Por: Ilán Semo. 27/03/2022
Existe un ingrediente en la intervención militar de Rusia en Ucrania que sería preciso desentrañar para descifrar las transformaciones ocurridas en el ámbito de las formas de la guerra: las confrontaciones mediáticas han adquirido una dimensión tan decisiva como las que suceden en el campo de batalla, por más que éstas últimas marquen el destino final de la confrontación misma. Se trata de un fenómeno mucho más complejo que la antigua propaganda de guerra. Probablemente a este aspecto se refería Angela Merkel cuando, hace algunos días, afirmaba que Rusia actuaba como una potencia del siglo XIX.
Judith Butler intuía ya en 2005, en los textos reunidos posteriormente en un volumen bajo el título Marcos de guerra: las vidas lloradas (Gedisa, 2017), que una parte sustancial del despliegue militar y sus terribles derivas se deciden en la esfera de las representaciones mediáticas. Al menos, la parte que corresponde a su legitimación en la opinión global. Butler sugiere que la batalla mediática central ocurre en la capacidad para invisibilizar los efectos de la devastación sobre las poblaciones ocupadas. A diferencia de lo que sucedió durante la invasión estadunidense en Vietnam, donde las imágenes de la destrucción se situaban en la disrupción abierta de los cuerpos de los combatientes, en la de Irak el ejército estadunidense censuró meticulosamente todas las tomas televisivas para invisibilizar esta disrupción. En la Guerra de Golfo (1992-2010) murieron entre 400 mil y 500 mil civiles iraquíes ( The Lancet). En la de Afganistán, aproximadamente 75 mil. En Yugoslavia, Siria, Libia y Yemen, las cifras también alcanzan niveles estratosféricos. En las últimas tres décadas, la OTAN ha devenido una maquinaria letal y genocida.
¿Alguien en Occidente, con un cargo público decisivo, levantó su voz para hacer visible esta tragedia? A saber, nadie. Sólo la intelectualidad crítica. Si el término imperialismo se ha puesto de nuevo en boga para definir, no sin razón, la acción de Rusia en Ucrania, no hay duda entonces que en la parte occidental del viejo continente surgió desde hace tiempo su equivalente: el euroimperialismo. Y este es el centro del conflicto en curso en Ucrania. Inevitable, pensar en la antigüedad de las sombras de 1914 como metáfora de la situación actual.
La estrategia que siguió la OTAN en Yugoslavia, Irak, Afganistán y Libia fue la destrucción sistemática y general de la estructura material que requiere un Estado para existir. Transformó esas naciones en páramos lunares. Moscú, al parecer, aprendió la lección. Ahora la aplica en Ucrania. Lo que sigue es la colonización del país por las grandes corporaciones globales, sin importar quién obtenga el triunfo. Y, sin embargo, la guerra mediática sólo puede transcurrir con referentes que apelan al mundo de las identidades, ya sean nacionales, religiosas o étnicas. El plano de inmanencia del conflicto mediático se mueve a una distancia desconcertante respecto de lo que acontece en los campos de batalla.
Hay una guerra mediática y una guerra real, aunque la realidad de la esfera de las representaciones redunde, en el ámbito de las percepciones, en la impresión de algo más real que lo real mismo. Se trata de un frente con sus propias reglas, recursos y estrategias, tan severas como las del frente de batalla. En el primero lo que se aniquila son personalidades, identidades, carreras y destinos; en el segundo, cuerpos y vidas. En días pasados, las televisoras occidentales suprimieron a RT (el canal ruso) de sus programaciones. Suprimir es el verbo que hoy se emplea para cancelar sin prohibir explícitamente, otro oxímoron semántico de los lenguajes que cubren la fachada de la libre expresión. La razón, según RT, fue una simple y específica noticia. En uno de sus programas, se mostraba con todo detalle como las televisoras occidentales emplearon imágenes de otras guerras para referir lo que pasaba en los primeros días del conflicto en Ucrania. El dilema de las fake news es que requieren cierta verosimilitud. Y para cuestionar esta verosimilitud no se recurre a la “realidad”, sino a la inverosimilitud de la noticia fake. Esta es la estrategia que han seguido los medios rusos para desacreditar a las noticias occidentales frente a su propio público. Ahí la guerra no se llama “guerra”, sino “operación militar”. Y se justifica para combatir una oligarquía, la ucrania, que planeaba una “limpieza étnica” de los rusoparlantes en Donetsk. Una y otra vez, aparecen escenas de políticos ucranios hablando durante meses de la necesidad de “desrusificar” Ucrania. Un término que a la opinión pública rusa le parece seguramente intimidante. ¿Yugoslavia reloaded?
Concebidos como “máquinas de guerra” (Deleuze dixit), los medios de comunicación producen resultados inverosímiles. Por lo pronto el espíritu alicaído de la unidad europea ha cobrado nuevos (y militares) bríos. En Washington las cosas son menos claras. La OTAN es celebrada, pero no necesariamente la unidad económica europea.
Mientras, en los campos de Ucrania mueren civiles de un lado y, del otro, jóvenes reclutas rusos. Y ninguna voz digna se alza para defenderlos.
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Fotografía: Desde abajo