Por: Arantxa Tirado. TeleSUR. 22/07/2018
Donald Trump anunció a finales de mayo un nuevo arancel del 25% para gravar las importaciones a los Estados Unidos (EE.UU). de determinados productos industriales chinos por un valor de 34.000 millones de dólares.[1] Este arancel entró en vigencia el 6 de julio y días después se añadieron más aranceles a otros productos valorados en 200.000 millones de dólares.
El Gobierno de EE.UU. afirma que, entre otras cuestiones, China no está respetando las reglas de propiedad intelectual, y que eso estaría afectando la propia seguridad nacional estadounidense. Por su parte, China respondió estableciendo, también, aranceles a las importaciones estadounidenses y denunciando las acciones unilaterales de EE.UU. como violatorias de las leyes internacionales suscritas por ambos países en el marco de la Organización Mundial del Comercio (OMC).[2] Esta “guerra de los aranceles” entre EE.UU. y China ha hecho saltar las alarmas en algunos sectores del establishment estadounidense, preocupados por las repercusiones que las medidas “proteccionistas” de la administración Trump puedan tener en la expansión de sus negocios en terceros países.[3]
No obstante, en América Latina y el Caribe (ALC) prosigue la expansión económica del sector público-privado estadounidense. Pese a la retórica del presidente Trump, el Tratado de Libre Comercio con América del Norte (TLCAN) se está renegociando para que EE.UU. salga aún más beneficiado del intercambio económico con Canadá y México.[4] Aunque ahora las negociaciones se encuentran detenidas temporalmente -debido al proceso electoral mexicano y su consiguiente transición gubernamental- los tratados de libre comercio que Estados Unidos tiene suscritos con otros países de la región siguen avanzando.
En ALC, EE.UU. tiene firmados acuerdos de libre comercio bilaterales con Chile,[5]Colombia[6], Panamá[7] y Perú[8]; y tratados multilaterales con México (TLCAN) y con República Dominicana, Costa Rica, El Salvador, Guatemala, Honduras y Nicaragua (CAFTA-DR).[9] A excepción del TLCAN, el resto de tratados puede considerarse una respuesta al fracaso del proyecto de liberalización hemisférica propuesto en el Área de Libre Comercio para las Américas (ALCA), sepultado en Mar del Plata (Argentina) en 2005, durante la IV Cumbre de las Américas.
El compromiso con el libre comercio está garantizado en la región, no sólo por parte de EE.UU. sino también de sus socios principales, muchos de ellos integrantes de la Alianza del Pacífico. De hecho, el 21 de julio tendrá lugar una nueva XIII Cumbre de la Alianza del Pacífico en México. Los países miembro de la Alianza (Chile, Colombia, México y Perú) llegaron a expresar su adscripción al libre comercio incluso en medio de la salida de EE.UU. del Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica -TPP, por sus siglas en inglés-. Desde marzo de 2018 el TPP pasó a denominarse Tratado Integral y Progresista de Asociación Transpacífico (CPTPP o TPP11)[10] por sus once miembros, entre los que se encuentran Chile, México y Perú. Esta actividad contrasta con la parálisis en la que se encuentra sumida la Unión de Naciones Suramericanas (UNASUR) tras el cambio en la correlación de fuerzas en la región y las recientes declaraciones de funcionarios ecuatorianos sobre la conveniencia de repensar el uso de su sede en Quito.
Tampoco desde el sector público-privado estadounidense se observa una voluntad de abandonar su interés por la expansión económica en ALC. Recientemente, la Corporación de Inversión Privada en el Extranjero (OPIC) y el Departamento de Energía estadounidense anunciaron una “Alianza para impulsar a las Américas”[11]con una inversión de mil millones de dólares en el sector energético mexicano durante los próximos tres años, un área estratégica para EE.UU.[12]Está por verse cómo impactará la llegada de Andrés Manuel López Obrador a la Presidencia de México en estas inversiones, en las relaciones EE.UU.-ALC, o en las negociaciones del TLCAN. En efecto, el cambio político en México es ahora mismo uno de los temas de mayor debate entre los analistas del establishment estadounidense,[13] pues podría tener un impacto significativo en las relaciones bilaterales y, también, en el rumbo político regional. Dejando a un lado el poco margen de maniobra que puede tener un presidente de un país subordinado en el sistema internacional y cuya economía depende en más del 80% de EE.UU., se abre un nuevo horizonte político que tendrá correlato en lo económico, aunque sea de manera mínima o simbólica.
En conclusión, lo que observamos en la Administración Trump es una nueva retórica beligerante en materia económica que debe ser ponderada con los hechos. Si bien es cierto que se han anunciado algunas iniciativas en una línea “proteccionista”, habría que analizar hasta qué punto este proteccionismo es incompatible con el funcionamiento del libre comercio e, incluso, del neoliberalismo.
El proteccionismo estadounidense, tal como ha sido aplicado en otros momentos de la historia, implica la exigencia de la apertura de otros países mientras se protege con subsidios a determinados sectores productivos nacionales. Este proteccionismo no ha impedido u obstaculizado de modo significativo ni el intercambio comercial, ni la expansión del neoliberalismo, ni la de los intereses del sector público-privado estadounidense por todo el planeta. Cabría preguntarse, como en tantos otros temas, qué porcentaje hay de retórica y qué porcentaje hay de hechos en las propuestas de la Administración Trump. Pero, sobre todo, cabría preguntarse qué tanto puede Washington llevar adelante determinadas iniciativas sin el respaldo de importantes sectores del establishment del país, considerando el impacto que esto puede tener en la economía y la mayoría de los países de América Latina y el Caribe que mantienen estrechos vínculos comerciales y financieros con la economía estadounidense.
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Fotografía: TeleSUR