Por: Alejandro Toledo. Nexos. 29/07/2017
Ramón Xirau nació en la ciudad de Barcelona, España, el 20 de enero de 1924, hijo de Joaquín Xirau y Pilar Subías. Su escuela primaria y un año de secundaria los realizó en Barcelona; luego el exilio familiar lo llevó a Francia. Cuenta: “Cuando empezó la guerra en España yo tenía doce años: muy chico y no tanto. Toda mi escuela primaria fue en catalán y en castellano; de modo que entre los siete y los catorce años dominé las dos lenguas, aunque en mi casa se hablaba en catalán. Luego estuve un tiempo en Francia; parte de mi bachillerato lo hice en francés, pero lo terminé aquí en México, igual que mis demás estudios de la Universidad”.
—El catalán, su lengua materna, lo reserva para la poesía; ¿por qué?
—La poesía que yo escribo es, claro, básicamente imagen pero también sonido y ritmo. Y el sonido y el ritmo son cosas que se llevan desde la infancia y que es muy difícil cambiar. He intentado escribir poesía en castellano, o incluso cuando joven que estudié en Francia intenté hacerlo en francés, pero nunca me sentí a gusto. Si escribo en catalán es porque así lo siento, no por un prurito de afirmación nacionalista, no. Tengo, sí, un gran respeto por mi tradición catalana, pero esa no es en este caso la explicación.
—¿Qué diferencias encuentra entre el catalán y el español?
—Una de las diferencias principales, aparte del sonido, es la economía lingüística. En general las palabras catalanas son más breves que las castellanas. Un verso de ocho sílabas en catalán puede transformarse al español en uno de doce. Y este es uno de los problemas de la traducción, como ocurre al pasar del inglés al español: que las palabras son más cortas. Al traducir, el verso se alarga y el ritmo cambia; al cambiar el ritmo el sentido de un poema se altera. El sonido, además, es muy distinto. El catalán es una lengua que deriva, como todas, del latín, pero está en cierto modo ligada a la cultura provenzal o, mejor dicho, a los gitanos del sur de Francia.
—Al revisar las versiones de sus poemas al español, realizadas por usted o por otros, ¿siente esas alteraciones?
—Yo mismo soy mal traductor de mi poesía, por eso no lo he hecho casi nunca. En algunos casos se han logrado traducciones francamente muy buenas.
—Salió muy joven de España; ¿sintió el exilio?
—Mucho. Pero fue una cosa tan larga, un proceso que alguien debería tratar de explicar porque para los de mi generación comienza entre los catorce y los dieciséis años, tal vez hasta los diecisiete. Al principio había un deseo de regreso, de venganza; después como desilusión y nostalgia, y luego un deseo de arraigarse cada vez más a México a través de amistades, amores (mi mujer es mexicana, gran parte de mis amigos son mexicanos)… Creo que mi generación se integró bastante bien. Por la guerra pensábamos que quizás al triunfar los aliados triunfaba la República, y entonces podríamos regresar triunfantes a España. Eso, quizás un poco ingenuo, infantil, lo esperábamos. Creo que hubo casos y casas. En ciertos lugares había más nostalgia, esto con mayor frecuencia en el medio intelectual, y otros se fueron abriendo poco a poco al país que nos recibió. Acaso más adelante hablaré de mi padre como maestro, ahora me refiero a él como maestro vital. Recién llegados a México, en 1940 0 1941, me dijo: “Yo no quiero vivir nunca entre paréntesis”. Es decir, como si la estancia en México fuera un paréntesis para luego volver. Él no quería eso. Me parece muy bueno y muestra un poco esa personalidad suya, entusiasta frente a su realidad.
De 1942 a 1947, Ramón Xirau estudió la carrera de Filosofía y Letras en la Universidad Nacional: “Mis compañeros de la Universidad eran muchos; recuerdo a Henrique González Casanova, Manuel Durán, Roberto Ruiz, Rosario Castellanos… Era un buen grupo, todos nacidos en la década de los veinte. También recuerdo a José Miguel García Ascot, Tomás Segovia…
—¿Sus maestros?
—En cuanto a eso, para mí el cuadro es muy claro. En primer lugar mi padre; luego en buena medida Alfonso Reyes, con quien traté mucho tanto por mis suegros como por mi padre, y después con más cercanía. Fue maestro mío así de plática, digamos, no formalmente. Y todo lo que es análisis literario se lo debo en gran parte a Raymundo Lida, argentino que estuvo en El Colegio de México durante una década hace ya muchos años. Con él nos formamos justamente Tomás Segovia (a quien he citado antes), Antonio Alatorre, Margit Frenk… Conocí en ese entonces a José Gaos, quien traducía a Heidegger; lo seguí muy de cerca. Además debo recordar a García Baca, que luego se fue a Colombia. De mexicanos, debo mencionar a García Maynes, que estaba recién llegado de Alemania y nos daba clases de Filosofía y Ética. Asistí a un curso de Estética con don Antonio Caso.
—¿Considera como maestro a su padre por sus ideas o porque fue su primer acceso a la filosofía?
—Por las dos cosas. Realmente creo que es uno de los pensadores más importantes de su generación. Era un hombre extremadamente riguroso y al mismo tiempo entusiasta. Hay un libro suyo que se ha vuelto a editar ahora en España, publicado originalmente en México con el título Amor inmundo y otros escritos, que me parece de lo más trascendente que se ha escrito en filosofía en lengua española.
—Usted impartió en los años sesenta un curso de poesía y filosofía, y en su obra la relación de estos dos campos es constante. ¿Son actividades paralelas?
—Primero quisiera evitar una confusión: yo inventé este seminario hace varios años, pero no quise demostrar que eran lo mismo; algunos han interpretado mal esta relación. De lo que se trata más bien es de ver la poesía como una forma de conocimiento distinta a la filosófica; esto lo trabajé en mi libro Poesía y conocimiento. Lo que hice en mi seminario fue, por ejemplo, analizar a Góngora, San Juan de la Cruz, James Joyce, para buscar no una filosofía en sentido argumentado sino ver qué idea del mundo hay en sus textos. Podemos encontrar elementos platónicos o neoplatónicos en Góngora, o la teoría de los círculos eternos en Joyce.
—¿Cómo han convivido en su obra la poesía y la filosofía?
—Una me ayudó siempre para la otra. Por ejemplo, desde muy joven pensé hacer crítica literaria y para ello creí que la filosofía me iba a ayudar. Eso lo pensé bastante joven. Luego también hay que tomar en cuenta la influencia familiar inmediata de mi padre; la poesía me surgía, era una cosa más intuitiva. Esto lo abordo en algunos libros, tal vez en Poesía y conocimiento y Dos poetas y lo sagrado, además de un texto anterior, Palabra y silencio. Pero creo que he sabido separar los dos campos. En una clase de filosofía, por señalar un caso, me encanta explicar a Kant con suficiente rigor técnico, discutir con los estudiantes… Sí hay una separación que se debe hacer, aunque en mí se unen las dos cosas: lo intuitivo y lo discursivo. El resultado de esta unión no lo puedo juzgar. La filosofía implica mayor argumentación, mayor rigor en este sentido argumental; y la poesía es más bien algo que se da, que se entrega. Aquella vieja frase de Heráclito: “No soy yo el que habla sino el otro a través de mí”, es un poco lo que deben sentir todos los poetas; no el filósofo necesariamente, el poeta sí. Borges lo decía en una forma curiosa: primero fueron las musas, luego la inspiración y hoy por desgracia es el inconsciente. Siempre me he entregado a la filosofía, he tratado de estar al corriente sobre todo con algunos filósofos que reviso y repaso mucho. Ahora, tal vez el fundamento de todo lo que se me ha ocurrido, lo que Ortega llama ocurrencias, es de orden poético, aunque el posterior desarrollo dependa del discurso que quiera asumir. Mis libros son de tres tipos: de poesía, en catalán; crítica literaria y ensayo de interpretación filosófica, en español (la prosa siempre la escribo en español).
—Quizá sea bueno recuperar la historia de su revista Diálogos; ¿cómo surgió?
—De un modo un poco casual. Yo era amigo de un mexicano-norteamericano que había estudiado en Harvard y se llamaba Hank o Henry… en español Enrique P. López. Un día este hombre me dijo: “Tengo ganas de hacer una revista”. Bueno, pues la hicimos. Poco a poco fue surgiendo Diálogos y el interés siempre fue hacer dialogar, buscar contactos, meterse en asuntos de todo tipo, políticos, sociales…, pero siempre analizando. En los primeros trece números, que trabajamos como revista independiente, hay más material de tipo poético; en los siguientes añadimos las secciones de artes y letras y ciencias humanas, lo cual me pareció muy bien. Entre mis pedanterías, por ejemplo, puedo recordar que publiqué un primer texto de las Antimemorias de Malraux, que no habían aparecido ni en francés. Fue eso: labor de encontrar, y también labor de relacionar entre países, gente, corrientes literarias o del pensamiento. Octavio Paz dice que soy un hombre-puente; no sé si esto sea cierto pero Diálogos sí quería ser un puente. Fueron veintiún años. Yo decía: ni el ruido ni el silencio, el diálogo, la palabra. Era una revista muy abierta a Hispanoamérica, bastante abierta al mundo. Aunque no esté bien que yo lo diga, creo que fue una revista importante en cuanto a su propia presencia, y por la introducción de muchos autores que se conocían mal o poco, y por el impulso a los jóvenes.
—Habló de sus maestros en cuanto a la filosofía y el ensayo literario; ¿en poesía?
—En primer lugar un poeta catalán muy olvidado que vivió en México por mucho tiempo: Agustí Bartra. Él ayudó a los que llegamos muy jóvenes y que entonces queríamos escribir poesía en catalán. Hay dos casos específicos de gente que apoyó: el mío y el de Manuel Durán. Por otro lado, aprecio a Emilio Prados, quien era muy buen amigo de los jóvenes. ¿Poetas que me influyen? Es tan difícil saber esto uno mismo. No lo sé muy bien. Quizás un poeta poco citado entre nosotros en México: Juan Maragaide, que murió en el año doce, creo. Tal vez hasta cierto punto, aunque mi poesía es más intuitiva, Mallarmé. Y, claro, en esto uno se confunde mucho por todos los clásicos que ha leído. Algo un poco absurdo: de los poetas latinos hay tantos buenos, pero el que influyó en mí (el que siento que influyó en mí) es Catulo. Y no es pedantería, es que me gustan aquellas descripciones del lago, su acercamiento al amor… Es una de esas influencias raras. Pienso también en Antonio Machado, aunque mi poesía es muy distinta, pero es un escritor que tengo muy presente.
—¿Cuál siente que haya sido el desarrollo de su poesía?
—No tengo una idea clara de esto. Empecé escribiendo poesía breve, no poemas muy largos ni muy amplios. Nunca me he preguntado por qué a los cincuenta años empecé a escribir una poesía de ritmos más amplios. Escribí y publiqué dos poemas realmente extensos. Creo que tal vez el desarrollo va de una poesía muy intuitiva, de mucha imagen, a una poesía que además de lo intuitivo tiene un elemento reflexivo, que no llamaría filosófico. Pero uno es el peor juez de su propia obra. Ahora estoy escribiendo unos poemas muy distintos a todo lo anterior; son poemas extremadamente breves, de ocho, diez o quince líneas. Tampoco sé muy bien por qué, pero gozan de una especie de falta de precisión. Son cosas muy sencillas; tengo varias naturalezas muertas que llamo naturalezas vivas… En cuanto al catalán no sé si pueda haber una ley general, pero quizá todos los poetas escriben en su lengua materna. En cambio hay muchos prosistas que no lo hacen de este modo, o incluso grandes novelistas como Joseph Conrad que escribió en inglés siendo polaco. Agusti Bartra escribió en castellano, pero en conjunto su poesía en catalán es mejor que la escrita en castellano.
Esta entrevista se realizó en 1987.
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Fotografía: nexos