Por: Luis Armando González. 22/07/2024
El agro salvadoreño se encuentra en una crisis de tal magnitud que no sólo es inocultable, sino que está afectando la vida cotidiana de las familias en todo el territorio nacional. Preguntarse por cómo se llegó a esta situación no es irrelevante, pues lo que se está haciendo en estos momentos (o se debería o se podría hacer) está fuertemente condicionado por dinámicas y procesos (en todo lo cual las decisiones de gobierno fueron un factor en juego) fraguados en las últimas décadas del siglo XX. En el presente no se puede (aunque se desee) dar la espalda a la herencia, positiva o negativa, del pasado. Además, lo que en el presente se haga o se deje de hacer (lo que en el ahora se construya o destruya) será el legado, positivo o negativo, con el que tendrán que lidiar, cual camisa de fuerza, quienes vivan en el país dentro de 40 o 50 años. Lo que ahora se está haciendo o se está dejando de hacer será el pasado del cual ellos y ellas se enorgullecerán o se abochornarán, el pasado que celebrarán o maldecirán. Así, la pregunta por cómo fue que El Salvador llegó hasta acá, en el caso específico de la crisis agrícola, no carece de sentido. De eso tratan las líneas que siguen a continuación[1].
En El Salvador, las dos últimas décadas del siglo XX fueron particularmente intensas en el plano político. Desde el 10 de enero de 1981 hasta el 16 de enero de 1992 el país vivió una guerra civil que, como sucede en conflictos militares de esa naturaleza, afectó al conjunto de la sociedad, con cuotas de dolor inimaginables para las poblaciones que habitaban en las zonas conflictivas, en especial para las que tuvieron que desplazarse fuera del territorio nacional –por ejemplo, a Mesa Grande y Colomoncagua, en Honduras— y para las que padecieron masacres, como la del Sumpul y la del Mozote. El impacto social de la guerra civil fue paralelo a su impacto económico, del cual lo más llamativo fue la destrucción del tendido eléctrico y la voladura de los dos puentes más importantes del país. Con todo, desde un punto de vista estructural, lo más significativo fue la desarticulación de las dinámicas agrícolas que habían sostenido la economía nacional a lo largo de ese siglo.
Al momento de estallar la guerra civil, la agricultura era el sostén primordial de la economía salvadoreña; a ella se subordinaban el sector industrial y el sector de servicios (comercio, turismo, banca). La riqueza y la pobreza se jugaban, precisamente, en el agro. No fue casual que, como dijo el sociólogo Segundo Montes, la tierra fuera el “epicentro” de la crisis[2], es decir, uno de los principales focos de la conflictividad socio política que, desde la década de los años setenta, caracterizó a la historia reciente de El Salvador. Así,
“en 1980, El Salvador tenía 215 habitantes por kilómetro cuadrado y el 58% de su población era rural (…). El porcentaje de familias sin tierra era de un 41% y se apropiaba de un 18% del ingreso agrícola mientras que las familias que ocupaban el mayor porcentaje de tierras, que representaba un 0,2% de la población, se apropiaba de un 15% del ingreso agrícola (…). Según el último censo de la época, el de 1971, la propiedad privada de la tierra ocupaba el 76,1% de la superficie agrícola del país (…); el 1.5% de las propiedades rurales, cuyo tamaño promedio era de 290 hectáreas, ocupaba poco más del 40% de las tierras de las fincas, que incluían las de mejor calidad, en cambio, el 73% de las unidades productivas, que por su tamaño eran microfincas y por su actividad apenas contribuían a la subsistencia familiar, tenía en conjunto apenas la décima parte de las tierras, muchas de ellas de calidad marginal. Las explotaciones rentadas superaban en cantidad a las trabajadas por sus propietarios directos, y más del 80% eran parcelas con una extensión inferior a 1.4 hectáreas (…)”[3].
Y, a lo largo la década de años ochenta e inicios de la siguiente década, el campo salvadoreño fue el principal teatro de enfrentamientos entre las fuerzas beligerantes, en especial porque una de ellas –las fuerzas guerrilleras agrupadas en el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN)— se hizo de bestiones territoriales en zonas rurales, para el caso, en el norte del Departamento de Morazán, en nororiente del Departamento de Chalatenango, el Cerro de Guazapa y el Volcán de San Vicente[4]. Era inevitable que la conflictividad militar afectara negativamente los ciclos productivos agrícolas.
A ello cabe sumar la reforma agraria impulsada por la segunda Junta de Gobierno surgida a partir del Golpe de Estado de 1979 –la encabezada por José Napoleón Duarte—que, aunque anunciada con el propósito de crear un sistema más justo en la tenencia de la tierra, “mediante la sustitución del sistema latifundista por un sistema justo de propiedad, tenencia y explotación de la tierra, basada en la equitativa y justa distribución de la misma, la adecuada organización del crédito y la asistencia integral para los productores del campo a fin de que la tierra constituya para el hombre que la trabaja base de su estabilidad económica, fundamento de su progresivo bienestar social y garantía de su libertad y dignidad”[5], terminó por inscribirse en una estrategia contrainsurgente, asesorada por EEUU, denominada Guerra de Baja Intensidad (GBI)[6]. Una de las principales apuestas de la reforma agraria de los ochenta era el fomento de un cooperativismo agrícola financieramente sostenible, pero precisamente por los condicionamientos propios del contexto de la guerra ese objetivo se vio truncado. En un análisis al respecto, se anota lo siguiente:
“El rasgo más distintivo del sector agropecuario durante la década de 1980 fue, sin duda, la implementación de la reforma agraria, la cual intentó trastocar los elevados niveles de concentración de la tierra en El Salvador, aunque con poco éxito. En principio, la reforma agraria pretendió ser desarrollada en tres fases de las cuales solamente fueron implementadas dos, la primera y la tercera… La primera fase de la reforma agraria implicó la creación de nuevas cooperativas agropecuarias que vinieron a sumarse al cooperativismo tradicional, aunque con determinismos muy diferentes. El estilo de cooperativismo que surgió de la reforma agraria tuvo que lidiar con condicionantes políticos, económicos y administrativos que provocaron desequilibrios financieros en las cooperativas, lo cual, para finales de la década de 1980, fue utilizado por el gobierno de Alfredo Cristiani para promover la disminución de las formas cooperativas de propiedad” [7].
Los desequilibrios financieros de las cooperativas, aunque en lo inmediato tenían que ver con el descuido al que se vieron expuestas[8], lo que ponían de manifiesto eran algunos trazos de una profunda crisis en el sector agropecuario salvadoreño, en el marco de la cual la caída en la producción del sector reformado –y las repercusiones financieras de ello— sólo constituía una de las aristas de una problemática mayor. Cabe anotar que, en lo que se refiere a la producción de alimentos, en aquella década se hizo presente un rasgo de la economía salvadoreña que iba a llegar para quedarse: la disminución de las áreas para el cultivo de alimentos. Tal como se anota en el estudio recién citado, “de acuerdo con datos obtenidos de la Oficina Sectorial de Planificación Agropecuaria (OSPA), la utilización de la tierra en las cooperativas del sector reformado ha cambiado sustancialmente durante la década de 1980; en especial por la caída de la participación del área destinada al cultivo de alimentos, el incremento del área de cultivos de exportación y, sobre todo, por el incremento de la categoría ‘otros’”[9].
En la crisis del sector agrícola de la década de los años ochenta entraron en juego varios factores, siendo uno de envergadura el impacto directo e indirecto de la guerra civil, por un lado, en el plano del quehacer agrícola –para el caso, en las temporadas de siembra, corta o recolección—; por otro, en el plano de las políticas económicas –para el caso, en la ejecución de la reforma agraria, el otorgamiento de créditos agrícolas o la asistencia técnica— y, por último, en los desplazamientos de población que agudizaron la migración interna y hacia el exterior. En una síntesis de estos dinamismos se apunta lo siguiente:
“Al cierre de la década de 1970, cambios importantes comenzaron a operar en el sector agrícola. La primera Junta Revolucionaria de Gobierno decretó una reforma agraria, la cual fue continuada por las juntas de gobierno posteriores y por la administración presidencial de José Napoleón Duarte (1984-1989). Aunque la reforma agraria tuvo un impacto político que no se puede obviar –se convirtió, en la década de los ochenta, en un componente de la estrategia de contrainsurgencia diseñada por el gobierno de Estados Unidos para El Salvador—, su impacto económico fue significativo: (a) movilizó una abundante mano de obra campesina hacia el sector cooperativo en detrimento de los cultivos tradicionales de exportación; y (b) permitió al Estado asumir la responsabilidad en la comercialización externa del café, el algodón y la caña de azúcar, restando protagonismo a los grupos oligárquicos tradicionales. En la década de los años ochenta, la reforma agraria mostró sus debilidades más profundas: era llevada adelante por motivos políticos y, además, no contaba con una base tecnológica y financiera que permitieran una modernización a fondo del sector agrícola. Asimismo, en el marco de la guerra civil, se gestó un proceso de migración de la población campesina no sólo hacia las principales ciudades del país o hacia la región centroamericana, sino hacia Estados Unidos, Canadá y Australia. El resultado de esto fue una ‘despoblación’ del campo, con la consiguiente escasez de mano de obra”[10].
Otro conjunto de factores tiene que ver con el proceso de transformación económica –que recibió el nombre de “globalización”— que en la década de los años ochenta comenzó a marcar pautas de desarrollo económico a nivel mundial; de acuerdo con esas pautas, el sector terciario de la economía (finanzas, aseguradoras, comercio, turismo, telecomunicaciones) pasaba a convertirse en el principal eje de acumulación. La globalización económica –a la que también se llamó “mundialización” de la economía— tuvo a la base una transformación tecnológica, propiciada por la carrera espacial –emprendida por la ex URSS y Estados Unidos en la segunda mitad del siglo XX— que, finalizada la guerra fría, facilitó y aceleró los intercambios mundiales de información financiera, así como la comunicación entre personas y comunidades, mediante lo que, en los años noventa, recibiría el nombre de “redes sociales”. El sociólogo Manuel Castells acuñó la frase “era de la información” para referirse a la transformación tecnológica, económica, política, cultural y social que se hacía presente a la altura de la década de los años ochenta[11].
Como quiera que sea, dado el peso del sector terciario, a las economías que se embarcaron en esa ruta se les llamó economías “terciarizadas”. En el caso de El Salvador, la terciarización económica sólo pudor impulsada una vez que la guerra hubo finalizado, en 1992. Sin embargo, su condición de posibilidad se dio justamente debido al declive del sector agrícola durante la década de los ochenta. “La década de los años ochenta –dice Oscar Melhado— es un período oscuro para la producción. Se experimentó un clima permanente de violencia e inestabilidad en todo el país, pero el sector que cargó con el mayor costo fue, sin duda alguna, el agrícola. Si en algún momento se puede trazar un corte histórico de cuándo El Salvador dejó se ser un país agrícola, es, precisamente, en los años del conflicto. La agricultura había reducido durante tres décadas su proporción en el PIB. La tendencia a la disminución de la importancia de la agricultura frente a la industria, el comercio y los servicios en general se venía perfilando desde los sesenta. La guerra le coloca el sello de despedida a la importancia de la agricultura en el país”[12].
Así las cosas, en El Salvador, “el quiebre de la agricultura como eje principal de la economía nacional trajo aparejado el fortalecimiento del comercio y las finanzas, a un grado tal que, desde finales de la década pasada, se inició un proceso de ‘terciarización’ de la economía nacional; es decir, a un proceso en el cual el sector terciario se ha convertido en el mayor movilizador de capitales, con el subsecuente desarrollo de la infraestructura asociada al sector –imponentes centros financieros y grandes complejos comerciales”[13].
Este proceso de terciarización no fue automático: desde la administración del Estado se tomaron decisiones –inspiradas en lo que se conoce como “pensamiento neoliberal”, “doctrina neoliberal” o “neoliberalismo”[14]— que lo hicieron posible, reformando no sólo el aparato económico, sino la institucionalidad estatal, la cultura y la educación[15]. Desde los años noventa que se puso el pie en el acelerador de la terciarización económica ésta no se ha detenido ni en El Salvador ni en el mundo. El sector financiero ha terminado por prevalecer en acumulación de riqueza, en la definición de los aparatos económicos y en la estructura social y cultural. Tanto es así que el término “financierización” se ha impuesto a la hora de explicar las dinámicas económicas mundiales. Como escribe Michael Sandel,
“la financierización de la economía es posiblemente más corrosiva para la dignidad del trabajo en sí, y más desmoralizadora. Y lo es porque a buen seguro representa el ejemplo más claro en una economía moderna de la brecha existente entre las actividades que el mercado premia y las que realmente contribuyen al bien común. El sector financiero tiene hoy una presencia enorme en las economías avanzadas, pues ha crecido de manera espectacular durante las últimas décadas. En Estados Unidos, su participación en el PIB casi se ha triplicado desde la década de 1950, y en 2008 suponía más del 30% de los beneficios empresariales… Esto no supondría un problema si toda actividad financiera fuera productiva, es decir, si sin incrementase la capacidad de la economía para producir bienes y servicios valiosos. Pero no es así. Las finanzas no son en sí productivas… su papel consiste en facilitar la actividad económica asignando capital en a fines que tienen una utilidad social”[16].
En definitiva, en la financierización lo que se pierde, como indica Sandel, es la conexión del sector financiero con la economía real. Este sector, funcionando para sí mismo –generando riqueza improductiva—, conduce al deterioro de dos sectores que son fundamentales para el bien común: la industria y la agricultura. En un mundo globalizado la financierización también es un fenómeno global, que, por supuesto, se concreta en cada nación según sean sus características institucionales, políticas, sociales, culturales e históricas. En el caso de El Salvador, al igual que otros muchos países latinoamericanos en los cuales el neoliberalismo y la globalización llegaron en la forma de un shock[17], durante las últimas tres décadas, la erosión y desarticulación de los aparatos productivos, industriales y agrícolas, ha sido brutal. La situación actual de la agricultura salvadoreña, en específico su incapacidad para producir bienes alimentarios para la población, no es más que el resultado de un proceso de carácter estructural combinado con decisiones (o falta de decisiones) estatales que, lejos de contener la terciarización (o financierización) y reencauzar al sector financiero hacia una potenciación de la agricultura y la industria, han facilitado (y siguen facilitado) que los servicios financieros, asociados a un turismo y a un comercio potenciados desde el Estado, continúen siendo el eje central de la economía nacional. En términos prácticos eso se traduce no sólo en la persistencia del deterioro del sector agrícola, sino, en consecuencia, en la vulnerabilidad de ese sector –tierras, cultivos y personas— a los efectos adversos del cambio climático.
San Salvador, 22 de julio de 2024
[1] No obstante, esta mirada histórica no convierte en secundaria otra pregunta acuciante: ¿qué se está haciendo en estos momentos, desde las esferas estatales y privadas, para atender la actual crisis agrícola y los desequilibrios en el aparato económico que la favorecen? Hay quienes ya la están abordando, con estudios de distinta envergadura que habrá que examinar en detalle.
[2] Segundo Montes, “El Salvador: la tierra, epicentro de la crisis”. http://repositorio.uca.edu.sv/jspui/bitstream/11674/2317/1/El%20Salvador%2C%20la%20tierra%2C%20epicentro%20de%20las%20crisis.pdf
[3] Melisa Yael Kovalskis y Matías Nahuel Oberlin Molina, “El Salvador (1980): diferencias entre los decretos de la primera y la tercera fase de la reforma agraria”. https://www.redalyc.org/journal/4964/496454146003/html/
[4] Raúl Benítez Manaut, La teoría militar y la guerra civil en El Salvador. San Salvador, UCA Editores, 1989.
[5] Decreto 153, Artículo 2, “Ley básica de la reforma agraria”. Citado por Melisa Yael Kovalskis y Matías Nahuel Oberlin Molina, “El Salvador (1980): diferencias entre los decretos de la primera y la tercera fase de la reforma agraria”. https://www.redalyc.org/journal/4964/496454146003/html/
[6] Raúl Benítez Manaut, “La guerra total en El Salvador. Efectos de conflicto bélico en la economía y la población”. http://rmcps.unam.mx/wp-content/uploads/articulos/132_09_salvador_benitez.pdf
[7] Luis Armando González y Luis Ernesto Romano, “Reforma agraria y cooperativismo
en El Salvador: antecedentes y perspectivas (1970-1996)”. https://www.google.com/url?sa=t&source=web&rct=j&opi=89978449&url=https://dialnet.unirioja.es/descarga/articulo/6521213.pdf&ved=2ahUKEwjTovnbnuiGAxUFVTABHYeCCcsQFnoECBEQAQ&usg=AOvVaw29QATbKb_pS69GSxAC5K41
[8] Y, como ya se anotó, la reforma agraria terminó inscrita en una lógica contrainsurgente, con lo que sus objetivos socio económicos pasaron a ser secundarios.
[9] Luis Armando González y Luis Ernesto Romano, ibid.
[10] Luis Armando González, “El Salvador de 1970 a 1990: política, economía y sociedad”. https://revistas.uca.edu.sv/index.php/realidad/article/view/2002/1994
[11] Manuel Castells publicó su investigación en tres tomos, el primero de ellos en 1997. Lo tituló: La era de la información: economía, sociedad y cultura. Volumen I. LA SOCIEDAD RED. https://amsafe.org.ar/wp-content/uploads/Castells-LA_SOCIEDAD_RED.pdf
[12] Óscar Melhado, El Salvador. Retos económicos de fin de siglo, San Salvador: UCA Editores, 1997, pp. 23-24.
[13] Luis Armando González, “El Salvador de 1970 a 1990: política, economía y sociedad”. https://revistas.uca.edu.sv/index.php/realidad/article/view/2002/1994
[14] Cfr. Luis Armando González, “Globalización y neoliberalismo”. https://revistas.uca.edu.sv/index.php/eca/article/view/5877/5823
[15] Cfr., Luis Armando González, “Consideraciones críticas sobre la reforma educativa de los noventa y sus implicaciones curriculares en El Salvador”. https://www.revistas.udb.edu.sv/ojs/index.php/dl/article/view/119
[16] Michael J. Sandel, La tiranía del mérito. ¿Qué ha sido del bien común? Barcelona, De Bolsillo, 2023, p.278.
[17] Cfr., Naomi Klein, La doctrina del shock: el auge del capitalismo del desastre. Barcelona, Paidós, 2010.
Fotografía: Gndiario