Por: Pablo Batalla Cueto. 18/07/2021
Mundo fértil y animoso en los sesenta y setenta, al calor del Vaticano II, el socialismo cristiano entró después en crisis, pero quedan rescoldos para los que Francisco representa una esperanza
Alegría y esperanza: gaudium et spes. Dos palabras y un pequeño terremoto en el seno de la Iglesia: la constitución pastoral del Concilio Vaticano II, aprobada en 1965, instaba a su grey a abrirse al mundo; a no sentarse a esperar, orándolo en herméticas celdas monacales, el reino de justicia de la Segunda Venida, sino afanarse en edificarlo ya mismo, en el Más Acá.
Con toda la hermosura que en ocasiones alcanzan los textos eclesiales, comenzaba proclamando aquel que «los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón». Y más tarde instaba: «Los cristianos que toman parte activa en el movimiento económico-social de nuestro tiempo y luchan por la justicia y caridad, convénzanse de que pueden contribuir mucho al bienestar de la humanidad y a la paz del mundo. Individual y colectivamente, den ejemplo en este campo».
Aquella semilla de una Iglesia justiciera germinó rápidamente; lo había ido haciendo ya, en realidad, en forma de una floresta de activismos que vindicaban al Jesús de Nazaret que había expulsado a los mercaderes del Templo y proclamado que más fácil sería que un camello penetrara por el ojo de una aguja que la entrada de un rico en el Reino de los Cielos. Cristo —cantaba Mejías Godoy— nacía de nuevo en Palacagüina y sus feligreses confluían con quienquiera que alzara, aunque fuera desde presupuestos no cristianos, el rojo pendón de la justicia social. Eran también los años de la Teología de la Liberación e incluso de guerrillas y guerrilleros que con la misma mano empuñaban un rosario, el Manifiesto comunista y un fusil.
En aquel contexto, la España católica de la que otros habían querido hacer la luz de Trento fue terreno fértil para la aparición de curas obreros y rojos como el padre Llanos, pensadores socialistas cristianos como Alfonso Carlos Comín y la formación de movimientos de base, así como la radicalización de organizaciones previas como la Hermandad Obrera de Acción Católica (HOAC) o la Juventud Obrera Cristiana (JOC) y el desembarco de colectivos latinoamericanos como el chileno Cristianos por el Socialismo; una galaxia de la que también formaban parte el sindicato USO, la editorial Zyx o la revista Vida Nueva.
Frente al régimen nacionalcatólico del general Franco, aquellos cristianos se implicaban en el movimiento sindical, vecinal y democrático y se embadurnaban, como sus camaradas sudamericanos en las favelas y villas miseria de sus países, del lodo de los arrabales del desarrollismo, al combate por cuya dignificación acudían a entregar su talento y energías.
Flores pertinaces de una antigua primavera
A tal punto de florecimiento llegó aquella primavera católica que en 1969, entre los sacerdotes jóvenes —nos cuenta Ana Fernández-Cebrián, experta en este universo—, el 47% era partidario del socialismo según la Encuesta Nacional del Clero. Pero la primavera fue marchitándose después por motivos que incluyen la secularización de la sociedad, el mismo auge individualista y atomizador que ha afectado a todas las organizaciones políticas y sindicales y los papados ultraconservadores de Juan Pablo II y Benedicto XVI.
Un contragolpe conservador en el seno de la misma Iglesia, con alféreces españoles como Antonio María Rouco Varela, incluyó la promoción de movimientos que, ofreciendo, como aquellos, el atractivo del activismo, lo recondujeran hacia objetivos reaccionarios; así, por ejemplo, el Camino Neocatecumenal de Kiko Argüello, los conocidos como Kikos. Como nos cuenta la joven politóloga Alba C. Pardo, católica de rito bizantino, convertida hace cinco años, en lugares como la provincia de Toledo, donde reside, es hoy por hoy difícil encontrar plataformas desde las que practicar el cristianismo progresista del que se siente adepta, y «la renovación generacional de los sacerdotes no invita al optimismo».
Pero nunca murió del todo el cristianismo socialista. Hay todavía dos Iglesias cuya identidad resumía bien el título de un libro de Avelino Seco, publicado en la editorial Nueva Utopía en 2009: Utopía frente a recreación del pasado: dos visiones de la Iglesia. Sobre qué queda hoy de la primera de esas dos visiones, preguntamos al sindicalista Pau Díaz, militante valenciano de Comisiones Obreras pero también de la HOAC, viva todavía, y de la que nos cuenta que atesora actualmente en torno a mil militantes en toda España. Resiste también la JOC, y del cristianismo de base de nuestros días pueden enumerarse las Comunidades Cristianas Populares, el Movimiento Cultural Cristiano, Redes Cristianas, Cristianismo y Justicia, la madrileña Casa Emaús y sus Encuentros para la Solidaridad o las feministas Revuelta de Mujeres en la Iglesia y Federación de Mujeres y Teología, que pugna por el paso «de una teología y una pastoral secularmente patriarcales y androcéntricas a otras que hagan realidad el “discipulado de iguales” que practicó Jesús».
Sobre en qué consiste hoy militar en una de estas organizaciones, Pau Díaz explica sobre la HOAC que «se entiende como militante a una persona que forma parte de manera activa de un equipo de base que se reúne con regularidad, que cotiza y tiene un compromiso en alguna organización (sindicato, partido, parroquia, AMPA, movimientos sociales, feministas, ecologistas o de barrio)», así como en impulsar iniciativas como «Iglesia por el trabajo decente» junto con Cáritas, Confer, Justicia y Paz o religiosas en barrios. Característico de este cristianismo fue siempre —asegura Juan Gascón, coordinador general de Izquierda Unida en Castilla y León, procedente del cristianismo de base— entender que «no hay un proyecto cristiano para el mundo, sino que el proyecto cristiano es el de los cristianos en los movimientos políticos y sociales para traer el Reino a la tierra». De lo que se trata —dice el alicantino Manolo Copé, militante también de IU— es de intentar «que los compromisos que llevan a cabo generen sinergias con otros colectivos y personas con el objetivo de lograr un sociedad más justa y fraterna».
Otras campañas animadas por estos colectivos llevan lemas como «Trabajo digno para una sociedad decente» o «Luchemos por el presente para ganar el futuro»; y los cristianos de base se implican asimismo en actuaciones en poblados marginales de ciudades grandes y medianas, como la Cañada Real de Madrid o Buenos Aires, barrio salmantino muy golpeado por el narcotráfico, donde el sacerdote Emiliano Tapia lidera un proyecto de reinserción vital y laboral a través de la agricultura.
Plataformas emblemáticas como la que, en Murcia, defiende desde hace treinta años el soterramiento de vías del tren son también fundamentalmente cristianas, y otra línea de actuación predilecta de los movimientos actuales es la denuncia de las leyes de extranjería. A principios de este siglo, los cristianos de base fueron parte señera del movimiento antiglobalización, y, hace unas semanas, la revista Vida Nueva, que también sigue existiendo, fue muy alabada durante la última crisis hispanomarroquí por una portada en la que, sobre la célebre fotografía de una voluntaria de Cruz Roja abrazando a un migrante senegalés, el titular cargaba contra el discurso ultraderechista señalando que, si aquello era una invasión, era «La invasión de los hijos de Dios».
Comunión y mundo frente al mindfulness y el encierro
«Los movimientos cristianos», opina Carlos Sánchez Mato, economista y exconcejal del Ayuntamiento de Madrid durante el mandato de Manuela Carmena, «siguen teniendo capacidad de dar mucho testimonio de ese Jesús de Nazaret comunista, revolucionario y que fue asesinado precisamente por eso». El papado de Francisco, con sorpresas como la encíclica ecologista Laudato si o la crítica anticapitalista que recoge el libro de conversaciones con el pontífice Esta economía mata, ha supuesto un cierto respiro para lo que Michael Löwy llama cristianismo de liberación en otro reciente libro y una vía alternativa a la tentación, a la que apunta Pau Díaz, de «huida hacia el integrismo como manera de protegerse ante la falta de certezas en la era de la posmodernidad».
De todas formas, el cristianismo socialista sigue luchando contra obstáculos poderosos. «Es muy fácil destruir y es muy complicado crear», apunta Juan Gascón, quien diserta asimismo que, si bien los tiempos presentes parecen asistir a cierta demanda nueva de religiosidad y espiritualidad —y cita con elogio la espiritualidad laica de la que habla Jorge Riechmann—, esta es satisfecha en gran parte, cuando no por el integrismo, por «planteamientos más de desarrollo personal e individualista, como el mindfulness», que chocan con la idea que siempre tuvo el cristianismo de base de combinar la reflexión y transformación individual con «un ámbito de comunión y asambleario o eclesial» en el que se practicara el célebre lema de la JOC: ver, juzgar y actuar. La espiritualidad contemporánea busca menos el mundo y sus problemas que una suerte de «convento de clausura».
Frente a este panorama, los cristianos de base del siglo XXI proclaman —citando a Pau Díaz— que «ser cristiano hoy es denunciar el capitalismo y apostar por una nueva forma de ser, pensar y actuar. Construir un proyecto de humanización que nos ayude a vivir en libertad: optando por la comunión frente al individualismo; por la solidaridad frente a la competencia y por el ser frente al tener. Procurando que las personas empobrecidas del mundo obrero lleguen a ser los protagonistas de su vidas». Gaudium et spes: para los socialistas cristianos de hoy, el Vaticano II sigue siendo un programa revolucionario.
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Fotografía: La marea