Por: Revista Hamartia. 27/11/2017
La escritura del silencio es la escritura que entiende el silencio como una forma de ensanchar el espacio. Es aquella escritura, como la de Marguerite Duras en su novela El amor, en la que el silencio comienza con un espaciamiento de los tiempos.
La escritura del silencio es la escritura que entiende el silencio como una forma de ensanchar el espacio. Es aquella escritura, como la de Marguerite Duras en su novela El amor, en la que el silencio comienza con un espaciamiento de los tiempos.
Ma. Carmen África Vidal Claramonte.
El amor concluye porque presupone la muerte, el corte, la renuncia a sí mismo. El sujeto del amor muere en el otro para retornar hacia sí; el abandono de mí mismo. El síntoma depresivo es indeciso, no resuelve, des-limita, se derrama y se esfuma.
Cuando Freud interroga los efectos del enamoramiento en la clínica, no queda ajeno a ellos. Logra ubicar dichos efectos en Anna O. y Breuer, quien queda atónito ante tal consecuencia. Freud da cuenta que el enamoramiento surge con la transferencia, siendo éste un eje problemático pero necesario, de tal modo que hoy en día sería imposible pensar el psicoanálisis sin el amor.
En este sentido, el psicoanálisis no queda al margen de los asuntos del amor. Incluso Breuer habló de “asuntos de alcoba” para ubicar que “estos” temas relacionados con el intercambio y lo privado, también le incumben al amor. Con base en esta imagen, es que las cuestiones amorosas toman ciudadanía en el campo de la clínica, y Freud es quien se encargó de abrir el camino para con esas vicisitudes. En “Estudios sobre la histeria”[1] vemos como las demandas de cada una de sus pacientes, le proferían un saber al creador del psicoanálisis, mismo que él sabía que no poseía, o por lo menos no desde el lugar del médico.
Freud escuchó a sus pacientes teniendo la certeza de que una verdad se anidaba en su decir, misma que se propuso localizar. Esta primera hipótesis orientó su tratamiento hacía la localización de un lugar pasado, donde el trauma tuvo efectos. Para este momento, el proceso psicoanalítico se enfocaba en el estudio de una historia verídica, puesto que la realidad fantasmatizada aún no figuraba.
Esto provocó que Freud le diera rigor a los efectos clínicos rechazando la intención causal de los mismos: “En otros casos el nexo no es tan simple: sólo consiste en un vínculo por así decir simbólico entre el ocasionamiento y el fenómeno patológico, como el que también las personas sanas forman en el sueño”.[2] Además, la frontera con la normalidad también quedaba más cerca de lo que la psiquiatría tenía localizado como lo patológico. En otras palabras, la dualidad normal-anormal quedó suscrita a los manuales, en tanto el horizonte clínico apuntaba a un más allá de un cierto ideal de asepsia. Con esto podemos decir que, si la propuesta de Freud atenta contra los manuales, es por ubicar la importancia de la demanda, la cual Lacan, años más tarde, dirá que es siempre con relación al amor.
La escritura de Freud es legado del siglo XIX. La figura del amor, que siempre estuvo del lado de los poetas, no pasó por alto en sus textos, a pesar de que la poesía no tenía nunguna cabida en los regímenes científicos. Aunque Descartes abrió la posibilidad de ubicar la duda como eje para el pensamiento, no había camino para esas “pequeñas cosas”, no había espacio para aquellos detalles que Freud incluyó en sus investigaciones: los lapsus, sueños, chistes y síntomas. Todos estos localizadores de amor.
Sin embargo, Freud da un paso más al elegir el camino de la poesía. Apuesta por el amor; por el efecto que tiene el colocar las “pequeñas cosas” para reflexionar más alla del marco rígido de la ciencia. Elije la poesía, el amor y la creación. Esta posición también explica el por qué Lacan dedicó un año y varias clases al texto del Banquete de Platón.
Avancemos con Freud para llegar a Lacan. Freud toma seriamente la implicación del amor con el tema de la transferencia, incluso dice que no hay diferencia entre el enamoramiento durante una cura analítica y fuera de ella. Por lo que decir “amor de transferencia” es un pleonasmo, puesto que el resorte del mismo tratamiento tiene como fundamento la insatisfacción, cuya composición es del orden de lo estructural.
“Según lo hemos averiguado por nuestras experiencias, sólo un sector de esas mociones determinantes de la vida amorosa ha recorrido el pleno desarrollo psíquico, ese sector está vuelto hacía la realidad objetiva, disponible para la personalidad consiente, y constituye una pieza de esta última. Otra parte de esas mociones libidinosas ha sido demorada en el desarrollo, está apartada de la personalidad consiente, así como de la realidad objetiva, y sólo tuvo permitido desplegarse en la fantasía, o bien ha permanecido por entero inconsciente”[3].
Las investigaciones que Freud tenía presentes lo llevaron a poner en tela de juicio la realidad como una objetividad única, es decir, lo objetivo no es sin lo subjetivo. Para cuando escribe los textos de 1912,[4] ya había avanzado en la importancia de la diferencia concetual entre la wirklichkeit y la reälitat, en otras palabras, el complejo de Edipo habría cobrado fuerza por ser el núcleo de las neurosis.
Para el pensamiento freudiano el drama edípico es uno de los rostros del amor. Amor que se juega entre la ternura y la sexualidad, que surge en la infancia y permanece perpetuamente como rastro de lo infantil. De tal manera que si algo queda como núcleo del inconsciente es precisamente esos primeros amores infantiles. La revolución freudiana que impactó al siglo XX tiene como uno de sus tintes principales el no separar la dimensión del amor con lo infantil. Los amores verdaderos anidan en la infancia, y lo más curioso es que nunca terminan, se quedan ahí por siempre.
Esta es la razón por la cual el poeta escribe teniendo como referencia inmediata las figuras de infancia. Figuras que Freud encuentra en la problemática que engloba el amor y el odio. El amor no es el opuesto al odio ni tampoco su otra cara, más bien, son las pasiones las que son jugadas dentro de los límites del lenguaje, se juegan vía el significante. Parafraseando a Santo Tomás, podemos definir al amor como al tiempo: “Si no me pregunta que es el amor lo sé, pero si me lo preguntan, no lo sé.” Esta tesitura hace referencia a que el amor se coloca del lado del saber, del saber no sabido radicado en el inconsciente.
Freud utiliza la teoría de la libido para explicar los efectos clínicos que aturdieron a Breuer, de tal modo que no logró escuchar la demanda de Anna O. La libido como energía inviste a los objetos, teniendo un reservorio que siempre queda como resto. “La libido disponible para la personalidad había estado siempre bajo la atracción de los complejos inconscientes (mejor dicho: de las partes de esos complejos que pertenecían a lo inconsciente”[5]. Es aquí donde Freud hace una precisión fundamental: los complejos son ideas inseparables y pertenecen en parte a lo inconsciente.
Los complejos son series de representaciones, y es en la Carta 52 donde Freud admite que las inscrpciones no son asequibles al movimiento sino a la energía que habita entre ellas. Con lo cual se puede pensar en una teoría de la libido con base en movimientos energéticos. Vayamos un poco más lejos. Etimológicamente la palabra energía hace referencia al “movimiento, y tiene una cercana relación a la moción, de tal modo que la explicación de las distintas inscripciones dan cuenta de cierta realidad.
Con esta idea llevamos al terreno del amor la propuesta donde Freud inventa un aparato de memoria, no como un reflejo de la realidad, pero sí como una articulación de ella. La realidad vinculada al amor es indicador de un lazo con el otro (semejante). Es decir, uno no se enamora del otro en tanto tal, sino sólo en la medida en que ese otro tiene una posición en el fantasma, y haga efecto de presencia y resonancia en la historia del sujeto.
De ahí que podemos pensar la razón por la cual Lacan le dedica tiempo al triángulo amoroso entre Agatón, Sócrates y Alcibíades. Es eviente que el amor guarda relación con el deseo, y como lo introdujo Freud, es deseo de nada. El deseo tiene labilidad con el objeto, pero esta afabilidad es con relación a un recuerdo. El enamorado Alcibíades reclama la mirada de Sócrates como objeto verdadero de deseo, mismo movimiento que hace Freud con Dora. Ambos apuntan a un objeto. Lo que Lacan despliega a partir de acá, es que la importancia de ese objeto es su valor en tanto vacío. Ahí, donde la mirada aparece en tanto objeto a, es donde apunta el deseo. Si ubicamos el lugar que guarda la mirada con respecto al deseo queda esclarecida la relación de la demanda con el Otro. En otras palabras, el único objeto a ligado a la demanda, tiene como modalidad el intercambio.
Por otro lado, el sitio que el amor le otorga al psicoanálisis es una operatoria donde él mismo no se agota en un imaginario. Es el amor quien le da un lugar al psicoanálisis y no al revés (o para decirlo de otra manera, el psicoanálisis le ofrece un nuevo espacio al amor). Eros es la interrogante de lo humano, en tanto la complejidad de las relaciones siempre ha estado mediada por las pasiones, mismas que habitan del lado del amor-odio-ignorancia, y no de las necesidades del cuerpo. Un ejemplo de esto es cuando los niños pueden prescindir de ciertas funciones biológicas, como comer o ir al baño, a favor de sentirse merecedores del amor de sus padres o de alguna otra persona signidicativa.
Freud le llama a los niños los eternos enamorados, puesto que son efecto de la posición que ocupan frente al Otro, y también lo que funda su ser: ¿Qué soy para ti en tu deseo?. Sabemos que de esta pregunta, se tiene noticia a posteriori. En otras palabras, la existencia se sostiene en y por una promesa de amor. Estos rastros fueron ubicados por Freud, al introducir la importancia del enamoramiento temprano, aspecto que nos empuja a pensar al amor, no como un tema de adultos, sino como un asunto del orden de lo infantil.
“…debo aseverar que ya impresiones del segundo año de vida, y a veces del primero, dejan una huella permanente en la vida mental del que después enferma y —aunque muchas veces deformadas y exageradas por el recuerdo— pueden constituir el fundamento primero y básico de un síntoma histérico. Ciertos pacientes a quienes enfrento con esto en el momento adecuado suelen parodiar el esclarecimiento que así acaban de adquirir diciendo que están dispuestos a rastrear recuerdos del tiempo en que aún no habían nacido. Y temo con fundamento que parecida acogida ha de tener el descubrimiento del insospechado papel que desempeña el padre respecto de las más tempranas mociones sexuales en el caso de ciertas enfermas mujeres”.[6]
Sin embargo, el amor no puede pensarse al margen de lo infantil, ese es el terreno que la propuesta psicoanalítica ha labrado. El complejo de Edipo es la consecuencia de un amor, y su efecto es la frustración necesaria e inevitable con respecto al niño. Esa operación de prohibición arroja un estatuto al amor, mismo que marca y sella la historia del sujeto. Como bien lo apunta Freud, el amor siempre es con relación a otro, y en el caso de la operación edípica, pone al padre en el lugar de objeto de amor. Por lo que el drama edipico toma su sitio antes de la existencia del psicoanálisis, arrojando así la hiancia que no es otra cosa que la estructura misma del amor.
Esta hiancia separa al objeto de la inmediatez de su consecución, por ello la demanda de análisis es la pregunta con relación a la petición dirigida al Otro, al que se le supone cierto saber, y quién ejerce la función de Otro (no barrado). Este Otro sin barrar es aquel que tiene el saber sobre el amor, pero no el amor en términos generales, sino el amor de quien pregunta, es decir, la interrogante del analizante es en torno al valor que tiene en el deseo del analista.
De cierta manera el drama edipico tiene un final incomodo, necesario por que abre la posibilidad de muchos finales. Esto se observa en la clínica, cuando la demanda apunta a los efectos del amor sobre la persona del analista. “Para el lego bien educado —que tal cosa es, frente al psicoanálisis, el hombre culto ideal—, los episodios amorosos son inconmensurables con los de cualquier otra índole; se sitúan, por así decir, en una página especial que no admite ninguna otra escritura. Y entonces si la paciente se ha enamorado del médico, el lego pensará que sólo dos desenlaces son posibles: uno más raro, en que todas las circunstancias consintieran la unión legítima y permanente de ambos, y otro más común, en que médico y paciente se separarían, abandonando el recién iniciado trabajo que debía servir al restablecimiento, como si un accidente elemental lo hubiera perturbado. Claro está, también es concebible un tercer desenlace, que hasta parece conciliable con la prosecución de la cura: el anudamiento de relaciones amorosas ilegítimas, y no destinadas a ser eternas; pero lo vuelven imposible tanto la moral civil como la dignidad médica. El lego, sin embargo, rogaría que el analista lo tranquilizara asegurándole, lo más claramente posible, que este tercer caso queda excluido”.[7]
En este sentido la figura del lego es oprtuna, en tanto es él quien demanda ser el enamorado. En este mapeo, el lego considerará que el analista es la excepción, y quien -con toda seguridad- estará a la altura del ideal. Esto se ve claro con Anna O., quien convergiendo con Breuer, lo coloca como figura ideal teniendo efectos de enamoramiento. Siempre ha sido cuestionada la relación entre analista y analizante por los efectos que se han visto en los tratamientos (como ejemplo tenemos a Carl Jung con Sabina Spelrein), lo cual de inicio, quedan desaconsejados por Freud. Sin embargo, debemos estar advertidos de la certeza de no hacer de eso una consigna moral. Efectivamente, quien está avisado de esos efectos es el analista por su posición con respecto a su analizante; posición que será primeramente ética, aun cuando la transferencia se torne erótica, y en segundo lugar, de alivio de quien demanda.
La suposición vendrá del analizante, pues es el analista quien no confundirá la escucha con el saber. Así, la dirección de la cura estará orientada en aparecer frente al analizante como quien vehiculiza la demanda no satisfaciéndola con producciones de objeto. Las llamadas “letosas” son las producciones que Lacan llamó en el Seminario Encore,[8] que están vinculadas a los efectos de amor en tanto gadgets que aparecen como promesa de satisfacción. Ahí es donde Lacan apunta a lo insostenible de la relación entre el amor y la ciencia, ésta última siempre ligada a la técnica.
Esta compleja relación aparece como de un amor mareado por encontrar la otra parte perdida. Sin embargo, hay otras posibilidades que Freud supo escudriñar; aquellas donde el amor no está sostenido en el reflejo narcisista, sino justamente en la diferencia. En la clase del 21 de noviembre de 1972,[9] Lacan hace alusión a otro seminario que destinó a la ética del psicoanálisis, de tal modo que para hablar del amor, es necesario incursionar en el campo de la ética.
Esta posibilidad queda abierta si el analista se posiciona como semblante de objeto a, misma que articula la ética que Lacan introduce en su enseñanza, al plantear una particular dimensión del deseo, en el llamado a la inexistencia del Otro, para que responda por ese Encore, del cual se busca saber. Entendamos este Encore como quien hace una demanda de amor sabiendo que el Otro no existe. Que no exista no quiere decir que deje de tener efectos sobre el campo del lenguaje. Que el amor este jugado en el campo del lenguaje permite que sea su insatisfacción el mismo motor que lo impulsa a dar una vuelta más al circuito de la demanda. Lacan dira: “Pues si el amor es dar lo que no se tiene”.[10]
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Fotografía: Revista Hamartia