Por: Federico Mare. CONTRAHEGEMONIAWEB. 15/10/2020
Advertencia preliminar.— Este texto fue redactado y remitido para su edición y publicación antes de que el gobierno anunciara su decisión de postergar un año la presentación del proyecto de LPE en la Legislatura, y también de suspender por igual tiempo la realización del Congreso Pedagógico, pretextando con malicia que es mejor esperar que el SUTE dirima su interna con elecciones (previstas, en principio, para julio de 2021). Tampoco se conocía la noticia de que el peronismo había modificado su postura en relación al debate. Estos hechos se produjeron en medio del fin de semana, con posterioridad a este escrito. El autor considera que no modifican nada sustancial. El gobierno radical y la oposición peronista cambiaron sus posiciones no por propia iniciativa y convicción, sino de manera obligada y calculada, a raíz de la presión popular.
Hablemos de educación. Educación en tiempos de crisis pandémica y emergencia sanitaria. Hablemos aquí y ahora, en esta Mendoza donde el radicalismo apura a todo vapor la sanción de una nueva Ley Provincial de Educación (LPE), con espíritu de cruzada y sin licencia social, revelando una obstinación, una desesperación de vida o muerte, que no auguran nada bueno. Pero hablemos con la verdad, honestamente, sin engaños ni romantizaciones. Que la racionalidad crítica sea nuestra brújula. Que la parresía guíe nuestros pasos.
La escuela pública mendocina, a la que este gobierno le ha compuesto una pieza con aire de réquiem (recuperando una metáfora de Agamben que luego comentaremos), cuenta con una parresiasta genial: la maestra, pedagoga, gremialista y militante de izquierda Florencia Fossatti (1888-1978), principal referente del movimiento de la Escuela Nueva en Cuyo. He vuelto a leer con sed –la sed de Walter Benjamin, la sed de la política de la memoria– su Alegato pedagógico del 58, alumbrado tras un hito histórico del magisterio provincial sindicalizado: la sanción del Estatuto Docente. Fossatti y su Alegato –que inspiran este ensayo como númenes tutelares, y que volveremos a invocar a su debido momento– han adquirido una súbita actualidad en estas jornadas agitadas, donde se multiplican los indicios de que Suárez y Thomas planean una flexibilización laboral sin medias tintas en el sistema educativo.
Flexibilización laboral, sí. Y también ajuste, privatización y mercantilización de la enseñanza. Una reforma a la chilena, modelo que el oficialismo no se cansa de elogiar a pesar de sus desastrosos resultados, y del repudio masivo de estudiantes y docentes –y del pueblo trasandino todo– en las calles de Santiago, Valparaíso, Concepción y muchas otras ciudades, en la que ha sido, sin duda, la mayor revuelta contra el neoliberalismo en la historia reciente de América Latina (una «minucia» que Suárez y Thomas no registraron).
El caballo de Troya sería la sanción de una ley marco: la nueva LPE. Luego –ya lo anunciaron– buscarían complementarla con una batería de normas más específicas. Normas cuyos detalles, desde luego, omiten precisar, dejando todo en la nebulosa de la retórica: bellas generalidades, declaraciones de buenas intenciones, etc.
Primero, la cabeza de playa. Después, la invasión profunda, total. Si cometemos ahora la imprudencia de permitirles el desembarco, ulteriormente será difícil resistir la ofensiva final. ¿El presente griego? Lo que han dado en llamar, con cinismo y aspavientos, «Congreso Pedagógico Mendoza 2020».
A modo de somero diagnóstico
Un sinfín de alumnos y alumnas que, en una Argentina donde la pobreza ha superado la barrera del 40% por la coronacrisis (guarismo que trepa al 56,3% si hablamos de infantes, según el INDEC), se cayeron de la escolaridad: dificultades tecnológicas, pedagógicas, económicas, afectivas, laborales, de salud, familiares o de otra índole. Maestras y profesores que no dan más –literalmente– por la sobrecarga de labores de teleenseñanza y exigencias burocráticas, los rumores de cierre de cursos y los anuncios contraproducentes u oscilantes de la DGE: agotamiento, incertidumbre, confusión, estrés, angustia, miedo. Sueldos congelados y pulverizados: 21 largos meses sin una paritaria salarial firmada, en un país con altísimos índices de inflación. Aguinaldos a cuentagotas o diferidos. Conectividad externalizada: wi-fi y abonos de celulares a costa de los bolsillos de docentes y familias. Una obra social saturada y encarecida. Y hay más: cursos multitudinarios, ítem aula, suplencias eternas, cargos sin efectivizar, retrasos en la emisión de bonos de puntaje, déficit en infraestructura edilicia, escuelas sin recursos ni mantenimiento, instituciones abandonadas a su suerte…
Y no nos olvidemos del meollo del problema: un presupuesto educativo que, por ley, no debiera ser inferior al 35% (eso estipula la LPE vigente en su art. 161), y que ha caído a menos del 24%. “Estamos hablando de una deuda de miles de millones de pesos con el sistema educativo”, denunció Sebastián Henríquez, secretario general del SUTE, en su reciente columna de opinión Disculpe las molestias: estamos pensando en otra cosa, publicada por MDZ el 21 de septiembre. Esa deuda “ha condenado a las escuelas a la beneficencia y a la autogestión: hoy, con los fondos que envía el gobierno a las escuelas, se compran algunas resmas de papel. El resto, sale de cooperadoras, donaciones, rifas y el propio bolsillo nuestro”. Quienes trabajamos en la escolaridad provincial, sabemos que tiene razón, aunque la DGE asegure lo contrario.
En otra columna publicada por MDZ, intitulada Proponer una reforma educativa en plena pandemia es irracional, Enzo Completa señaló: “En la provincia de Mendoza entre 2016 y 2019 se registró uno de los ajustes estructurales más grandes del país en materia de presupuesto educativo. […] Alfredo Cornejo redujo a casi la mitad (45 puntos porcentuales) la inversión por alumno de gestión estatal”. El autor agrega otro dato revelador: “En 2015, cuando el peronismo entregó el gobierno, el área Educación alcanzó el 29,8% del (mal llamado) gasto público. Cuando Suárez asumió ese número se había derrumbado a 18,4%”.
Esta es la realidad. Pero el gobierno radical no vive en la realidad. Vive, como el Ludwig de Luchino Visconti, encerrado en una plácida burbuja: los palacios virtuales que les encargó a los medios hegemónicos que le construyeran, pagándoles fortunas en concepto de pauta publicitaria. Si Luis II de Baviera tuvo tres paraísos artificiales donde evadirse del mundo –los majestuosos castillos de Neuschwanstein, Herrenchiemsee y Linderhof, dignos de un cuento de hadas–, ¿por qué nuestro benemérito gobernador no habría de tener los suyos? Desde la restauración democrática, ningún oficialismo gozó en Mendoza de un blindaje mediático tan escandalosamente unánime como el de Cornejo y Suárez: Los Andes, MDZ, Uno, El Sol, Memo, Canal 7, Canal 9, Radio Nihuil… (las anécdotas de bajada de línea, presiones, censura y autocensura que cuentan off the record sus periodistas y trabajadores son casi surrealistas).
Pero hay un problema con esa elección política: tarde o temprano, el gobierno se termina creyendo su propia mentira, la mentira que pagó. Y cuando un gobierno se cree su propia mentira, pierde el termómetro de la realidad, se envalentona y empieza a hacer apuestas demasiado arriesgadas. Y un día, la realidad le estalla en la cara, como con la 7722, o ahora con la reforma educativa. ¿Cómo no acordarse de Tribulaciones, lamento y ocaso de un tonto rey imaginario, o no, aquella vieja canción de Sui Generis?
“Algo huele podrido en el estado de Dinamarca”
Ingreso al portal del «Congreso Pedagógico» Mendoza 2020, que el gobierno ha convocado con bombos y platillos para dar una pátina de legitimidad democrática, de vocación pluralista, a una reforma educativa que en realidad ya tiene cocinada, y a la que no quisiera hacerle más que unos pocos retoques, los mínimamente necesarios para montar un simulacro de consenso a través de la prensa que le es adicta. Linda presentación, cuidado diseño: logo elegante, colores vistosos… Marketing político cambiemita en su esplendor.
Allí leo: “Uno de los consensos más firmes que une a nuestra sociedad es la educación como la herramienta transformadora más poderosa, que abre la puerta a todos los debates que la Provincia de Mendoza debe afrontar”. ¿Cuáles son todos esos debates? Sospecho –y eso me intranquiliza– que el gobierno tiene in mente debates muy diferentes a los que muchxs consideramos necesarios, empezando por la megaminería a cielo abierto, con la que volverá a la carga.
Sigo leyendo: “las normas vigentes en el ámbito nacional, como en nuestra Ley Provincial de Educación de 2002, deberían adecuarse a los nuevos tiempos que transitamos. Es por eso necesario rediscutir y debatir un nuevo marco normativo”. ¿En medio de lo urgente –la pandemia en su pico de contagios y muertes, con una escolaridad que atraviesa una coyuntura crítica– el radicalismo mendocino se acuerda de lo necesario? ¿Se acuerda de lo necesario ahora, cuando antaño, en varias ocasiones donde era oposición y el peronismo trataba de sancionar una nueva LPE (no mucho mejor que la pésima que hoy día se propone), adoptó una política obstruccionista supeditada a sus mezquinos intereses facciosos de corto plazo, sin tener motivos reales e importantes de disenso como sí podía tenerlos –y de hecho tenía– la izquierda?
La perorata no se detiene: “en este sentido es clave contar con propuestas de todos los integrantes de la comunidad educativa porque la idea es generar una ley con el aporte de todos/as. A tal fin se habilitarán diferentes canales de participación, que tendrá como marco el Congreso Pedagógico Provincial Mendoza 2020”. Si es clave la participación desde abajo, ¿por qué tanto apremio? Apremio en las dos acepciones de la palabra: prisa, apuro, pero también conminación, es decir, presión desde arriba. ¿Por qué tanta obcecada despreocupación por las circunstancias y condiciones que harían posible, viable, serio, ordenado, transparente, constructivo, enriquecedor, deseable, satisfactorio, el proceso de debate y consenso? Something is rotten in the state of Denmark, “algo huele a podrido en el estado de Dinamarca”, diría Marcelo, el personaje shakesperiano de Hamlet.
Tal es el hedor, la podredumbre que se siente, que la comunidad educativa toda está movilizada y en pie de lucha, sin grietas, como hacía mucho tiempo no acontecía. Parecía que el milagro no iba a ocurrir, que el letargo docente era irreversible. Pero la primavera llegó. La apatía, la resignación, el quietismo, el derrotismo, la mansedumbre, quedaron arrumbados en el sótano del invierno. La sed de justicia ha vuelto a florecer. Se respiran aires de esperanza.
Una tormenta presagiada: Cornejo y sus cumulonimbos
No fue un rayo en un cielo sereno. Esta reforma educativa se veía venir. Cornejo nos dejó un cielo cargado de nubarrones: la legalización del fracking, el nuevo Código Contravencional en versión distópica (estado policial), las infames rebajas impositivas a las petroleras, el desquicio del Mendotran, la criminalización de la protesta… Y también –no lo olvidemos– el ítem aula, conculcación flagrante del derecho de huelga tutelado por el art. 14 bis de la Constitución Nacional. Suficientes cumulonimbos en el firmamento como para no relajarse, como para esperar lo peor.
Muchas personas en Mendoza la vimos venir, como también habíamos visto venir la ofensiva del extractivismo minero contra la 7722, la Ley Guardiana del Agua. Muchas personas, sí. Miles. Pero no las suficientes, a juzgar por el resultado de las elecciones del año pasado, que hoy sufrimos.
Cornejo quería hacer la reforma educativa, y lo dijo. Las líneas maestras de su plan se conocieron grosso modo, y no eran distintas a las del preproyecto de ley hoy en danza. La debacle nacional del macrismo le impidió ir a fondo. Prefirió desensillar hasta que aclare.
Suárez es la continuidad de Cornejo. Continuidad partidaria, pero también –y sobre todo– ideológica: UCR reelegida, derecha perpetuada. No siempre los razonamientos lineales son correctos, pero en este caso se imponen con la contundencia de una verdad de Perogrullo, infinidad de veces corroborada en la práctica. Suárez es lo mismo que Cornejo, y lo que el rey saliente no pudo hacer –o no se atrevió a hacer– el delfín coronado tratará de hacerlo, convencido de que la reelección de su partido es un cheque en blanco de la sociedad para ir por todo.
¿La Reforma Universitaria? ¿La primavera alfonsinista? Piezas de museo, adornos retóricos… A la UCR le sobra la R. Si alguna vez tuvo algo de radical (¿Con Yrigoyen acaso? ¿Pero cómo olvidar los miles de obreros masacrados en la Semana Trágica, La Patagonia Rebelde y las huelgas de La Forestal?), lo perdió hace rato: de Macri, de De la Rúa, no se vuelve. El radicalismo del siglo XXI es un radicalismo derechizado, más a la derecha que nunca.
Y si el peronismo hubiese ganado en Mendoza el año pasado, ¿estaríamos a salvo? Sería temerario afirmar algo así, considerando lo que fueron, en general, y a nivel educativo en particular, las gestiones de Jaque y Pérez durante 2007-2015, cualquier cosa, menos progresistas. ¡Si hasta intentaron erradicar el principio de laicidad escolar en la legislación provincial! ¡Si hasta apelaron el fallo de la jueza Ibaceta que declaró inconstitucionales los actos religiosos en las escuelas públicas mendocinas! Su oscurantismo clerical quedará en los anales del oprobio. Ni hablar de la etapa 87-99 (Bordón, Gabrielli y Lafalla), signada por el menemismo, huevo de la serpiente neoliberal que hoy todavía nos emponzoña… Por lo demás, las recientes declaraciones del senador provincial Lucas Ilardo –jefe del bloque justicialista– tampoco invitan al optimismo contrafactual. Al contrario: hacen pensar, de inmediato, en la traición a la 7722 del año pasado, que desilusionó y enfureció a un sinnúmero de militantes y simpatizantes kirchneristas, sobre todo luego de que salieran a la luz los detalles del toma y daca con el radicalismo lacayo de las mineras. Pero volveremos a Ilardo oportunamente.
Thomas el tecnócrata, Thomas el «meritócrata»
Todavía no hablamos del funcionario estrella del momento. Allá por diciembre de 2018, un año antes de convertirse en director general de Escuelas, José Thomas anticipó su reforma flexibilizadora. Entrevistado por Radio MDZ, afirmó sin pelos en la lengua, sin anestesia: “Chile, Colombia, Ecuador, Perú, la están haciendo. ¿Cómo hicieron el cambio? Ascenso según nivel de desempeño. Básico. Y nivel de formación del docente: no cursito, sino si tiene un título de grado, posgrado o doctorado. Promoción horizontal, o sea, vos en la misma carrera, siendo docente, podés ganar más plata si sos mejor, si tenés mejores resultados. Carrera directiva en paralelo a la carrera docente. Y, sobre todo, que la estabilidad laboral queda supeditada a los resultados de cada docente”. Ese cancerbero de la «meritocracia» es quien hoy encabeza la DGE, y quien hoy propicia la sanción de una nueva LPE.
No hay, pues, ninguna sorpresa, aunque haya mucha gente sorprendida con lo que votó. Dijeron lo que harían, y lo están haciendo. Pero las tragedias preanunciadas –el mito de Casandra lo grafica– no son menos trágicas cuando llegan…
Una digresión, ma non troppo: para Thomas, la capacitación docente a través de cursos es una chantada, una vivada. Según él, las maestras de primaria y lxs profes del secundario solo hacen “cursitos” (incluyendo, al parecer, los que la propia DGE brinda o avala), en vez de realizar un master. Pregunta: ¿las escuelas son lo mismo que las universidades y el Conicet? Evidentemente no. ¿Acaso vamos a pedirle a una maestra rural del secano lavallino o a un profe de un CENS nocturno de una barriada de Las Heras, con lo poco que gana y lo mucho que trabaja, que pague y haga un doctorado en Harvard para poder progresar en su profesión? El discurso meritocrático de Thomas es absurdo e indignante. Extrapola estándares de «excelencia académica» a la escolaridad provincial en busca de un pretexto con el cual maquillar el deterioro salarial y la precarización laboral.
¡Cursito dijo! ¡Cursito! El desprecio que siente el director general de Escuelas por la docencia escolar no podría ser mayor. ¡Cuántas maestras y profes se rompen el lomo para tratar de capacitarse en medio de toda clase de dificultades y adversidades (laborales, familiares, económicas, personales, de salud, etc.), y Thomas, muy suelto de cuerpo, les espeta: tu esfuerzo no vale nada, porque no sos parte de la élite académica. Tenés el cargo y el sueldo que te merecés, por tu holgazanería y mediocridad. El cinismo de Thomas es indignante.
Tanto más cuanto que él dista mucho de ser un meritócrata. Su currículum, en formación académica y en antecedentes laborales, es de una pobreza franciscana. Cuando asumió el cargo, muchas fueron las voces de la comunidad educativa que se alzaron para denunciar o cuestionar su falta de idoneidad, de preparación, de experiencia. Thomas es el director general de Escuelas más flojo de papeles que se recuerda: un técnico en electrónica y electricidad, profesor de TIC, que se licenció en Tecnologías Educativas y trabajó de gerente en un instituto privado. Su trayectoria docente es escasa; su experticia pedagógica, prácticamente nula. Su lema pareciera ser: haz lo que yo digo, pero no lo que yo hago…
Al haberlo designado como director general de Escuelas, el gobernador dio un mensaje muy claro a la comunidad educativa y la sociedad en general: quiero una DGE mandada por un técnico, por un manager, alguien que sepa de informática y estadística, que venga del sector privado, mucho más «eficiente» que el sector público. Señoras y señores, la pedagogía y la didáctica están muertas. Son cosas del pasado. La elevación de Thomas a la cúspide de la DGE, con la bendición de Suárez y Cornejo, resume a la perfección el carácter rabiosamente tecnocrático y filisteo del radicalismo mendocino.
El neoliberalismo no defiende la meritocracia, aunque se llene la boca hablando de ella. Lo que defiende es un mercado laboral de competencia desleal, al servicio del capitalismo, basado en ventajas y desventajas de clase. Si Suárez y Thomas fueran meritócratas de veras, liberales sinceros y consecuentes como Belgrano o Moreno, lejos de hacerle la guerra a la educación pública, la apoyarían con entusiasmo, pues sin ella lo que termina prevaleciendo no es el «mérito» burgués del self-made man o de la self-made woman, sino el privilegio burgués de la riqueza heredada desde la cuna. Este gobierno incita a las personas pobres a que participen de la gran carrera por conseguir un empleo, pero, al desfinanciar las escuelas públicas, socava el principal mecanismo de hándicap que existe en las sociedades capitalistas: la posibilidad de estudiar sin pagar aranceles ni cuotas, derecho esencial de la civilidad democrática. Aunque no está de más puntualizar que ese mecanismo de hándicap resulta muy limitado, y que la mentada meritocracia termina siendo usada como una trampa cazabobos. Quisiera ver quiénes llegarían más lejos si no existieran los colegios privados, y si hubiera una política universal de becas, entre otras compensaciones reales.
¿Ignorantismo o capitalismo?
Cada vez que la derecha neoliberal y sus tecnócratas lanzan un ataque contra la escuela pública (algo que pasa seguido en este mundo capitalista que habitamos), la siguiente cita atribuida a Ítalo Calvino, fechada en 1974, vuelve a viralizarse en las redes sociales: “Un país que destruye la escuela pública, no lo hace nunca por dinero, porque falten recursos o porque su coste sea excesivo. Un país que desmonta la Educación, las Artes o las Culturas, está ya gobernado por aquellos que sólo tienen algo que perder con la difusión del saber”. En realidad, el aforismo pertenece a Gabriella Giudici, una docente italiana muy activa en Facebook, quien lo escribió en 2012. Pero eso aquí no importa. Lo que importa es el concepto: el ignorantismo.
El ignorantismo, la vieja creencia de raigambre iluminista según la cual los gobiernos autoritarios y corruptos buscan ex professo, a conciencia y voluntad, cercenar o desvirtuar la educación pública por razones de control social (a mayor ignorancia, mayor obediencia e impunidad), resulta a esta altura de los tiempos, así formulada, un tanto simplista y conspirativa, porque, entre otras cosas, supone una interpretación excesivamente moralista de la política, que soslaya las fortísimas presiones estructurales del sistema económico y las clases sociales sobre el Estado, atribuyéndole a la superestructura una independencia absoluta que no posee. Pero hay algo que no se puede negar: con demasiada frecuencia, se implementan reformas o medidas que, independientemente de las intenciones enunciadas, provocan, en los hechos, un profundo daño al tejido escolar.
Si tales reformas o medidas no responden a algo así como un «gran plan ignorantista», entonces tienen que estar determinadas por otra lógica. Pero esa lógica –hay que subrayarlo– no es menos perniciosa: la tendencia a ajustar, privatizar, mercantilizar y precarizar la educación pública, en función de los intereses del capital.
Por eso me permito disentir con Giudici: la destrucción de la escuela pública casi siempre es por dinero, o principalmente por esa razón, ya que vivimos en un mundo capitalista regido por el lucro empresarial, no por el bien público. Esto no quita que, en algunos casos puntuales, el fenómeno pudiera estar sobredeterminado por el ignorantismo: tecnócratas villanos que, además de querer favorecer la rentabilidad de la burguesía, decidan fomentar a sabiendas, cínicamente, la ignorancia del pueblo, para cortar de cuajo toda rebeldía, como en una distopía. Personalmente, las explicaciones estructurales de las ciencias sociales siempre me han resultado –conforme al principio de la navaja de Ockham– más convincentes que las teorías conspirativas del sentido común, demasiado subjetivistas y propensas al intencionalismo de la mano negra.
En resumen, la clave no es el ignorantismo, por muy verosímil que parezca, o intuitivamente cautivante que resulte. La clave es el capitalismo, las presiones de la acumulación capitalista y la función del Estado como garante –gendarme o gestor, según las circunstancias– de ese sistema económico-social. Aunque las centroizquierdas socialdemócratas, populistas y neokeynesianas crean fervientemente lo contrario, mientras vivamos bajo el orden del capital, la educación –igual que la salud y cualquier otro bien público– verá pender siempre sobre su cabeza la espada de Damocles del ajuste, la privatización, la mercantilización y la precarización.
La reforma educativa del shock pandémico
¿Por qué ahora? ¿Por qué tanta prisa? Quien haya leído el libro La doctrina del shock (2007), de Naomi Klein, tendrá la respuesta. Las catástrofes, las grandes calamidades, con sus dramáticas consecuencias psicosociales (conmoción colectiva, pánico y confusión de masas, aturdimiento y parálisis del pueblo), son la ocasión perfecta para que el neoliberalismo avance con sus planes económicos antiderechos. Ya se trate de una crisis económica, una emergencia bélica o un desastre natural, las coyunturas de shock constituyen el caldo de cultivo ideal para la aplicación drástica de las impopulares recetas ortodoxas del FMI y el Banco Mundial.
Klein analiza varios casos emblemáticos: la crisis del 73 en Chile y el golpe de Pinochet, la guerra de Malvinas en el Reino Unido thatcheriano, la crisis financiera asiática del 97, el atentado terrorista contra las Torres Gemelas, la ocupación de Irak, el tsunami de 2004 en Indonesia, el huracán Katrina en Nueva Orleáns, etc. La actual crisis mundial, por su inédita magnitud e intensidad, representa, sin lugar a dudas, una oportunidad inmejorable, de manual, para que las tecnocracias neoliberales implementen a fondo sus políticas de shock. De hecho, esta crisis, siendo un problema real en términos epidemiológicos y sanitarios (mal que les pese al negacionismo libertariano y la derecha anticuarentena acaudillada por Trump y Bolsonaro), ha tenido un altísimo componente de exageración alarmista, de morbo sensacionalista, de tremendismo cuasi-apocalíptico, que no parece tan casual ni inocente.
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Fotografía: CONTRAHEGEMONIAWEB.