Por: Amador Fernández-Savater. 23/04/2023
Una vida con piloto automático anestesia la capacidad de escucha y de pensamiento, de creación y de autonomía
Para Cristina Gutiérrez, Juan Luis Sánchez González y Trinidad Andrés Labrador, atención contra viento y marea.
Un amigo tiene que ir a comisaría a poner una denuncia. En las conversaciones con los funcionarios de policía, durante las seis horas que tiene que pasar allí, le cuentan y muestran hasta qué punto “no dan abasto” para responder a la cantidad de casos que se presentan a diario. Han llegado incluso a poner en la puerta a un agente que hace un primer filtro entre las demandas a las que pueden dar curso y las que no.
Idéntica situación en los centros de atención primaria. Lo sabemos gracias a las luchas de los sanitarios y por experiencia propia. Escasea el tiempo para ver y escuchar a los pacientes, dominan las rutinas automatizadas y se vuelve imposible hacer de los centros de salud lo que supuestamente también deben ser: lugares de investigación, aprendizaje y vida comunitaria.
La misma queja puede escuchar uno si presta oído a cualquier maestro o maestra de la enseñanza pública española. La escuela está hoy saturada de normas, asignaturas y controles burocráticos de obligado cumplimiento. El sentido y la sensibilidad de los docentes quedan obturados: no se puede “perder el tiempo” en seguir el caso singular de este chico o esta chica, ¡porque hay que cumplir el programa como sea!
Las instituciones que sostienen la vida cotidiana están desbordadas por un estallido de malestar que busca en ellas amparo
Falta tiempo y se va siempre a la carrera. Las instituciones que sostienen la vida cotidiana están desbordadas por un estallido de malestar que busca en ellas amparo. Las palabras que describen las situaciones colectivas –saturación, desbocamiento, colapso– sirven perfectamente para describir nuestras experiencias personales y privadas. Demasiados mensajes que responder, demandas que atender, fuegos que apagar.
Vivimos en definitiva en una sociedad desbordada. Donde la imposibilidad de la atención se ha convertido en un problema de primer orden. La atención no es sólo aptitud para la concentración individual, sino también la facultad de acoger y escuchar, de cuidar los vínculos. Nuestra falta de atención es un mecanismo de defensa contra la aceleración cotidiana de los ritmos y la multiplicación de las señales, pero nos pasa una elevada factura. La vida con piloto automático anestesia la capacidad de escucha y de pensamiento, de creación y de autonomía.
¿Qué está pasando? El problema es muy complejo. Es decir, está en el cruce enrevesado de una multitud de factores y fenómenos. A la vez psíquicos, sociales, económicos, políticos, tecnológicos. En cada situación se manifiesta de una manera distinta y con desigualdades específicas (sesgos de clase, de edad, de género, etc.). Me limito ahora a compartir alguna reflexión que puede leerse desarrollada en un libro colectivo sobre el tema recién aparecido y que he coordinado junto al artista y comisario Oier Etxeberria, El eclipse de la atención.
Ecología de la atención
Es muy importante pensar a fondo lo siguiente: la atención no es solamente una cuestión individual, sino que tiene una dimensión colectiva y política.
El pensador francés Yves Citton, que lleva años trabajando sobre la materia, propone la siguiente idea: la atención es una ecología. Es decir, hay que pensar la atención como un entorno o, incluso mejor, como un ecosistema del que formamos parte y que sólo podemos cuidar en común. Soy libre de cerrar los ojos ante los anuncios publicitarios que me asaltan por todos lados, pero el entorno mismo es perjudicial para la atención. La transformación de ese entorno no puede ser más que una obra colectiva y, en ese sentido, política.
La atención es, por tanto, un asunto de condiciones. Hay condiciones favorables y condiciones desfavorables. No basta con esfuerzos individuales. El desafío es construir buenas condiciones –de recursos, de tiempo y de hábitos– para prestar atención.
¿Qué se sitúa hoy en día en el centro de las instituciones de enseñanza o sanidad? No las necesidades singulares de las personas, sino la lógica de maximización del beneficio, de control burocrático y la tarea delegada de contener un malestar social que estalla por todos lados. Una amiga profesora me cuenta que lo único que puede hacer con sus chicos a primera hora de la mañana es dejarles dormir sobre los pupitres porque llegan sin sueño suficiente.
El desafío es construir buenas condiciones –de recursos, de tiempo y de hábitos– para prestar atención
Allí donde las necesidades y las capacidades de las personas singulares no están en el corazón mismo de las estructuras colectivas, estas se vuelven “estresantes” y desgarran a los sujetos. Esa imagen del “desgarramiento” me la brinda una amiga profesora de Filosofía que me transmite cómo se siente a diario tironeada por dos exigencias opuestas: el deseo de seguir la trayectoria de aprendizaje de los chicos y la obligación de cumplir con una serie de normas y programas decididos en abstracto y a priori, sin flexibilidad alguna para acompañar los casos singulares.
La atención es un problema colectivo que tiene que ver con condiciones (políticas, económicas y demás). La lucha de los sanitarios lo pone de manifiesto. No sólo es tan popular y transversal porque la mayoría de la población seamos usuarios de la salud pública, sino porque todos reconocemos ahí un problema común y la valentía de dar una respuesta colectiva y organizada.
¿Quiere decir esto que el problema de la atención es sólo estructural, objetivo? ¿Que podría solucionarse con un aumento cuantitativo de salarios, de personal, de medios? Creo que no, porque la atención es también un bien común que nos damos (o quitamos) unos a otros. Es decir, la aceleración ambiente se nos pega al cuerpo y nosotros mismos la reproducimos, “estresando” a otros. Una epidemia de descuido.
Un ejemplo banal pero repetido: esa costumbre de enviar un mensaje de whatsapp diciéndole al otro “te acabo de enviar un mail”. Es decir, entre líneas, “¡contéstame ya!”. No saber esperar, no saber escuchar, exigir resultados y respuestas inmediatas, se instala en nosotros como un hábito profundo que acelera la aceleración. La sociedad desbordada es una sociedad al borde de un ataque de nervios –y a la vez los nervios agravan el desborde.
Disputar la atención
La atención es una trama, un entorno, un ecosistema del que formamos parte. Nuestra incapacidad para cuidar y sostener esa trama, nuestra delegación y demanda permanente al otro de que resuelva todos los problemas, agrava la situación. Cuanto menos lazo social autónomo hay, más estructuras desbordadas: la justicia tiene que hacerse cargo de solucionar el más mínimo desacuerdo entre ciudadanos, etc.
Sin disputar colectivamente por mejores condiciones de atención, los problemas diarios seguirán superando ampliamente nuestras capacidades individuales de respuesta. Corremos así el riesgo de volvernos personas derrotadas y resignadas, quejosas y victimizadas. Al no poder hacernos cargo de problemas que nos desbordan, buscamos en tal o cual otro un culpable de lo que nos pasa.
De esta impotencia y de esta frustración cotidiana sólo se sale aprendiendo de nuevo a conspirar, es decir, a respirar en común
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Fotografía: Ctxt