Por: Eduardo López Molina. 09/05/2025
En esta nota ―columna institucional de la Escuela de Ciencias de la Educación de la UNC, especial para La tinta―, el profesor Eduardo López Molina analiza el contenido y las implicancias de la Resolución 187/2025, publicada por la Agencia Nacional de Discapacidad, que revive categorías diagnósticas propias del siglo XIX para clasificar la discapacidad, una regresión enmarcada en una disputa cultural de fondo sobre el reconocimiento de derechos
La Agencia Nacional de Discapacidad (ANDIS), que depende del Ministerio de Salud de la Nación, en enero, publicó la Resolución 187/2025 en el Boletín Oficial, mediante la cual da cuenta de los “nuevos criterios” para el otorgamiento de pensiones no contributivas a aquellas personas con discapacidad sensorial, intelectual o motriz. Usa expresiones retrógradas para medir la invalidez laboral y clasifica a las discapacidades con términos tales como idiota, imbécil o débil mental. Según indican, los propósitos que inspiraron tal resolución fueron: «Garantizar un proceso equitativo para las personas con discapacidad que requieran solicitar pensiones y asegurar que las pensiones cumplan con los criterios legales».
Se trata de un documento oficial, emitido por un ente del Estado nacional y que lleva la firma de sus respectivas autoridades. Se trata también ―y hay que decirlo― de una institución cuyo objetivo fundamental y fundacional es: «Fomentar el desarrollo y la aplicación de políticas que consoliden derechos de las personas con discapacidad potenciando la transformación social y la inclusión». Cuán lejos de lo publicado están estos propósitos.
El actual presidente, Javier Milei, designó a cargo del ANDIS a su representante legal, al abogado Diego Orlando Spagnuolo, sin ninguna experiencia en la materia y que asume con el mandato de reducir la planta.
Esta resolución fue severamente criticada por diversos sectores de la comunidad y las autoridades involucradas salieron a aclarar que se trató de un error y que se modificaría la normativa, alineándola a las referencias internacionales contenidas en la Clasificación Internacional de Enfermedades (CIE-11) y el Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (DSM-5). Cabe aclarar que ambos manuales no solo no garantizan nada, sino que fueron y son fuertemente cuestionados por reconocidos profesionales de todo el mundo en razón de la fuerte influencia que ejercieron y ejercen los laboratorios sobre el panel de médicos que los crearon. Uno de los críticos más encumbrados fue el Dr. Allen Frances, quien participó del equipo que elaboró el DSM-III, el DSM Revisado y dirigió el DSM-IV. Cuando fue invitado para formar parte de DSM-5, no aceptó y, en 2014, publicó un libro titulado ¿Somos todos enfermos mentales?, donde denunció el incremento exponencial de falsos positivos, el sobrediagnóstico de TADH, los abusos cometidos con el trastorno del espectro autista, el panik attack y el compromiso interesado de muchos profesionales que eran accionistas de los laboratorios.
Lo consignado en dicha resolución no fue resultado de una lamentable y azarosa equivocación. Se trata de un acto atroz, de una crueldad inusitada y que da cuenta de lo que realmente piensan sobre la discapacidad. Recordemos que la máxima autoridad del país suele usar, para descalificar adversarios, expresiones tales como «mogólico» u otras semejantes.

Decía el Dr. Fernando Ulloa que el dispositivo de la crueldad pertenece con exclusividad al orden humano en donde la pulsión hace de bisagra entre el polo de la natura y el de la cultura, vinculado a la intervención de la palabra. El instinto, en cambio, que es aquello que compartimos con los animales, está subordinado a la supervivencia, al orden de lo natural y, en razón de ello, puede ser feroz, pero nunca cruel. «Si la crueldad excluye al tercero de la ley, en la ternura, este tercero siempre resulta esencial y la crueldad, así entendida, es patología de frontera entre el instinto y lo pulsional entremezclados», Ulloa dixit.
De un lado, el acto de crueldad y, del otro, la ternura, la palabra y el cuidado. Justamente, porque el polo opuesto de la crueldad es la ternura, el cuidado de sí y del otro, y de quienes, en el marco de esa institución, deben ser cuidados a su vez y no vivir con la amenaza de quedarse sin su trabajo.
Como plantea Norma Barbagelatta: «Cuidar al otro es, de algún modo, alojarlo en nosotros como preocupación, como una relación que es, por definición, asimétrica. No es reversible en lo inmediato. El que cuida aparece en una posición de potencia, de posibilidad, de capacidad, de saber, de movimiento, de la que el cuidado carece».
Las categorías consignadas en el documento de marras resucitan los conceptos de imbecilidad, debilidad mental, idiocia o idiotismo. O las expresiones de imbécil e idiota, que singularizan, en un sujeto particular, dicho diagnóstico. Forman parte de nosografías propuestas a comienzos del siglo XIX, en el nacimiento de la psiquiatría francesa, y que fueron propuestas por Philippe Pinel, Étienne Esquirol y Étienne Georget, entre otros.
La obra inaugural del primero de ellos, y en la cual promueve estos términos para dar cuenta de las detenciones en el desarrollo, se llama el Traité médico – philosophique sur l’aliénation mentale ou la manie y fue publicada en 1801. Es decir que las afirmaciones consignadas por los supuestos especialistas que elaboraron ese documento oficial y quienes lo firmaron tiene un atraso de 224 años. Durante ese extenso período de tiempo, el debate en psiquiatría, psicología y psicoanálisis produjo un giro copernicano en el diagnóstico y tratamiento de la discapacidad motriz, sensorial o intelectual.
Pinel definía al idiotismo como una obliteración de las facultades mentales y afectivas en su conjunto, quedando el sujeto, en consecuencia, reducido a una existencia vegetativa. Esquirol complejizó las categorías clínicas propuestas por Pinel, describiendo cómo se puede evolucionar desde la imbecilidad hacia la idiotez propiamente dicha y, finalmente, al cretinismo. Por su parte, Georget, discípulo de Esquirol, en su obra de 1920, expresó: «No debe hacerse de la idiocia una especie de delirio; una falla original del desarrollo no es, propiamente hablando, una enfermedad. Los idiotas deben ser considerados monstruos desde el punto de vista intelectual».

La calificación de Georget, a tono con lo consignado por los craneotas recién llegados de la ANDIS, despoja de todo rastro de humanidad a estos sujetos, comparándolos con un engendro que causa espanto. Curiosamente, la palabra idiota proviene del griego ἰδιώτης idiṓtēs, y, en su origen, no era un término despectivo o insultante. Tampoco se relacionaba con la inteligencia de la persona que recibía ese calificativo. Su uso estaba ligado a la idea del ciudadano común que no mostraba interés alguno por los asuntos públicos. Para el ethos griego, estar al margen de los asuntos de Estado era indicador de ignorancia, falta de educación y abandono del deber que le cabía a todo ciudadano.
En la literatura, la novela El idiota (1868), de Fiódor Dostoyevski, da cuenta de otra acepción para este término, presenta la historia del príncipe Myshkin, quien se caracterizaba por su humildad, honestidad y amabilidad en una sociedad de farsantes e intrigantes falsos. Un personaje humano, no un monstruo, y que es capaz de llevar una vida sin hacer el menor daño a los demás.
Imbécil, por su parte, proviene de imbecilia, que designaba a quien fuera enclenque, débil y carente de fuerzas. Se trata de aquella persona que camina “sin báculo”, es decir, sin apoyo, tambaleándose. Y si se diagnostica a un cierto sujeto como débil mental, ello supondría el conocimiento exhaustivo de lo que sería la fortaleza mental y el linde entre ambas.
No se pueden dejar pasar de ningún modo estas cosas y la universidad, las facultades, las cátedras, los profesores y estudiantes son el territorio en el cual habrá que librar la batalla cultural contra estas decisiones francamente fascistas, contra estas argumentaciones preoperatorias que quieren llevar a la humanidad a tiempos que ya no son y que no pueden jamás volver.
*Por Eduardo López Molina** para La tinta / Imagen de portada: APADIM.
*Voces en Educación es una columna institucional de la Escuela de Ciencias de la Educación (ECE) de la Universidad Nacional de Córdoba (UNC), un espacio de comunicación pública de la ciencia del campo educativo local.
**Profesor titular de la cátedra Teorías Psicológicas del Sujeto, Escuela de Ciencias de la Educación de la UNC.
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Fotografía: La tinta