Por: Ana Carrasco-Conde. 24/12/2021
“Suicidio significa precisamente dejarse caer a uno mismoy así consumar una separación del mundo que se siente”, escribe Ana Carrasco-Conde
En los segundos iniciales de los créditos de apertura de la serie A dos metros bajo tierra (Alan Ball, 2001-2005), dos manos, cuyos dedos estaban antes entrelazados, se separan abruptamente para tomar direcciones contrarias. El gesto brusco, como si algo se cortara en ese instante, representa la pérdida de un ser querido. Despedirse es dejar ir, del mismo modo que quien no puede soltar la mano del que ya no está solo puede apresar entre sus dedos el vacío.
De este modo, la ausencia se convierte en una falta que va poco a poco interiorizándose. Pero hay quien decide voluntariamente abrir su mano para soltarse de aquellas otras que lo mantenían sujeto a una comunidad de pertenencia. Pero quien quiere irse, sin embargo, no corta ese último hilo repentinamente, sino que todo aquello que lo conectaba con el mundo ha pasado por un proceso lento por el que la fuerte red que lo acogía ha ido desatándose, desgastándose, deshilvanándose… hasta que solo queda un hilo que es el que se decide cortar. Y acabar, por fin, con todo.
El suicidio es la culminación de un proceso de desgarramiento. Jean Améry no pudo sobrevivir a la vivencia de Auschwitz, pero vivió muriendo por dentro y acabó, décadas después, cortando ese último hilo. Ya no era, según él mismo escribe, parte del mundo de los vivos. En su ensayo sobre el suicidio escribe: “Es mucho más que un proceso de aniquilación. Es un largo proceso de inclinarse hacia abajo, de acercarse a la tierra, una suma de muchas humillaciones que no pueden ser asumidas”. Pero es también una progresión de pérdidas que hacen sentir que ya no se es parte de la vida o que, de alguna forma, el mundo del que se formaba parte ya se ha ido. Y bien no se encuentra ya lugar porque se está de más en todos sitios, bien el que se ocupa flota en el vacío de un mundo desaparecido, o bien allí donde estamos causa un gran padecimiento.
Somos con los demás: estamos trenzados con ellos. Suicidio significa precisamente dejarse caer a uno mismo: sui cadere y así consumar una separación del mundo que se siente, como si hace ya tiempo no se formara parte de ningún nosotros, o cuya forma de vinculación es tan dolorosa que el mundo se vuelve inhóspito y causa de angustia. Obsérvese la diferencia: no se trata de un “dejarse caer” en un lugar para encontrarse con alguien, sino de “dejarse caer” en la nada para desencontrarse con el mundo y con uno mismo. Si desaparece un nosotros del que nos sintamos parte significativa, no por nuestro valor individual, sino como nota clave de una melodía común, el que se suelta del mundo se abandona al silencio. Y eso que para él es silencio eterno, es en cambio para quien queda un vacío que se escuchará siempre. Nos soltó la mano.
El sufrimiento tiene garras que escarban por dentro y desgarran con cada zarpazo lo que te une con el mundo. Esto lo sabían bien Ingeborg Bachmann, Sylvia Plath o Jean Améry. Todos ellos hablan de una soledad que no consiste en estar solo, sino en un sentirse aislado, incomunicado de facto con los demás. “Llamamos a gritos -escribe Améry- pero el eco que quizá resonará no nos alcanzará”. Llamamos a gritos, podemos decir nosotros, pero entre tantos otros, no se sabe diferenciar la tristeza de la irascibilidad. Gritamos en silencio incluso, pero con tanto ruido nadie escucha el eco del vacío.
No se trata de que la vida carezca de motivos para ser vivida o que el mundo palidezca vacío de belleza y de razones que permitan disfrutarlo. No se trata de que se ignore la existencia de personas que te quieran y aprecian. No se trata de que se desconozcan las cosas que merecen la pena, se ignore todo lo que puede hacerse todavía o todo lo que queda por conocer. Ese no es el problema, sino que el nexo que une al sujeto con el mundo parece o bien ser cada vez más endeble o bien motivo de un dolor que no puede soportarse. De ese modo cualquier elemento externo hace sentir en lo profundo el abismo que abrió esa zarpa. Y cuántas más razones se esgriman para animar a quien sufre, más desaliento se experimenta, porque aun sabiendo todo lo que puede ofrecer el mundo, todo tiene ya sabor a ceniza, todo está lejos, todo es frío, pero un frío que viene de dentro. Y eso genera aún más angustia.
Se vive así, como titulara la última novela de Sylvia Plath antes de suicidarse, en una campana de cristal. Tan cerca y tan lejos al mismo tiempo. Los colores ya no brillan. En el día a día se sigue adelante, incluso existe un esfuerzo para aferrarse a las pequeñas cosas, pero el abismo está dentro: late, se revuelve, genera olas que ahogan por dentro. Y un día ese abismo gana cuando sube la marea.
Hay muchos motivos para darse muerte, pero el peor sin duda es el de no tener un sentido y creer que no se tiene un lugar en la vida que se vive con los otros. Ingeborg Bachmann elabora una imagen en la novela que escribió antes de su suicidio, Malina, que hace del abismo grieta: quien decide matarse lo que hace no es lanzarse al vacío, sino dejarse caer en la grieta misma que ha ido ensanchándose en el interior. Jean Améry lo llamó “levantar la mano contra uno mismo”. Quien tiene esa grieta y no ha conseguido suturarla, combate con ella cada día. Toca a veces los bordes con sus dedos. Piensa no en modos concretos de matarse, sino en la fantasía de tener la fuerza para hacerlo. Y el vacío silenciosamente va ganando espacio. Hasta que un día llega esa fuerza. No se trata de llamar la atención con un “intento”, sino todo lo contrario: de irse en silencio. Quizá por ello cabría hablar de que quien se suicida, lo que hace no es tanto levantar la mano contra uno mismo, sino simplemente abrir el puño para soltarse de una vida como forma de cortar el hilo que aún nos vincula con el mundo de los vivos. El acto a veces se consuma por presión angustiosa, otras por la desesperación de una situación que no puede controlarse, pero muchas veces se debe a la desesperanza del nada que esperar de uno mismo.
Los sociólogos hablan de las causas que llevan a tal estado de desesperación. Los psicólogos del estado anímico que lleva a esa decisión. Y así entre “la sociedad” y “el yo” queda el punto ciego del sentido de la existencia, pero no el sentido individual de la misma, sino el sentido colectivo de la misma. ¿Cuál es nuestro sentido en las sociedades actuales? ¿Qué orienta mi existencia y me hace formar parte de un todo en el que me integro y me acepta más allá de mi utilidad y mi rentabilidad? ¿Qué sentidos hacen que mi vida sea significante para mi misma y al mismo tiempo tenga espacio y tiempo en ese proceso de búsqueda vital en nuestras sociedades de producción acelerada? ¿Dónde reside el sentido y cómo lo encontramos? Quizá sea preciso presentar una visión de conjunto que integre y relacione distintos ámbitos para dar alumbrar el punto ciego: el sistema económico imperante que adultera las relaciones comunitarias, intersubjetivas y ataca a los procesos de subjetivación.
Cabe preguntarse si es una cuestión únicamente psicológica, de si los más cercanos debieran haberse dado cuenta, de si tal estado se cura en terapia y con antidepresivos, de si la causa se debe a la cruel sociedad y nos menos cruel ser humano. Y, al hacerlo parece que olvidamos del factor que parece irrigarlo todo: el sistema de producción, rentabilidad y negocio continuo. Y por eso, para Fromm, lo que caracterizaba ya al ser humano en un libro ¡de 1956! era que se había transformado a sí mismo en un artículo, enajenado de sí mismo, de sus semejantes y de la naturaleza, cuyo valor residía en su utilidad en el mercado. Y así, cada ser humano en su rueda ha ido sesgando las redes que hacen habitable y humano el mundo. Podemos echar la culpa a programas de televisión, al acoso escolar, a la angustia de no llegar a fin de mes, pero estos son solo síntomas de una dinámica mucho más compleja que vertebra nuestros modos de vivir vendiéndonos individualmente pero no valorándonos en conjunto.
Podemos tomar pastillas o diagnosticar que es la sociedad en su conjunto quien genera estos modos de matar silenciosos, pero nada de ello servirá de nada si no nos damos cuenta de que el origen se encuentra en un sistema que incentiva como nunca en la historia la individualidad atomizada de sujetos absolutamente independientes que están demasiado preocupados por sobrevivir como para preocuparse e incluso cuestionarse dónde van. No hay vida si no hay mundo y este solo puede darse entre seres humanos cuyos vínculos son soporte y no horca. Hace tiempo que vivimos a la contra de nuestra constitutiva dimensión intersubjetiva y de nuestra naturaleza: desconectados de todos vamos a lo nuestro, sin ser conscientes de que lo nuestro no es lo relativo a un yo aislado, sino a la construcción y cuidado de un nosotros sin el cual no hubiéramos podido sobrevivir en nuestros comienzos. El sistema competitivo e hiperindividualista del neoliberalismo destruye los lazos comunitarios. Todos aspiramos a gozar de una vida plena, pero lo hacemos individualmente en torno a un plan de vida en el que no solo el aislamiento reina por todas partes, sino que lo consideramos incluso una virtud. Viviendo así vamos encaminados hacia un suicidio colectivo cuando, uno a uno, nos asfixiemos por agotamiento o desesperanza, sin sentido y sin saber a dónde ir en un mundo en el que reina un yo sin un nosotros y sin un horizonte de humanas expectativas de las que no quepa sacar réditos. El neoliberalismo, que alimenta el aislamiento y se centra en la ficción de un sujeto independiente, que genera daños en los modos de relación, que no conecta pero no nos relaciona, es el problema.
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Fotografía: La marea