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Exhibición no es subversión.

por La Redacción noviembre 19, 2020
noviembre 19, 2020
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Por: Diego Sztulwark. LOBO SUELTO. 19/11/2020

Los resultados de los enormes pronunciamientos públicos en elecciones y plebiscitos de los últimos días en Bolivia, Chile y EE.UU. dan un respiro ante el crecimiento -en extensión y en intensidad- de un fascismo en plural, que no se explica solo por la expansión de un fenómeno ideológico, sino por la convergencia de varias lógicas concurrentes de aseguramiento posesivo (la correlación entre la narrativa a lo Berni, conjugada con presión por asegurar la privatización de la tierra; o la presencia de “libertarios” de ultraderecha que tienen amenazada la libertad por los protocolos de cuidados públicos, serían ejemplos bien “nuestros”). La discusión sobre estos fascismos ha dado lugar a la percepción de un escenario reactivo, en el que estas “nuevas” derechas en ascenso se adueñan de una agresividad expresiva, de una desinhibición extrema, y en última instancia, de una gestualidad transgresora que las izquierdas fueron perdiendo, encajonadas en una defensiva que las vuelve representantes de los discursos de la sensatez, o que directamente las subordina a una moral mojigata, una distensión muscular que les impide actuar con vigor, y una dependencia de los discursos de la legalidad y de la razón científica que cristalizan en una posición impotente y pacata de simples custodios de lo políticamente correcto. Sin dudas, el desenfado del discurso del odio en la redes sociales y en los territorios trabaja en este sentido. El libro Las revueltas del odio. Gestos, escrituras y políticas, que reúne un ensayo de Gabriel Giorgi y otro de Ana Kiffer (Eterna Cadencia, Buenos Aires, 2020), aporta al respecto una nueva lucidez analítica considerando los casos de Argentina y Brasil (con interesantes reflexiones sobre la relación entre pasiones y escrituras digitales). Mi pregunta sería la siguiente: ¿No concedemos demasiado cuando otorgamos a la derecha una capacidad disruptiva e innovadora, que los movimientos en general habrían perdido, o bien solo podrían recuperar abrevando en el afecto de un odio comparable? Es cierto que la crisis del orden, cuando es crisis vista desde arriba, tiende a resolverse por la vía de la movilización del odio. Pero no lo es menos que este odio está vinculado al miedo. Un miedo justificado por el riesgo de perderlo todo. Siempre habrá unos “otrxs” a quienes temer y odiar, contra quienes reaccionar a fin de asegurar el orden. Pero este odio no es desacato, sino aferramiento elemental. De allí la insistencia de la pregunta: ¿es realmente cuestionador ese odio? Cuando percibimos un puro odio, sin inscripción en políticas de aseguramiento -ese odio desligado del que alguna vez escribió Santiago López Petit-, estamos ante un afecto libre, susceptible de actuar como fuerza crítica o subversiva. Es exactamente lo que no sucede con estas ultraderechas. Más que subvertir el llamado “pacto democrático” (expresión esta que muestra suficientemente bien la triste concepción que la democracia se ha hecho de sí misma), la violencia de los fascismos actuales es re-aseguradora de pactos más oscuros, fundados en la propiedad concentrada y en jerarquías sociales duras, que preceden y subyacen inmodificables a la conformación misma de estas democracias. Solo los movimientos populares más radicales se han atrevido y se atreven a cuestionar este inconsciente colonial por debajo de las constituciones y los discursos edificantes. Y es más bien contra este cuestionamiento igualitario que se alza la desenfadada defensa de estos presupuestos del llamado “pacto democrático”. De ahí las memorias que el odio actual prolonga respecto de las dictaduras y los colonialismos. Los fascismos no son cuestionadores, salvo de lo “políticamente correcto”. Son más bien aseguradores de las jerarquías de fondo sobre las que esas, nuestras democracias, se fundan. Su indigno coraje consiste en admitir y defender como razonable lo que hasta ahora solo los movimientos populares denunciaban como injusticia: aquello que los discursos progresistas solo nombran con palabras de impotencia, porque son incapaces de descender a la dimensión de guerra real en que se reproducen. Las llamadas “nuevas derechas” revelan lo que ya sabíamos: que tras la fachada de la democracia liberal rige una guerra acentuada. Su lección se dirige a demostrar la impotencia transformativa en que ha caído el campo de las izquierdas. Gabriel Giorgi escribe que “el trabajo fundamental del odio” apunta a “regular y disciplinar el espacio público, el terreno en el que se define lo público en democracia”, el escenario en el que se deciden las igualdades tolerables. En la medida en que las derechas canalizan y modulan, expresan y exacerban el odio y el miedo en un sentido desigualitario, más que transgresoras resultan exhibicionistas. Su tarea es la de exponer a la vista de todos la violencia de un orden racial, sexista y clasista. De asistir la dinámica que asegura la máquina social neoliberal. No vienen a imponer nada nuevo, sino a reforzar y a resguardar. No inventan criterios, sino modos de publicidad y comunicación. Su propósito declarado es intensificar el orden, ampliando su capacidad de hacerse oír, de actuar. Desplazando la legitimidad del uso vertical de la violencia. Aseguran, no cuestionan. Exhiben, no subvierten. Razón por la cual, si se desea derrotar a estos populismos de derechas -como les llaman-, se trata menos de hacer una defensa de la democracia, y más de un profundo cuestionamiento (lo que Gabriel Giorgi llama “contraofensiva”, escrituras desde el odio, pero de un odio en tanto que pasión política que crea zonas compartibles, y Ana Kiffer propone como una contraefectuación no asesina del odio). Cuestionar la democracia por su incapacidad de revertir desigualdades. Cuestionarla porque ella no se atreve a revisar las conexiones entre orden objetivo y deseos fascistas que se incuban en sus sótanos Cuestionarla en sus supuestos desigualitarios, sobre los cuales se reproduce y crece este inconsciente reaccionario.

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Fotografía: LOBO SUELTO.

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