Por: Marx Bauzá. 22/11/2024
“La muerte de la empatía humana es uno de los primeros y más reveladores signos de una cultura a punto de caer en la barbarie,” sentenció la filósofa Hannah Arendt. Esta reflexión, profunda y desoladora, es un hilo conductor que recorre buena parte de su obra. Desde sus análisis sobre el nazismo hasta sus ideas sobre el totalitarismo, la banalidad del mal y la responsabilidad individual, Arendt explora los mecanismos que despojan a una sociedad de su humanidad, empujándola hacia la obediencia ciega y la indiferencia frente al sufrimiento ajeno.
Arendt observó que los regímenes totalitarios no solo sofocan la libertad política, sino que erosionan los lazos sociales y apagan la empatía. El nazismo es un ejemplo extremo de cómo el Estado puede imponer una ideología que clasifica a personas como enemigas, deshumanizándolas. En Argentina, durante la última dictadura militar, se promovió un discurso de “limpieza ideológica” que justificaba la violencia contra quienes pensaban diferente, apagando así el sentido de humanidad.
En el presente y en muchos gobiernos neoliberales, también hemos visto rasgos de deshumanización extendiéndose en los sectores más desprotegidos de la sociedad. Son patrones conductuales donde prevalece el individualismo por encima de los proyectos colectivos. Son estructuras sociológicas que tienen lugar hoy pero también en otros momentos históricos de este país. La deshumanización reinante no es nada nuevo en el horizonte pero sí preocupa ver como esos discursos se sostienen en no pocas personas a las cuáles les cuesta ver el sufrimiento ajeno.
Películas como La Ola (Die Welle, 2008) muestran cómo a través de simples pasos se inculca la violencia y la división en una sociedad determinada. “Desapariciones”, de Rubén Blades, refleja la despersonalización de los desaparecidos y la indiferencia de un sistema que los redujo a números o casos, de forma dolorosa para sus familiares y amigos.
Arendt introdujo este concepto durante el juicio de Adolf Eichmann, un funcionario nazi cuya defensa fue haber “cumplido órdenes” sin cuestionar la moralidad de sus actos. Este cumplimiento ciego, sin reflexión ética, revelaba cómo el mal puede existir sin que medie una crueldad manifiesta, solo mediante una obediencia mecánica. Durante la dictadura en Argentina, muchos funcionarios y colaboradores aceptaron ejecutar órdenes que implicaban sufrimiento, justificándose con el mismo argumento.
En nuestra cultura la canción “No Soy Un Extraño” de Charly García alude a la alienación y a cómo la gente común puede convertirse en cómplice de horrores, sólo por seguir las reglas del sistema.
Hoy podemos profundizar en cómo el concepto de banalidad del mal de Hannah Arendt se vincula con proyectos políticos de extrema derecha, como el de La Libertad Avanza, de Javier Milei. Desde luego, estos proyectos deshumanizantes que resultan desagradables para muchas personas no logran llegar a los horribles niveles de maldad que hemos visto en el nazismo o bajo la última dictadura militar argentina.
En proyectos como el de La Libertad Avanza, las retóricas de “reconstruir el orden” o “restaurar la libertad” tienden a centrarse en eliminar o reducir derechos que costaron décadas de luchas sociales, tales como los derechos laborales, los derechos de género, y las libertades políticas. Estos movimientos, bajo una supuesta defensa de “la libertad de mercado” y de “la meritocracia”, buscan moldear una sociedad con derechos diferenciados, segmentando a quienes consideran “productivos” de aquellos que, según su criterio, no contribuyen o viven “a expensas del sistema”.
Este tipo de narrativa resuena con el concepto de banalidad del mal que Arendt observó en figuras como Eichmann: personas que, desde un rol burocrático o tecnocrático, toman decisiones que afectan gravemente a millones sin detenerse a evaluar las consecuencias morales. En el caso de Milei y su movimiento, esta banalización se percibe cuando sus dirigentes plantean eliminar o privatizar derechos básicos como la educación o la salud, con una fría lógica utilitarista que ignora el impacto en los sectores más vulnerables. La normalización de estas propuestas en la política y en el discurso social diluye su carga moral y las convierte en algo “razonable” o “inevitable”, fomentando una cultura en la que la reducción de derechos se percibe como un mal menor o incluso como una “reforma necesaria.”
Este avance sobre los derechos adquiridos es una afrenta moral a los años de lucha de diversos movimientos sociales y sindicales. Este gobierno afecta ámbitos esenciales como la educación, la salud o el trabajo digno; mientras se otorgan beneficios a sectores reducidos ligados al poder. Esta es, en esencia, la estrategia que Arendt describió: un proyecto político que desde el discurso aparenta defender libertades pero que, en realidad, cercena y restringe la igualdad de oportunidades y el acceso a derechos fundamentales para las mayorías.
Moldear una sociedad con derechos diferenciados.
Cuando Juan Grabois habla de la deshumanización en el proyecto de Javier Milei y La Libertad Avanza, está señalando como esta propuesta política despoja de humanidad a ciertos sectores de la sociedad bajo una lógica utilitarista, donde sólo los “productivos” o “exitosos” merecen reconocimiento y derechos. La deshumanización aquí implica una categorización de personas según su “valor” económico, dejando fuera a quienes no encajan en este molde: las clases trabajadoras más vulnerables, quienes necesitan asistencia social, e incluso quienes luchan por derechos sociales y laborales.
Este fenómeno resuena profundamente con lo que Arendt describió como los efectos de una cultura totalitaria, donde los derechos fundamentales se convierten en privilegios para unos pocos, mientras el resto es excluido o tratado con indiferencia. Grabois apunta a cómo este proyecto político convierte a quienes viven en la pobreza o luchan por derechos en “enemigos del progreso” o “costos del sistema”, despojándolos de su dignidad humana y normalizando la idea de que algunos sectores “sobran” o deben “reformarse” bajo criterios de rentabilidad.
Así, cuando Grabois denuncia esta deshumanización, subraya el peligro de aceptar sin cuestionamiento una política que, al centrarse en eliminar derechos para favorecer una supuesta libertad individual, cae en la banalidad del mal. Aquí es donde el proyecto político de Milei se presenta con la frialdad burocrática de eliminar conquistas sociales en nombre de un progreso abstracto, ignorando el sufrimiento real de las personas afectadas. La advertencia de Grabois nos lleva a reconocer la trampa de un discurso que, en nombre de la libertad, deshumaniza y convierte la exclusión en una “política de Estado”.
La zona de interés (The Zone of Interest, 2023) es una película dirigida por Jonathan Glazer que explora la vida de una familia nazi que vive justo al lado del campo de concentración de Auschwitz. La historia se centra en Rudolf Höss, comandante del campo, y su familia, quienes llevan una vida apacible y cotidiana mientras, a pocos metros, ocurre el horror inimaginable. La película presenta cómo la violencia, la brutalidad y el asesinato masivo de personas se vuelven una “zona de interés” invisible, convertida en un paisaje cotidiano al cual los personajes apenas prestan atención, con una tranquilidad perturbadora. Glazer muestra esta desconexión mediante una estética sobria y observacional, permitiendo que el espectador perciba la frialdad y la normalización de la tragedia, donde lo monstruoso ocurre detrás de una “pared invisible” de indiferencia.
La zona de interés y Garage Olimpo (1999), con su retrato de la vida cotidiana en barrios porteños donde desaparecían personas, nos recuerdan cómo una sociedad puede volverse insensible ante el sufrimiento si se lo oculta o enmarca como “inevitable”. Garage Olimpo muestra que en Buenos Aires, durante la última dictadura, los centros de tortura clandestinos convivían con el bullicio de la ciudad. La indiferencia y la complicidad pasiva permitieron que estos crímenes continuaran.
Hoy en día, vemos esta insensibilidad en la forma en que las ciudades coexisten con la pobreza extrema y la exclusión. Las personas que sobreviven en situación de indigencia o quienes buscan comida en la basura se han convertido en parte de un “paisaje urbano” que se asume como “normal”. Como advertía Arendt, la falta de empatía es una señal de decadencia moral y social: nos estamos acostumbrando a convivir con el sufrimiento y la miseria sin preguntarnos cómo contribuir a cambiarlo.
Este mensaje es un recordatorio de que la deshumanización persiste bajo nuevas formas. Es fácil construir muros invisibles que aparten el dolor de la vista, pero La zona de interés, Garage Olimpo y nuestra realidad cotidiana nos advierten de lo corrosivo que es ignorar el sufrimiento ajeno y normalizar la exclusión.
Como Arendt advertía, esta insensibilización progresiva a la deshumanización de otros es una señal de decadencia moral en la cultura: el sufrimiento y la exclusión se integran en la cotidianeidad, y nuestra empatía se va apagando.
Hablar de estas películas en el contexto actual es un llamado a reconocer que el riesgo de deshumanización persiste. Hoy, los desplazados y excluidos del sistema, invisibilizados por una sociedad que convive con su miseria, enfrentan una lucha por su derecho básico a ser vistos y reconocidos como personas, un derecho que la indiferencia y el miedo erosionan día a día.
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Fotografía: Agencia Paco Urondo