Por: Brigitte LG Baptiste. 05/04/2022
Una de las condiciones más contradictorias de la condición humana es su capacidad de conmoverse ante el sufrimiento de los demás, al mismo tiempo que les da la espalda. La miseria material más evidente en las calles de todas las ciudades del planeta, desde que hay ciudades, ha conllevado la construcción de sistemas de cuidado desde que hay institucionalidad, aunque seguramente por debajo de los requerimientos del bienestar colectivo, que hoy reconocemos como dependiente del estado de los ecosistemas y, por lo tanto, muy vulnerable.
La percepción de la inequidad y la injusticia estructurales se afronta con decisiones de política, pero también implica retos cotidianos en la convivencia, donde operan la compasión y la empatía como principios de acción. Pero hay diferentes maneras de entender estos conceptos, como atestigua la historia de las grandes religiones o la de sus críticos. Tampoco es lo mismo hablar de compasión desde las ciencias (acusadas de insensibles) o desde las orillas ideológicas de la sociedad, para las cuales hay un marco de convicciones que las convierten en solidaridad, equidad o caridad, porque hay un largo trecho entre conmoverse y actuar, no sólo simular que se reemplazan gobernantes. La pregunta es si esta modalidad tan autodestructiva de entender la empatía no está afectando nuestros juicios ecológicos también.
El problema de la empatía, así entendido, es que comienza a ser parte de ese gigantesco negocio moral y publicitario en el cual perdemos de vista la complejidad de las cosas e infantilizamos las relaciones con el resto de seres vivos. El ecosistema del que hacemos parte se convierte en un amiguito que nos regala sus dones si lo consentimos, una Tierra maternal (no femenina) que regaña a los mal portados y los castiga, o un espíritu culpabilizador que nos pasa cuentas de cobro. Reconocer agencia en las montañas, los ríos o los animales y plantas silvestres puede llevarnos a un nivel elevado de conciencia y de responsabilidad, pero también a convertir cada entidad o criatura en una caricatura sin efectos: me encanta Ernesto Pérez, el frailejón, lo admito, pero ojalá lleve a indagar más por los páramos y sus comunidades, y no a convertirlo en senador (aunque viendo ciertos elegidos, me lo habría pensado).
La empatía por los animales y la antipatía por su sufrimiento, que es parte de la “biofilia”, implican la capacidad de ponernos en su lugar cuando tejemos una interacción ocasional o regular, disfrutar el parentesco evolutivo con todos los seres vivos para dar sentido a nuestra existencia, y reconocer que la responsabilidad frente al mundo va más allá de humanizar mal a nuestras mascotas o al oso Chucho, un gesto neurótico y populista, no empático. Los animales de compañía nos han constituido como humanos, y ello implica un gran respeto, nos recuerda Donna Haraway.
Qué significan compasión y empatía en el contexto de las decisiones de compartir con la biodiversidad a escala de los sistemas ecológicos es otro cuento, donde las emociones urbanas lo ponen muy difícil, pues el contexto educativo ha sido moldeado por fuerzas que rara vez incluyen la experiencia de habitar el mundo silvestre, nada amable con los humanos y donde la madre naturaleza tiende a devorarnos rápidamente, sin empatía.
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Fotografía: El espectador