Por: Silvana Aiudi. NUEVA SOCIEDAD. 19/11/2020
La intimidad y lo político en la «literatura escrita por mujeres» propone hacer visibles las zonas íntimas de algo compartido: las desigualdades y las violencias que atraviesan al género. Una breve cartografía sirve para mostrar una literatura que está lejos de ser nueva, pero que vive una renovación que acompaña cambios sustanciales en la sociedad.
La escritura no es ausencia sino puro significado: sentidos difíciles de vaciar. Hay algo de «poner el cuerpo» en la escritura. La experiencia de la palabra atraviesa esos cuerpos, el «poder decir» en la intimidad. En el principio es el silencio, aquello que no puede comunicarse. Después, es ese silencio el que se hace voz y se materializa, haciendo de lo íntimo algo público. Toda escritura está, a su vez, relacionada directamente a la lectura. En ese acto de leer también interviene el cuerpo: es el que se inquieta, el que se manifiesta, el que se constituye como un campo de batalla.
La escritura literaria tiene, entonces, una voz y un cuerpo. Pero además tiene género e ideología. En 1936, la escritora y ensayista argentina Victoria Ocampo pronunció la conferencia radiofónica «La mujer y su expresión». Se trataba de un discurso que se constituía como un llamado a las mujeres a expresarse, a hablar por sí mismas dejando atrás las «migajas de los monólogos de los hombres». En su alocución, Ocampo dice que en la escritura hay un dominio por conquistar. Y asegura que, cuando esto suceda –si es que se consigue–, la literatura mundial se enriquecerá. La escritura y lectura del discurso de Ocampo se inserta en una tradición literaria de lo que se denomina (todavía) «literatura escrita por mujeres». Desde la ficción y los distintos géneros literarios, las escritoras se ocuparon de referirse a diferentes temas íntimos y volverlos políticos.
En el prólogo a la antología de cuentos Esas malditas mujeres (1998), Angélica Gorodischer afirma que quien sabe escribir puede hacerlo desde la conciencia de uno u otro género y «que las mujeres pensantes estamos aprendiendo (no es fácil, señora, créame) a escribir con conciencia de género». ¿A qué se refiere Gorodischer con «conciencia de género»? La respuesta es contundente: a que la escritura de mujeres fue mudándose a temas que rompieron con un esquematismo e hicieron de lo íntimo una narrativa de algo compartido. Así la «literatura escrita por mujeres» fue creando imágenes que cuestionaban ciertos modos de escritura y roles establecidos, que rompían modelos, y expandieron tópicos que, según el contexto, resultaron o resultan impensables.
Las autoras latinoamericanas jugaron un rol central en la dotación de significado a esa ausencia, en la superación de «lo incomunicable» por medio de la voz y la escritura, por medio de un cuerpo. «Poner el cuerpo» significa, aquí, pensar políticamente el campo literario, trastocando las representaciones creadas e instaladas sobre la imagen y el rol de la mujer en la literatura. Las autoras no solamente problematizaron el haber sido escritas desde el patriarcado, sino que, al mismo tiempo, se esforzaron por romper con los modelos «femeninos» que, por estar insertas en esa hegemonía, ellas mismas habían contribuido a crear. Ver sus propias contradicciones y cuestionarlas fue uno de sus principales objetivos literarios.
En la actualidad, la «literatura escrita por mujeres» ha aparecido con toda su potencia. No es casual que esto se produzca en paralelo al reverdecer de las luchas feministas y a la crítica de las violencias que el colectivo de mujeres proclama. Sin embargo, esta «literatura escrita por mujeres» no siempre es bienvenida. En los medios y las redes sociales, aparece casi siempre seguida de una palabra: «moda». A través de ella se pretende banalizar lo que no es, ni más ni menos, que un producto histórico determinado por luchas sociales y políticas.
Las narrativas desarrolladas por mujeres, hace buen tiempo, se han abierto paso mostrando diversas formas de intimidad. Desde la ficción, comenzó a desobedecerse el registro imperante. Se produjo una huida de la «zona de confort» y comenzó a hablarse de la familia y del ámbito doméstico, pero también del erotismo y de la maternidad, de la sexualidad y los femicidios, de la perspectiva política de las mujeres. Frente a temas y escrituras de este tipo, era lógico que naciera la controversia.
Cristina Peri Rossi, Mónica Ojeda, Cecilia Vicuña, Mary Grueso, Reina Roffé, Marosa Di Giorgio, Libertad Demitrópulos, Naty Menstrual, Pilar Quintana, Camila Sosa Villada son solo algunas de las voces que, desde hace años, forman parte de esa renovación de la literatura. Las temáticas se vincularon con una época, con un contexto y la necesidad de reflexionar sobre la intimidad y qué cuestiones de esa intimidad reproducen las desigualdades. El contexto de encierro y pandemia actual hace pensar en un tema de la literatura «escrita por mujeres» que se viene manifestando desde la ficción: el de la casa o el hogar como un lugar «no seguro». ¿Cómo trataron las escritoras la cuestión de lo doméstico y las violencias?
El ángel de la casa
Históricamente, la hegemonía cultural del patriarcado construyó a la mujer en torno a la figura del «ángel de la casa». Se trató de un modelo nacido en las clases medias, pero que se constituyó como parte de un imaginario social más amplio. Este modelo de mujer vinculado a lo doméstico se vio (y aún se ve) en una serie de mensajes, discursos e imágenes que, con su habitual proliferación, sostienen una posición «educativa» que fija a la mujer en un espacio determinado de la sociedad. Recluida al hogar y a la familia, la mujer podía aprender a estar con el marido y criar a los hijos y también puede preparar la cena, adecuar sus modos de vestir y pensamientos al estereotipo de la «mujer doméstica». Esta posición se hizo visible, durante la primera mitad del siglo XX, a través de los magazines, los manuales de conducta, los discursos periodísticos y las llamadas revistas «para ellas». En la actualidad, ese papel lo ocupan algunas redes sociales específicas, entre las cuales Instagram es la privilegiada. Una red social «amigable» para todo tipo de discurso -desde el feminista hasta el conservador-, pero en la que prevalece el discurso con «espíritu familiar y ameno». Así, en el contexto de pandemia, pueden verse famosas que sonríen mientras le pasan lavandina al piso con sus hijas e hijos. Es el modelo del «ama de casa feliz» que atraviesa a todas las clases y edades y que se sostiene como el complementario al arquetipo masculino y viril. El espacio de la casa opera como el instrumento del ideal social que construye la subjetividad femenina, que relega los cuerpos y la sexualidad recluyéndolos en la casa.
Sin embargo, al mismo tiempo, han aparecido espacios de resistencia que escapan al modelo que pretende «enseñar a la mujer a ser mujer». En el caso de los periódicos, por ejemplo, en la década de 1920 Alfonsina Storni subvirtió y reclamó repartir las tareas y los cuidados a través de sus artículos en La voz de la mujer. Julieta Lanteri y Elvira Rawson también reaccionaron contra los modelos establecidos de género por aquellos años (aunque no era tema central del reclamo feminista más preocupado por la igualdad de derechos políticos).
Es recién en la década de 1960 cuando el feminismo se centra en la cuestión de la subjetividad y los reclamos del reconocimiento del trabajo doméstico. En ese contexto, diversas voces dentro del feminismo asumen la idea de que el de «ama de casa» es el estereotipo que hegemoniza el modo de ser mujer y que, además, supone otros roles: el de esposa y madre. La teórica Betty Friedan es una de las pioneras en realizar esa afirmación que ha influido claramente en el pensamiento latinoamericano. Así, en los diversos países de la región, comienzan a aparecer quienes sostienen una perspectiva alternativa. María Elena Oddone, líder feminista argentina, escribe en la revista Persona en 1974: «El trabajo doméstico se compone de una serie de tareas (…) La producción, cuidado y educación de los hijos. La atención de las necesidades materiales, espirituales y sexuales del marido. La preparación de las comidas. El lavado de ropa y los objetos. La limpieza de la casa. Compras».
Acompañando las luchas políticas y las batallas teóricas del momento, la literatura comienza, entonces, a centrarse en el cuestionamiento de la figura del «ángel del hogar». Las tareas domésticas, la maternidad, el álbum de familia feliz empiezan a quebrarse a partir de voces que ponen en juego otras miradas. Desde 1970 a esta parte, las voces de Tununa Mercado, Angélica Gorodischer, Liliana Heker, Ana Lydia Vega, Lola Copacabana, Lina Meruane y Ariana Harwicz, entre otras, se constituyen como pilares para esa crítica en la literatura. Pero la operación es doble. Porque al mismo tiempo que realizan una crítica del patrón establecido, rompen otro. El que excluye (o las incluye, pero solo si asumen el patrón hegemónico) a las mujeres del mundo editorial. Estas mujeres ingresan en las casas de publicación, fundan revistas, amplían el mapa cultural. Así, aparecen mujeres como Rosario Castellanos que, con su libro Álbum de familia (1971), abre la generación del relato posmoderno mexicano. Los cuentos muestran, desde su «yo» interno, el encierro de la mujer recién casada que cocina para el marido. Uno de sus personajes, Edith, es la «esclava» hasta los domingos que después se conforma con ser una «dama de sociedad».
La ficción no queda desvinculada del el contexto político y social. Las intimidades son escritas, visibilizadas, cuestionadas, y la figura del «ángel del hogar» queda desarticulada. Sin embargo, surge un nuevo problema con otras formas de escritura fuera del campo literario. En su artículo «Feministas aguafiestas», Sara Ahmed afirma que las diferentes escrituras que repensaron la imagen de «el ángel del hogar», como esa forma de manifestar la infelicidad, tuvieron un resultado social contradictorio. Muchas mujeres realizaron una lectura de tipo lineal, según la cual leyendo o cuestionando los patrones establecidos encontrarían «guiones de felicidad». Sin embargo, el feminismo y las narrativas repiensan las tareas y las desigualdades económicas en función del género, pero sin constituirse como nuevas recetas para la felicidad ni estableciéndose como imposiciones. Traen a la superficie esas «ideas ocultas» bajo los signos públicos de felicidad. En este sentido, una de las reacciones contemporáneas que se manifiesta en las redes sociales es la de la reivindicación del hogar «como elección». Una elección que supone una forma de nostalgia hacia un «pasado mejor». La afirmación «soy una ama de casa feliz» se constituye, actualmente, como una nueva forma de rebelión. Nuevas escrituras evocan aquella fantasía de felicidad que el feminismo habría venido a arruinar.
Contar las violencias
El libro de cuentos Pelea de gallos (2018), de María Fernanda Ampuero, comienza con un epígrafe de Fabián Casas: «Todo lo que se pudre tiene forma de familia». Los cuentos se inscriben en el género de terror y son narrados desde la voz de niñas o adolescentes que, en muchos casos, sufren situaciones de violencia familiar y social. En Enero (1958), Sara Gallardo pone como protagonista a Nefer, una adolescente que es violada por un trabajador del pueblo y queda embarazada. El silencio, la familia y el «qué dirán» atraviesa la novela: «todos los que están aquí, y muchos más, van a saberlo, y nadie dejará de hablar». La violación y la maternidad no deseada harán que Nefer piense en morirse, abortar o en construir una vida feliz junto al hombre que ama. En Las primas (2006), Aurora Venturini critica la institución familiar. Unos años antes, Sabina Berman le pone voz a la protagonista del caso «Dora» de Freud en la obra de teatro Feliz nuevo siglo, Doktor Freud (2000). Por su parte, Susy Shock escribe, desde su voz de «artista trans» (como se define a sí misma), Crianzas (2016), libro que nace de un formato radial, con un glosario del activismo territorial y popular del colectivo disidente sexual. Allí piensa las violencias y las infancias diversas que evitan los binarismos de género y cuestiona el lugar de las niñas y los niños como deseo de los adultos.
Ninguno de los textos antes mencionados está aislado de su contexto de producción y muchos de ellos se ligan directamente a reclamos políticos desde la ficción. Otros, incluso los anticipan. ¿Cómo se representan las violencias? ¿Cómo intervinieron o intervienen las obras literarias? ¿Qué situaciones se visibilizan?
Retomemos a Sabina Berman. Feliz nuevo siglo, Doktor Freud (2000), obra de teatro que surge en el contexto de los femicidios en México, no solo propone una perspectiva teórica a partir de la obra del padre del psicoanálisis, sino que piensa un destino alternativo para Dora, quien parece vivir una liberación, pero que finalmente también resulta víctima de una violación.
El siglo XXI ha activado el impulso literario feminista a partir de la lucha contra la violencia de género y los femicidios. Chicas muertas (2014), de Selva Almada, y Cometierra (2019), de Dolores Reyes, ingresan en ese barro de la violencia contra las mujeres y narran desde esta perspectiva. Se trata de dos textos distintos. Uno más testimonial, en el estilo de la crónica periodística de «no ficción». El otro, ficcional. Ambas obras, sin embargo, postulan un espacio en donde las violencias sexistas son representadas y se unen a los reclamos del Ni Una Menos en toda la región. Los femicidios ocupan un lugar central y dan paso a lo político desde la voz y los cuerpos. De ahí la necesidad de la corporeidad en la escritura, la necesidad de que las intimidades no sean ese lugar de confort en donde aparecen formas de Estado que controlan lo íntimo y hacen oídos sordos a la violencia, a las denuncias, a los reclamos sociales.
Escrituras aguafiestas
Existe un vínculo entre la literatura y su tiempo. Un vínculo que se produce en forma de subversión. La intimidad y lo político en la «literatura escrita por mujeres» propone hacer visibles esas zonas íntimas de algo compartido.
Aquella voz que anunciaba Victoria Ocampo, que exhortaba a hablar a las mujeres, se pronuncia en la literatura desde la contrariedad de las experiencias en el mundo patriarcal. Estas narrativas proponen una transformación de los lugares, la manifestación de una disconformidad, una manera de ser «aguafiestas», como diría Sara Ahmed. La «literatura escrita por mujeres» visibiliza la carga simbólica que se les da a las intimidades, trae a la superficie las desigualdades y violencias. De ahí la necesidad de narrarlas como un espacio no apacible.
Las nuevas narrativas entroncan con un nuevo espíritu de resistencia que se hace visible en los diversos Encuentros Plurinacionales de Mujeres, Lesbianas, Travestis y Trans y en las movilizaciones de Ni Una Menos, que proliferan en toda la región. No solo se hacen cargo de este espíritu: forman parte de él. Se unen a las experiencias de intimidad compartidas, a formas de escritura en las calles en las que el cuerpo es el campo de batalla. Las narrativas y las luchas feministas forman una unidad. Ambas se inscriben en transformaciones en el modo de hacer política y en la reflexión de una utopía posible.
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Fotografía: NUEVA SOCIEDAD.