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Chao, Ramón.

por La Redacción mayo 30, 2018
mayo 30, 2018
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Por: Luis Bonilla-Molina. Rebelión. 30/05/2018

Decía que el realismo mágico se había inventado en Galicia, y esgrimía como una de las pruebas lo que le había dicho Gabriel García Márquez sobre Cien años de soledad: “Toda la materia prima de mi libro está formada por los cuentos y leyendas que me contaba para dormirme mi abuela, que era gallega”. Ramón Chao Rego, que acaba de fallecer en Barcelona un par de meses antes de cumplir los 83 años, instalado en el París de los 60 que era la capital cultural latinoamericana había tratado a Gabo y al resto de los creadores del boom, desde los exuberantes tropicales a los imaginativos australes, a Carpentier, a Guillén y a Miguel Ángel Asturias; a Cortázar, Neruda y Vargas Llosa. Pero en su vida hubo bastante de esa realidad entreverada de ficción.

Empezando porque su padre había sido una especie de Fiztcarraldo. Un gallego que emigró a Cuba pero que no se limitó a intentar labrarse una fortuna, sino que se apasionó por la música clásica y la ópera. Hasta tal punto que, de vuelta a Vilalba (Lugo), instaló en el primer piso de su negocio, la Fonda Chao, un piano, y ante él fue sentando sucesivamente a sus hijos. Los cinco mayores se resistieron, también sucesivamente, pero Ramón Luis era el sexto y no tuvo otra opción. A los seis años fue conducido a la presencia de la organista de la iglesia de Vilalba, y tuvo que pelearse antes con las escalas que con las tablas de multiplicar. Todos los que pasaban por el Hotel-Fonda Chao (entre ellos Álvaro Cunqueiro, Gonzalo Torrente Ballester, José María Castroviejo…) eran conminados por Chao padre a escuchar la interpretación de El lago de Como, una pieza efectista y cursi que sería una especie de chiste interno en la trayectoria del futuro escritor (así tituló su biografía, editada en Debate en 1983 en castellano y en gallego en Xerais en 2004). En realidad escuchaban al menor de los Chao Rego todos los vecinos de Vilalba, mayores y jóvenes, incluido uno llamado Antonio Rouco Varela que “en el comedor familiar de nuestro Hotel Chao era el que chistes más verdes y groseros contaba, el más brutal y violento con las bandas rivales, por lo que se avisaban: ‘¡Cuidado, que viene el bronco Varela!’”, recordaba Chao en su blog.

Chao tocando “El lago de Como” en la presentación de su libro del mismo título en Madrid en 1983, ante Francisco Umbral y Luis de Pablo.

Convertido en niño prodigio malgré lui –“el Arturito Pomar del piano”–, Ramón Chao obtuvo, pese al republicanismo confeso de su padre, una beca del Ayuntamiento y otra de la Diputación para completar estudios musicales en Madrid. “Avancé más gracias a los jamones y chorizos que mandaba mi padre a los famélicos profesores de posguerra que a mis escalas”, ironizaba Chao. Otro de los oyentes vilalbeses de la interpretación de El lago de Como, Manuel Fraga, le consiguió una beca para estudiar piano en París. Un chaval de las llanuras del norte de Lugo, pasado por un colegio religioso del Madrid de la posguerra aterrizó en el París de 1955, con 20 años. Una edad y un contexto poco propicios para dedicar diez horas diarias a las fusas y a las semifusas. “Llegué a planear ir a la serrería de un vecino en unas vacaciones en Vilalba y cortar dos o tres dedos de mi mano izquierda como excusa inexorable para dejar el piano”. Su padre algo debía ventar porque le aconsejó estudiar armonía, por si le pasaba como a Schumann, que se tuvo que centrar en la composición cuando perdió la movilidad de un dedo. En este dilema estaba cuando vio un anuncio de que en Radio France, “la Radio París que mi padre escuchaba a escondidas en el desván de casa”, necesitaban a alguien que supiese español, portugués y música. El jurado solo sabía francés, así que no le importó el acento gallego del aspirante, ni que su portugués fuese excesivamente septentrional. Tocó El lago de Comoy ganó el puesto.

Empezó trabajando en los servicios culturales para América Latina de Radio France Internationale, y mantuvo un programa en gallego durante tres años, hasta que el gobierno de Franco logró cerrarlo. Fue el corresponsal de El Alcázar (en su etapa “aperturo-opusdeísta”) y después de Triunfo, la revista de referencia en los últimos años del franquismo y la Transición (sus cerca de 300 artículos y reportajes son localizables en la edición digital). En esas crónicas, en sus colaboraciones con Le Monde (con su casi alter ego, Ignacio Ramonet) o en el desempeño que hacía de su labor en RFI, de la que fue redactor jefe de las emisiones para América Latina, fue en las que trabó relación con personajes como la Bella Otero, la bailarina procedente de Pontecesures (Pontevedra), amante de reyes y emperadores, Picasso (que le contó su niñez coruñesa y le preguntó si seguía en pie la que llamaba, “la torre de caramelo”, como denominaba a la Torre de Hércules), o Juan Carlos Onetti (en la entrevista se produjo la famosa anécdota de la asistente de cámara que se quedó mirando el único diente del escritor uruguayo y la aclaración de éste: “tenía una dentadura espléndida, pero se la di a Vargas Llosa”). Con todas estas experiencias, y con otras, escribió una veintena de libros.

El Ramón Chao crítico literario de Le Monde y Caballero de las Artes y las Letras de la República francesa pasó a ser, a mediados de los 90, “el padre de Manu Chao”. Él había intentado repetir la jugada paterna y sentó al piano a sus dos hijos, Manuel y Antoine. Los dos se resistieron, pero acabaron aceptando otro instrumento: el mayor la guitarra y el pequeño la batería. De ahí salieron Hot Pants, Los Carayos (“los franceses pronuncian ‘carallos’ como “caralós’” justificaba Manu la incorrección gramatical) y finalmente Mano Negra. Ramón se embarcó con sus hijos en una gira sudamericana y escribió un libro que sería un cambio de rumbo en su carrera, Tren de fuego y hielo. Mano Negra en Colombia (1994). Cuatro años después, animó a su hijo –al que, como al resto, le dedicó un libro– a hacer una inmersión en sus orígenes gallegos que le sirvió a Manu para superar la crisis de la desaparición del grupo.

Ramón Chao se retroalimentó con Mano Negra o con Manu. Siempre de la mano de Ramonet, adoptó una postura personal y política más claramente radical, que le llevó por ejemplo, a negarse a escribir en Le Monde a causa del giro conservador del diario francés (“no puedo escribir en un periódico que no puedo leer”, argumentó). También formó parte, testimonial, de las listas del Bloque Nacionalista Galego al Parlamento Europeo en 2004. En 2014 ironizaba en la revista Luzes sobre el lepenismo rampante que acechaba Francia: “si pudiese votar allí, sentiría la tentación de darles un empujoncito para que Francia se homogeneizase con la Europa que nos viene”, al tiempo que señalaba las coincidencias entre el FN de Marine y la UPyD de Rosa Díez, empezando porque los colores corporativos de las dos formaciones eran los de los nombres de pila de las respectivas líderes. Pero su pasión era demostrar –a los demás, él creía fervientemente en ello– que en la tumba de la catedral compostelana, los restos que se veneraban desde el siglo IX eran los de Prisciliano, “el obispo galaico que pretendió reformar la Iglesia Católica mil años antes de Lutero”, y que por ello fue decapitado. A la teoría priscilianista no solo le dedicó un libro, sino una campaña dirigida al antiguo bronquista Rouco Varela para que se decidiese a analizar los huesos guardados en la catedral.

LEER EL ARTÍCULO ORIGINAL PULSANDO AQUÍ.

Fotografía: Rebelión

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