, el terror del propio Estado represivo es la pérdida de confianza en su propia violencia. Por tanto, la justicia conlleva afirmar la vida y no dar por hecho que la violencia como tal es la única salida posible. Eso aterra a la estructura. Con la pandemia, el mayor miedo no debería ser el nuestro. Las grandes catástrofes muestran nuevas formas de organización. Ahí donde la estructura oficial del poder se fractura cuando más se necesita, nos hemos organizado y cuidado.
Respecto a la justicia divina, Žižek propone una relectura a la propuesta de Benjamin. Para Žižek la justicia divina es del orden acontecimental (algo perturbador sucede de repente e irrumpe el curso normal de las cosas), es el “trabajo del amor”en el sujeto. Žižek se refiere a una comprensión de la violencia divina sin criterios objetivos, que sucede en soledad, en la que sólo la persona puede calificar un acto de violencia como divino. Para él, amar es un ejercicio violento3 que conlleva priorizar a una persona por sobre otras. Bajo esos parámetros, reconocer el dolor y la violencia también conlleva el reconocimiento de nuestra capacidad de amar. Así, una lectura del trabajo del amor es la violencia más pura pues implica el dominio del amor sobre nosotros mismos:4 amarnos, —amarnos tanto que cambie el orden de las cosas— y, a su vez, el reconocimiento de nuestra capacidad de amar.
En esa propuesta de justicia de Benjamin, reconocernos como personas sintientes con capacidad de amarnos y de amar nos une en la posibilidad de mejores futuros comunes posibles en los que llenemos el tiempo de “deseos e intencionalidad”. Ante tanta violencia, nuevas formas de organización irrumpirán en los imaginarios, formas ávidas de mejores horizontes compartidos. En la pandemia estamos aprendiendo a cuidarnos unos a otros como lo ha mostrado el uso del cubrebocas; también hemos visto que la desigualdad social no le conviene a nadie, pues nos pone en riesgo incluso si tenemos privilegios y, además, nuestras redes de cuidado están vinculándose y nutriéndose. Esas acciones no se sostienen en la Ley sino en el amor y la ternura. Ahí, una parte de justicia: podemos imaginar mejores futuros posibles y, desde la comunidad, construir su potencialidad como respuesta a la violencia. La violencia no es la única salida posible, ningún poder es absoluto. Podemos imaginar la potencialidad de mejores futuros posibles como práctica social de la esperanza radical.
Oído: el suyo lector, lectora
Las teorías sobre la violencia son importantes para empezar a darle forma a la violencia que hemos visto estos meses, aunque su racionalidad aún parezca indiscernible. El diálogo entre los autores aquí comentados, implícito y explícito, permite suponer que no hay una única lectura respecto a la violencia, todas están abiertas a la crítica. Y ese es un lugar para empezar a reflexionar.
No estamos exentos de los marcos ni del fondo blanco que enmarca las violencias; al contrario: los habitamos y, aunque nos limitan, también nos relacionan. Cuestionarnos y no dar por hecho la aparente normalidad en la que tiene lugar tanto dolor es, en sí mismo, emancipatorio. Reconocer la conexión, la vulnerabilidad y la crueldad son pasos necesarios. También lo son atreverse a vivir en un mundo que impulsa a no hacerlo.
Tal vez la salida colectiva al dolor y la violencia de las pérdidas en esta pandemia, de lo que antes era nuestra vida, de la narrativa que cuenta las pérdidas y pone al capital encima para no dejar de contar, sea incorporar el cuerpo, mirar la herida, mirar al otro y saber que su dolor nos relaciona, nos duele y nos construye. Exigir la pausa, permitir el duelo, imaginar.
Alejandra Donají Núñez
Politóloga. Ha publicado en Animal Político, con el Seminario de Sociología General y Jurídica de la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional Autónoma de México, con la Red Iberoamericana de Expertos en la Convención de los Derechos de las Personas con Discapacidad y con la Corte Suprema de Justicia de la República del Perú.
1 Fotografías identificadas: 1, 6, 24, 26, 29, 53, 59, 64.
2 Butler, J. Sin Miedo: Formas de resistencia a la violencia de hoy, Taurus, 2020, pp. 54-55
3 Žižek que desarrolla con mayor profundidad el amor en su libro Acontecimiento.
4 Para Žižek el dominio del amor es el dominio de la violencia que no se funda ni se sostiene en la ley.
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Fotografía: Discapacidades.nexos