Por: Mariana Chendo. IBEROAMÉRICA SOCIAL. 01/06/2020
Docentes y estudiantes estamos vivos, cargando nuestras roturas, vendando nuestras heridas, llevándonos a resguardo para poder, luego, pensar la necesidad de nuestras reformas.
“Aquellos que quieran salvarse deben vivir cuidándose sin cesar”.
Musonio Rufo, Fragmentos 36.
En estos tiempos de peste se volvió popular una anécdota de Margaret Mead, que cuenta el médico Ira Byock en El mejor cuidado posible. Un estudiante le pregunta a la antropóloga cuál considera ella el primer signo de civilización en una cultura. El estudiante esperaba la respuesta de rigor de disciplina: anzuelos, ollas de barro, piedras de moler. Pero no. Margaret Mead contestó que el primer signo de civilización en una cultura antigua era un fémur que se había roto y luego sanado. Un fémur roto que luego sana. Mead explicó que en el reino animal, quien se rompe una pierna, muere. Con una pierna rota no se puede huir del peligro, no se puede ir al río a tomar agua, no se puede buscar comida, ningún animal sobrevive a una pierna rota el tiempo suficiente para que el hueso sane. Rotura, tiempo y cuidado son los signos diferenciales de la civilización. Un fémur roto que ha sanado es evidencia de que alguien se tomó el tiempo de recoger al caído, de vendar su herida, de cargarlo a resguardo, de ayudarlo a recuperar en un lugar seguro. Rotura, tiempo y cuidado siguen siendo los signos de civilidad en un mundo inhóspito y apestado.
El 23 de mayo pasado, en el sitio web del Istituto Italiano per gli Studi Filosofici, Giorgio Agamben escribe un Réquiem por los estudiantes. La desolación de Giorgio tiene la misma altura trágica que su sentencia fatal: “lo que está sucediendo es algo de lo que definitivamente no se habla en absoluto, a saber, el fin del estudiantado como forma de vida”. Por eso Giorgio nos dedica a todos los estudiantes –incluido él mismo, pues todo estudioso nunca deja de ser un estudiante– su oración fúnebre. La desolación de Giorgio tiene la misma altura triste que su melancolía: con la digitalización lo hemos perdido todo, presencias, discusiones, miradas, la “barbarie tecnológica” nos ha batido en retirada, por eso Giorgio nos deja una oración fúnebre. Desde los clerici vagantes de la Edad Media hasta los movimientos estudiantiles del siglo xx, Giorgio recorre la historia de la universidad europea en dos líneas para su sentencia de muerte: “todo esto, que habrá durado casi diez siglos, ahora termina para siempre”. Dos exabruptos finales y Giorgio desolado cierra nuestro réquiem.
Sin embargo, durante casi diez siglos de historia, las exigencias de reformas han sido garantía de continuidad de la institución “universidad”. Desde sus inicios, la historia de la universidad ha sido la historia de sus reformas, al punto de que reformatio comprende tanto las restauraciones, las supervisiones cuanto los actos fundacionales. Desde el primer estatuto universitario conservado de la Universidad de París, la forma-de-vida universitaria es, pues, la vida de sus re-formas. La carta de defunción de Giorgio tiene la tristeza de la desolación y el apuro de la irreflexión.
Agamben es uno de los filósofos contemporáneos que en un tiempo muy breve y con una gran justeza, supo ganarse un lugar en las academias latinoamericanas. La obra de Agamben es el reconocimiento de que la decencia del pensamiento radica en el respeto de los cuerpos. No aceptamos tu oración fúnebre, Giorgio. Docentes y estudiantes estamos vivos, cargando nuestras roturas, vendando nuestras heridas, llevándonos a resguardo para poder, luego, pensar la necesidad de nuestras reformas. En tiempos inhóspitos y apestados, la educación es una práctica de emergencia alejada de toda respuesta de rigor de disciplina, cercana a un primer signo de civilización de la cultura: un fémur roto que luego sana.
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Fotografía: IBEROAMÉRICA SOCIAL.