Por: Azahara Palomeque. 22/05/2025
El escritor y economista medioambiental publica nuevo ensayo, ‘The Care Economy’ (Polity, 2025), centrado en los cuidados.
Tim Jackson (Reino Unido, 1957) sonríe en la pantalla con familiaridad y cortesía, pues me sabe lectora de sus libros. El escritor, economista medioambiental y director del Centro para la Comprensión de la Prosperidad Sostenible (CUSP, por sus siglas en inglés) sigue siendo igual de prolífico que la última vez que hablamos, a propósito de la publicación de Post Growth: Life after Capitalism (2021), un ensayo que después fue traducido a castellano como Poscrecimiento (Ned Ediciones, 2023).
Esta vez, el motivo de nuestra reunión es The Care Economy (Polity, 2025), el producto acabado de una investigación que estaba comenzando entonces. Le doy la enhorabuena y, de alguna manera, hacemos balance de todas las cosas que han cambiado, desde sus preocupaciones hasta el estado del mundo. Su nueva obra retoma inquietudes previas como el decrecimiento, pero desde una perspectiva que sitúa los cuidados en el centro del debate. Además, ofrece recomendaciones en forma de políticas públicas, como implementar una renta básica universal (RBU), garantizar el derecho a la sanidad universal, y la revalorización cultural y económica de aquellos empleos –casi siempre femeninos– dedicados a atender a los demás. Nuestra charla, como ya va siendo costumbre, resulta de lo más agradable y una fuente de aprendizaje.
¿Qué tiene que decirnos la economía de los cuidados en un mundo que parece listo para la III Guerra Mundial?
Muy buena pregunta. Me la planteé durante mucho tiempo cuando me senté a escribir el libro. No recuerdo exactamente cuándo hablamos, pero sin duda fue hacia el final de la pandemia. Ahí comenzamos a prestarle atención a la idea de que la salud importa y de que el cuidado tiene un valor para la sociedad. Creo que, de alguna manera, nos movíamos lentamente hacia ese mundo, porque incluso hacia el final de la pandemia, en el Reino Unido y otros países, se reconocía que los cuidadores –y, en particular, los trabajadores sanitarios– no habían recibido una remuneración adecuada. Hubo algunas huelgas, peticiones de mejor salario… Y eso empeoró cuando, tras la invasión de Ucrania, el coste de la vida se disparó; había aún menos dinero para pagar lo que más necesitábamos. Y, en poco tiempo, como decías, nos precipitamos hacia un mundo empecinado en la destrucción. Hay gente que afirma que nos encaminamos a la III Guerra Mundial, que necesitamos rearmar Europa, reintroducir el servicio militar obligatorio…
Eso me inquietó mucho durante la escritura del libro, de hecho, influyó en mi opinión, a raíz de la lectura de Care and Capitalism (2021), de Kathleen Lynch, donde ella habla del cuidado y la violencia como si estuvieran en tensión. Los cuidados, por así decirlo, son como un antídoto contra la violencia, y la violencia es la némesis de los cuidados. Y, si no podemos enfrentar y comprender la violencia, tampoco podemos entender los cuidados. Empecé a sentir que este era el momento propicio para hablar de cuidados. Pero no se trataba de los cuidados desde una visión bienintencionada y pintada de rosa, sino de pensarlos como un principio organizador, de reflexionar sobre su relación con la violencia, y comprender cómo esa relación se desarrollaba en la nueva geopolítica. He llegado a creer que el trabajo que hemos emprendido tiene incluso más que decir ahora que al final de la pandemia, cuando me senté a escribirlo.
Cuando leía tu libro, pensaba en cómo la gente utiliza el término “autocuidados” de forma que banaliza su significado original, porque acaba equivaliendo a consumismo. ¿Podríamos resignificar este concepto?
En cierto sentido, esos argumentos se remontan a mis libros Poscrecimiento (2021) y Prosperidad sin crecimiento (2009), donde explico que nuestro modelo de bienestar ha sido pervertido por el consumismo. Para mí, el consumismo es una forma de organización de la sociedad en la que entregamos no sólo nuestras necesidades materiales, sino también nuestras necesidades psicológicas y sociales, nuestro funcionamiento como personas, incluso como seres espirituales, los entregamos al intercambio de bienes, a la búsqueda de una especie de forma material de felicidad.
Es importante señalar que utilizamos los bienes materiales no sólo para fines funcionales –no se trata sólo de que construyamos casas para protegernos, por ejemplo–, sino que todos nuestros bienes materiales también tienen funciones psicológicas. Contribuyen a nuestra identidad, a nuestro sentido de pertenencia, a nuestro amor por los amigos, etc. Todo esto se negocia a través del poder simbólico de las cosas materiales. Es la razón por la cual podemos poner nuestras funciones sociales y psicológicas en manos de las aspiraciones materiales y encontrarles sentido. Y, como decía, es un sentido muy importante, porque cubre funciones como la identidad, la afiliación, el amor…
Sin embargo, las hemos entregado a algo que, en última instancia, es muy destructivo; incluso destruye esas mismas funciones, porque, al fin y al cabo, ni siquiera un regalo material puede sustituir el amor que sientes por tus amigos. Puede simbolizar ese amor, pero no puede sustituirlo. Por eso creo que el consumismo está destinado al fracaso, no sólo porque está destruyendo el planeta, sino porque está destruyendo la estructura subyacente de esas relaciones. Esta perspectiva nos ayuda a comprender cómo el autocuidado corre el mismo riesgo de caer en una tendencia destructiva.
Si el autocuidado se representa mediante el consumismo, en realidad traiciona las necesidades de nuestro bienestar psicológico y social. Pretende satisfacerlas, pero las deja insatisfechas deliberadamente. De hecho, si realmente satisficiera nuestras necesidades –y esto es lo perverso del consumismo–, ya no necesitaríamos salir a comprar más cosas. Y, por supuesto, eso es precisamente lo que precisa el consumismo: que estemos continuamente insatisfechos. Esto lo expuse en Poscrecimiento. Ahora bien, desde el nuevo libro, lo que me aterrorizaba era que, si se delegaba el autocuidado al consumismo, entonces volveríamos al punto de partida. Es decir: la economía del cuidado no se diferenciaría de la economía del crecimiento. Te ves atraído por una especie de falso dios, un falso destino, un premio reluciente que parece brindar salud y bienestar con éxito, pero que en realidad los socava sistemáticamente.
En relación con esto: cuentas cómo, en una conferencia con representantes políticos de varios países, evitaste mencionar la palabra “D” –decrecimiento–. ¿Por qué sigue tan estigmatizado si va quedando cada vez más claro que el crecimiento no funciona?
Buena pregunta. Creo que nos encontramos en un dilema. Es evidente que el crecimiento económico no está dando resultados, y es más evidente aún que no podemos alcanzar las tasas de crecimiento deseadas. Sin embargo, seguimos siendo adictos a la idea misma. Es un tipo de autoengaño a escala social, una negación adictiva. Y eso, en cierto modo, explica que, cuanto más difícil es conseguir el crecimiento, más nos aferramos a él; cuanto más parece desaparecer ante nuestros ojos, más lo anhelamos, más lo convertimos en una urgencia, casi obsesión, sobre todo en la forma en que los políticos hablan de él. Ni siquiera usan la palabra crecimiento una sola vez, realizan declaraciones como: “Necesitamos tres cosas para arreglar la sociedad: crecimiento, crecimiento y crecimiento”. Sin embargo, esto es cada vez más ilusorio.
Pero esa obsesión explica la fiereza con la que nos resistimos a una palabra que parece ser justo lo contrario, el decrecimiento. El decrecimiento, a ojos de quienes están obsesionados con el crecimiento, es simplemente un retroceso, es volver a vivir en cuevas. Es un estado que fracasa, un lugar donde no se pueden cumplir las obligaciones democráticas. Y todas estas cosas son aterradoras. En cierta medida, el decrecimiento se enfrenta al problema de la imagen de marca. Es muy difícil. A quienes están obsesionados con el crecimiento, de forma irracional, les resulta muy difícil ver lo que realmente dice el movimiento decrecentista, que, por supuesto, es algo muy diferente.
¿Se podría vender mejor, entonces? Hablando de justicia social, distribución de la riqueza, reducción de la jornada laboral… Creo que todo esto forma parte de la economía de los cuidados, aunque haya gente que piense que alguien va a venir a robarle el coche o el móvil, incluso gente que ya ha sido marginada dentro del supuesto progreso.
Sin duda. Creo que esa fue otra motivación para hablar en el lenguaje de los cuidados, porque es un lenguaje que elude la dicotomía entre crecimiento y decrecimiento, y apela a algo universal. Se puede demostrar esa universalidad, que, sin los cuidados, lo demás no es posible. Se puede señalar su naturaleza esencial y también las cosas que se harían de manera diferente. Y, así, apoyar a las cuidadoras y cuidadores, a los trabajadores. La función del cuidado se convierte entonces en una tarea muy pragmática, y en una política hacia la cual se puede orientar a las administraciones públicas, lo cual respalda muchas de las cosas que el decrecimiento ha dicho durante dos décadas, pero lo hace con una voz ligeramente diferente.
Está quedando claro que existe –y esto lo planteo en el libro– una deuda sin pagar en el corazón de nuestra economía, una deuda que la economía descuidada tiene con la economía de los cuidados. Esta última está constantemente mal pagada, infravalorada, quemada de trabajo y denigrada. En el momento en que se reconoce esa deuda, se reconoce la necesidad de mecanismos para saldarla; es decir, tendríamos razón, como para decirle al Ministerio de Hacienda: “Hay una deuda aquí, y debemos pagarla para poder construir la posibilidad de cualquier tipo de economía en el futuro”.
Me interesaría también profundizar en cómo tu salud ha tenido un impacto en el libro. Reconoces que eras adicto al azúcar; te diagnosticaron diabetes… Al mismo tiempo, hablas de un sistema, el capitalismo, que nos enferma. ¿De qué manera tu propia vulnerabilidad influyó en el libro?
Fue bastante impactante, y supongo que una casualidad. Pero, el hecho de que estuviese escribiendo un libro sobre salud y me enfermara de repente, sin duda pulió mi enfoque. Y también me ayudó a comprender cómo ha cambiado toda la carga de enfermedad, porque se trata de una dolencia crónica y no transmisible. Además, me hizo ver que soy una estadística insignificante, un punto en mitad de un cambio masivo en una sociedad con mala salud. Tenemos que lidiar con estas enfermedades crónicas, no transmisibles, de una manera que nunca hicimos cuando se constituyeron nuestros sistemas públicos de salud. Estos se crearon en una época de enfermedades infecciosas y accidentes laborales; sin embargo, ¾ partes de la carga de enfermedad ahora se deben a estas dolencias crónicas. Algunos de los síntomas se pueden tratar con productos farmacéuticos, pero las causas subyacentes tienen que ver con cómo vivimos, cómo comemos, el estrés en nuestras vidas, la forma en que trabajamos y nos relacionamos.
En particular, hay aspectos de la dieta muy conectados con las enfermedades crónicas, especialmente la diabetes. Y el principal culpable es el azúcar, que está en todas partes. El procesamiento de los alimentos, el azúcar, las grasas saturadas, las grasas trans y la sal en forma inadecuada han sido legitimados en nombre del crecimiento. Así es cómo se vende más comida. Desde los inicios de nuestra evolución, estamos neuropsicológicamente condicionados para tener antojos de este tipo, y a las empresas se les ha permitido introducir estos ingredientes en los alimentos, y cambiar nuestra forma de comer.
Por lo visto, nadie, o muy pocos, se han dado cuenta de que, junto con este cambio en nuestro sistema alimentario, se produce un cambio en la carga de morbilidad, y una serie de facturas sanitarias impagables derivadas de intentar tratar los síntomas. Respecto a mí, empecé a verme como un síntoma de un sistema en el que aspirábamos al crecimiento infinito, que nos vendía cada vez más productos que nos enfermaban. Es una economía que dice brindarnos más ingresos, más progreso, pero, en realidad, el coste de esas enfermedades crónicas es completamente inmanejable.
Además, nuestra respuesta es principalmente farmacéutica. ¿Tienes colesterol? Pues tómate la pastilla. Así como la industria farmacéutica tiene un antibiótico para cada bacteria, también tiene un medicamento para todas estas enfermedades crónicas. Y adivinen qué: la industria farmacéutica también contribuye al crecimiento. Pero eso no resuelve el problema de la enfermedad. Sólo podemos resolverlo volviendo a los principios básicos, analizando las causas, cambiando nuestra dieta, comiendo menos y, en mi caso, comiendo menos azúcar. Esa fue la otra parte de mi camino: dejar el hábito del azúcar. Pero es terriblemente difícil.
Yendo a otro aspecto del libro. Mencionas a muchas autoras mujeres que han trabajado estos temas antes, por ejemplo, Kathleen Lynch. ¿Hasta qué punto este libro es un homenaje al feminismo?
Es un homenaje al feminismo, y es un homenaje a las mujeres –está dedicado a mi madre, de hecho–. Y esto es así porque ¾ partes de los cuidados mundiales, pagados y no pagados, los realizan las mujeres. Y son las mujeres, economistas, sociólogas feministas, quienes han escrito con más frecuencia sobre las formas del cuidado. Es más, es un libro en el que las referencias esenciales a lo largo del viaje fueron todas mujeres: Kathleen Lynch, Mary Harrington, Riane Eisler, Stephanie Kelton, una multitud; Hilary Cottam, Madeleine Bunting, Emma Dowling… Nancy Folbre, otra de mis guías, llamó al dominio del cuidado “la tierra del corazón invisible”, como contraste a la idea de “la mano invisible”, de Adam Smith. Ella señaló que esta tierra del corazón invisible está muy descuidada en nuestra economía moderna. Así que el comienzo y el final del libro, donde hablo de muchas cosas que se han dicho, es, sin duda, ese homenaje al pensamiento feminista.
Pero el libro también introduce algo un poco complicado, precisamente porque yo era un extranjero en esa tierra, y eso me llevó a abordar la cuestión con más intensidad. Por ejemplo, si yo fuese una mujer escribiendo sobre los cuidados –imagino–, lo haría desde la perspectiva de las personas oprimidas, infravaloradas, etc. Siendo hombre, me enfrento a un desafío diferente: ¿dónde ocurrió esto, por qué existe esta división del trabajo según el género? ¿Y, cómo recuperan los hombres el interés por el cuidado, cuando éste ha sido tan profundamente marcado por el género? A las niñas se las educa para cuidar; a los niños se les condiciona para no hacerlo o, peor aún, se les condiciona para las primeras etapas de la violencia, lo cual nos lleva de vuelta a esa tensión entre los cuidados y la violencia de la que hablaba Kathleen Lynch. Eso se convirtió en parte del recorrido del libro y, de hecho, en parte de lo que sugeriste al principio: cómo hablar de los cuidados en un mundo que se precipita hacia la violencia. Es necesario comprender ambas cosas y mirar a través del género para ver cómo se relacionan.
En el libro dices que el cuidado es un acto de atención. Sin embargo, nuestra atención está siendo fragmentada y destruida por las pantallas y, se puede decir, es objeto de una competición frenética en la que participan muchas empresas, sobre todo tecnológicas. ¿Cómo vamos a reconstruir los cuidados con una atención mermada?
Es interesante tu pregunta. Creo que hay que pensar la atención como un acto de resistencia, porque implica reclamar nuestro propio poder ante los reclamos en gran medida comerciales y monetizados que buscan desviar dicha atención. Pero no es un acto de resistencia en el que estemos solos. Creo que este fue otro punto de inflexión en el libro: comprender que lo que llamamos “cuidados”, la manera de atención consciente de una persona a otra, o incluso de una persona a sí misma, forma parte de la definición, sí, pero también estamos bajo el control de un sistema de cuidados más allá de esas interacciones, un sistema que reside en los procesos subconscientes que constantemente restauran el equilibrio de nuestros cuerpos. La salud en sí misma es un acto de equilibrio. E, incluso cuando conscientemente no le prestamos atención, cuando estamos desequilibrados por las tentaciones de un mundo comercializado, hay una sensación de que nuestros propios cuerpos nos están devolviendo el equilibrio.
¿Te estás refiriendo a la homeostasis?
Me estoy refiriendo a la homeostasis, a la sabiduría del cuerpo, y a los mecanismos que intentan, en mi caso, restablecer el equilibrio del azúcar en sangre, o devolver nuestros niveles de dopamina al punto de referencia que, en términos evolutivos, hemos alcanzado. O a los mecanismos que intentan regular nuestro estrés, nuestra respiración, nuestro pulso, nuestra temperatura corporal, y lo hacen con bastante éxito. También, cuando hablo de la luna o el movimiento de los planetas como “cuidados”, lo hago en el sentido de que están constantemente restaurando el equilibrio.
Creo que esta sensación de que no estamos solos en el acto de cuidar puede ser muy poderosa para reposicionar el cuidado, no sólo el individual, sino, sobre todo, para construir una economía que tenga ese mismo principio fundamental: la atención al equilibrio. Podemos preguntarnos qué significa realmente permitirnos las condiciones para cuidarnos y, en particular, qué significa operar en una sociedad que no intente constantemente desviarnos del equilibrio en aras del lucro. Eso, para mí, fue fundamental para reflexionar sobre un argumento que tiene principios filosóficos, consecuencias pragmáticas, y recomendaciones políticas muy claras.
LEER EL ARTÍCULO ORIGINAL PULSANDO AQUÍ
Fotografía: Climatica