Por: José Heinz. 18/09/2024
A comienzos de 2018, el músico y escritor Damon Krukowski notó algo curioso en las reproducciones en Spotify de Galaxie 500, su antigua banda. La canción más reproducida del grupo bostoniano —activo entre 1987 y 1991— era Strange, que no había sido corte de difusión, no aparecía en películas o series famosas ni formaba parte de alguna playlist de la plataforma. La diferencia con el resto del catálogo de la banda era muy marcada, incluso con aquellas canciones que los fans de Galaxie 500 parecían apreciar más. Otra cosa que llamó la atención de Krukowski era que el fenómeno sólo ocurría en Spotify, no en el resto de plataformas de streaming musical.
Strange era extraña para el estilo compositivo del grupo de dream pop. Había sido escrita casi como una parodia de la música popular de aquel momento, finales de la década de 1980. Es decir que sonaba más parecido a un viejo éxito radial que al ADN de la banda y eso parecía explicar, al menos parcialmente, los números de la canción en Spotify. Cuando Krukowski contó esta curiosidad en su newsletter, el texto llamó la atención de Glenn McDonald, uno de los analistas de datos más importantes de la plataforma (recuerden ese nombre porque volveremos a él hacia el final).
McDonald investigó internamente lo que estaba pasando con Strange y descubrió que el track sonaba parecido a canciones de grupos más tradicionales y populares que Galaxie 500. Strange había logrado meterse en el algoritmo por sus características intrínsecas. También influía el hecho de que, en 2017, Spotify comenzó a emplear una función llamada autoplay, que reproduce automáticamente un tema similar al que se está escuchando una vez que un disco o una playlist ha finalizado.
Para decirlo con pocas palabras, aquello que suena genérico y popular tiene muchas más probabilidades de ser recomendado en la actual internet. Por consiguiente, a lo menos convencional le cuesta destacarse. Esto que hoy suena a sentido común choca de frente con el espíritu de la internet de los ‘90, cuando parecía abrir las puertas a un mundo nuevo, uno menos regido por los agentes de poder y más por la curiosidad de los internautas.
Esa visión utópica no duró demasiado. La anécdota de Galaxie 500 está incluida en Filterworld, el libro en el que el periodista Kyle Chayka analiza cómo los algoritmos de recomendación están aplanando la cultura. “Así es como ocurre la normalización algorítmica: Normal es una palabra para personas discretas y promedio, cualquier cosa que no provoque reacciones negativas —escribe—. Cualquiera sea el contenido que encaje en esa zona promedio va a tener promoción y crecimiento acelerados, como ocurrió con Strange, mientras que el resto se queda en el camino”.
No se trata de un fenómeno particularmente nuevo, pero es evidente que se ha profundizado y acelerado en los últimos años, y está afectando a industrias que van más allá de la música o el cine. Dejar en manos de algoritmos nuestras elecciones (algoritmos alimentados a base de nuestras conductas previas), sumado a la abrumadora cantidad de contenido que se produce todo el tiempo, está creando una cultura de consumo atenta a lo que funciona para poder destacarse. Una average culture, una cultura que no se permite la experimentación o el desborde para no quedar invisibilizada.
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Aquello que suena genérico y popular tiene muchas más probabilidades de ser recomendado en la actual internet. Por consiguiente, a lo menos convencional le cuesta destacarse.
Un ejemplo representativo de este estado de las cosas son los actuales hits, que apelan a un estribillo precoz para no sufrir el skip del oyente ansioso. Spotify sólo monetiza aquellas pistas que alcancen un mínimo de mil reproducciones, y a eso se le acaba de sumar una función para que el usuario pueda escuchar “los mejores 20 segundos” de cada tema, de modo que todo está pensado para un consumo inmediato.
Algunos lo han denominado “tiktokenización” de la cultura. Y tiene sentido. Aunque llevaba activa hacía algunos años, TikTok se popularizó globalmente en 2020, el año del confinamiento: las personas pasaban mucho tiempo encerradas y la forma más común de socialización y entretenimiento fueron las redes sociales. Al algoritmo de TikTok le lleva apenas algunos minutos detectar los intereses del usuario, para luego ofrecer un catálogo de videos que le resulten atractivos.
Como red social, la plataforma china cambió las reglas de juego de sus antecesoras. Es posible seguir cuentas, sí, pero su mayor fortaleza radica en las temáticas. Los usuarios persiguen intereses, no personas. Esto no sólo la diferenció de las versiones clásicas de Facebook, Twitter o Instagram, sino que las obligó a cambiar sus propios algoritmos e imitar sus formatos (reels en el caso de Instagram; las pestañas Para ti y Siguiendo en el caso de la ahora llamada X).
Esta nueva dinámica también modificó los comportamientos de los influencers, las figuras pop del capitalismo de plataformas. Si antes se destacaban por su metier —moda, gastronomía, viajes, fitness, cine y un largo etcétera—, ahora muchos de ellos persiguen al algoritmo para no perder relevancia, atentos a qué funciona y qué no para adaptarse a una realidad que muta a una velocidad difícil de seguir. No sólo en cuanto a contenidos, sino también a los formatos (imágenes, video verticales y horizontales, textos, galerías de fotos), una realidad que atenta contra cualquier posibilidad de calidad, porque es muy complicado destacar en todos los frentes. De allí que en los últimos tiempos hayan surgido creadores de contenido que son referentes de un tema y, de un momento a otro, se transforman en coaches, maestros yogui o expertos en finanzas. Frente al debilitamiento de su estilo original, el instinto de supervivencia los obliga a perseguir contenidos con mayor engagement.
La tecnología que venía a democratizar el conocimiento y ofrecer nuevas maneras de adquirir información atraviesa un momento crítico, un ejemplo de lo que el urbanista francés Paul Virilio llamó “accidentes integrales”: una tecnología no puede existir sin sus respectivos accidentes, efectos secundarios que surgen luego de su implementación masiva. En la superficie, los algoritmos de recomendación son útiles porque le permiten al usuario ahorrar tiempo y obtener lo que desea, pero sus efectos están lejos de ser neutrales. La consecuencia evidente es ese aplanamiento mencionado al comienzo: canciones escritas para llegar a la próxima tendencia de TikTok, series basadas en lo que dictan las métricas de las plataformas on demand, contenido serializado de consumo fragmentado, veloz y ultra procesado.
Los influencers son las figuras pop del capitalismo de plataformas. Si antes se destacaban por su metier —moda, gastronomía, viajes, etc.—, ahora persiguen al algoritmo para no perder relevancia, atentos a qué funciona y qué no en una realidad que muta con velocidad.
En una investigación titulada Algorithms and taste-making: Exposing the Netflix Recommender System’s operational logics (2021), Niko Pajkovic hizo la prueba de inventar tres usuarios desde cero, con la mente puesta en diferentes estereotipos, como el fanático de los deportes, el amante del cine de autor y el consumidor compulsivo de comedias románticas. Ya en los primeros días de su experimento empezó a notar cambios en la home de cada uno de estos usuarios (algo esperable), pero también tuvo otros descubrimientos. Por caso, en las miniaturas de cada producto audiovisual. De esa forma, en la pantalla principal del fan deportivo se veían “imágenes que incluían movimiento y colores brillantes” (aun sin ser material estrictamente deportivo), mientras que la pantalla del amante de las películas de autor “estuvo dominada por tonos más oscuros, imágenes de arte en blanco y negro y muchos retratos de actores”.
Esto puede ocurrir incluso con un mismo título. En octubre de 2018, algunos usuarios de Netflix acusaron a la plataforma de usar miniaturas distintas de la película Love Actually de acuerdo al perfil. Por ejemplo, un póster en el que aparecía Chiwetel Ejiofor, que no tiene un protagónico en la película, lo cual generó la sospecha de que a los usuarios de color les mostraba actores de color. Netflix se despegó rápido del tema en un comunicado que señalaba que su algoritmo no se guiaba por “raza, género o etnia”, sino exclusivamente por el historial del usuario.
Los llamados “filtros burbuja” existen desde hace al menos 15 años, cuando Google comenzó a personalizar los resultados de su buscador en 2009, pero incluso luego de varias investigaciones, el poder de su influencia nunca se termina de definir del todo. Sí se pueden percibir los efectos de esa cámara de eco en el consumo de noticias, ya que a medida que un usuario se interesa en medios de cierta tendencia política, sumado a su comportamiento (likes, compartidos, comentarios), el algoritmo tiende a mostrar contenido similar.
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Se está creando una cultura de consumo atenta a lo que funciona para poder destacarse. Una “average culture”, una cultura que no se permite la experimentación o el desborde para no quedar invisibilizada.
Ese sistema de distribución y validación de los contenidos en la web es permeable a generar polarizaciones, como viene ocurriendo en el mapa político desde hace un tiempo. Pero así como en algunos temas produce opiniones extremas, en los consumos culturales parece ir en otro sentido. “Mientras que las burbujas políticas dividen a los usuarios en facciones opuestas por desacuerdos, las recomendaciones culturales los unen hacia el objetivo de construir una audiencia cada vez mayor para el material de mínimo común denominador”, sostiene Chayka en su libro.
Otro de los ejemplos que usa para graficar este problema es lo que él denomina “Instagram coffee shops”, cafeterías que siguen un patrón tomado de la estética predominante de esa red social (paredes y sillones de colores pasteles, cuadros genéricos y baristas dispuestos a preparar su enésimo flat white de la jornada), y que pueden hallarse en cualquier ciudad del mundo, como en una gentrificación global influida por la cultura de los algoritmos.
Estos algoritmos no tienen “gusto” en el sentido que podría tenerlo un humano, por eso resulta problemático llamarlo “recomendación”. Son fórmulas matemáticas programadas para detectar patrones en el consumo humano colectivo y posteriormente vincularlos con un consumo individual. Esto mismo explicó Glenn McDonald en una entrevista reciente que le dio a El Diario. El “alquimista de los datos”, como se lo conoce popularmente, fue responsable de algunos de los algoritmos más populares de Spotify y también el creador de Every Noise at Once, un enorme mapa musical con géneros de todo el planeta.
McDonald fue despedido en diciembre pasado, luego de un recorte de personal. “En las bibliotecas públicas hay una titularidad pública. En Spotify, no: ahí hay unos intereses económicos. Pero mi trabajo nunca se guió principalmente por imperativos empresariales”, dijo en un momento de la entrevista. Luego añadió: “Todos deberíamos tener miedo. Cualquier persona que trabaja con tecnología vinculada a asuntos humanos debe tenerlo presente en todo lo que haga. Y escuchar su conciencia. Siempre me sentí aliviado al trabajar en un servicio de streaming musical y no en uno de seguros médicos”.
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Los algoritmos no tienen “gusto” en el sentido que podría tenerlo un humano, por eso resulta problemático llamarlo “recomendación”. Son fórmulas matemáticas programadas para detectar patrones en el consumo humano colectivo y posteriormente vincularlos con un consumo individual.
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Fotografía: ANRed