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El miedo a pensar por nosotros mismos

por RedaccionA marzo 16, 2025
marzo 16, 2025
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Por: Adrián Massanet. 16/03/2025

Apuntes a vuelapluma sobre ‘The Brutalist’

Ya con setenta y cinco años, es decir a una edad bastante avanzada, pero desde luego con la inmensa fuerza de su intelecto todavía intacta, Tolstoi escribió una famosa invectiva en contra nada menos que de William Shakespeare, quien por supuesto ya estaba considerado un genio de la literatura universal. En ella, no es tan valioso el hecho de que considerase al llamado Bardo de Avon no ya un dramaturgo lejano a lo genial es que ni siquiera un escritor de talento medio, sino que entre sus múltiples y muy valiosos y poco cuestionables argumentos deja caer una idea no por inquietante menos certera: la masa de lectores/receptores de una obra se deja llevar por la opinión de la mayoría, y sólo así puede entenderse que escritores inferiores a lo mediocre puedan ser recordados durante generaciones como algo que no son.

Viene esto a colación por el estreno en nuestro país de la muy esperada The Brutalist (2024), tercera realización del estadounidense Brady Corbet, que viene precedida de una enorme expectación por su triunfal paso en Venecia en agosto pasado, por sus diez nominaciones a los Óscar (finalmente ha ganado tres, incluido el de mejor actor principal) y sobre todo por los muy elogiosos comentarios de gran parte de la crítica profesional que ha tenido acceso a ella. Se ha dicho hasta la saciedad –de hecho es parte de su campaña promocional– que se trata de un filme de hechuras “clásicas”, una película monumental (esto yo creo que lo he leído y/o escuchado cientos de veces los últimos días acerca de ella), un relato impresionante y épico que está llamado a ser no ya el título del año, sino de la década y posiblemente del siglo XXI. Ahí es nada. Abrumados por tales afirmaciones, pese a que todas ellas vengan carentes del menor argumento objetivo, nos asomamos a las imágenes y los sonidos de este filme esperando encontrarnos con algo parecido a El padrino, parte II (Francis Ford Coppola, 1974), por poner un ejemplo extremo, pero al cuarto de hora es fácil darse cuenta de que no sólo no es el filme del siglo, algo por otra parte inmensamente complicado, sino que ni siquiera es uno de los mejores filmes del año. ¿Entonces? ¿Qué está ocurriendo? ¿Es esto un autoengaño colectivo? Muchos espectadores salen de la sala y escriben en redes sociales, o comentan en los bares o en cualquier lugar imaginable que acaban de ver una genialidad, algo incluso sublime… Pero algunos ya hemos vivido esto otras veces, somos capaces de recordar las palabras de Tolstoi en contra de Shakespeare y tenemos una idea aproximada de lo que está sucediendo.

Simple y llanamente: no es tan fácil pensar por uno mismo. A mucha, muchísima gente, incluso personas preparadas, espectadores exigentes y veteranos, incluso críticos inteligentes y profesionales, le da miedo oponerse a la apisonadora de la mayoría y, sin darse cuenta, sin apenas ser capaces de percibirlo por un segundo, se dejan llevar por una falsedad antes que arriesgarse a que esa gran mayoría les tache de oportunistas, narcisistas o polemistas, cuando no de ignorantes, tendenciosos o incluso pedantes. Si grandes sectores piensan sobre una obra que es algo genial, debe serlo, y hay poco más que discutir. Pero tal como sostendría Thoreau, en esto del arte, como en todo en la vida, vale la pena ser una mayoría de uno, o en caso contrario nos hallaremos ante otro caso como el de Shakespeare. En realidad muchos casos parecidos, mientras verdaderas grandes obras pasan desapercibidas como consecuencia de ello.

 La necesidad de algo genial

Antes de convertirse en director, Corbet había participado como actor en algunos filmes realmente importantes. Había sido uno de los dos escalofriantes psicópatas del remake de Funny Games (2007), que Haneke realizó diez años después del filme original con resultados incluso superiores a aquella, y también dio vida a un fugaz pero importante personaje en la obra maestra de Lars Von Trier Melancolía (2009), entre otros papeles. En otras palabras, ha trabajado con dos de los mejores directores vivos, aunque en su caso europeos, capaces –ellos sí– de hacer historia del cine con un puñado de obras geniales que van a perdurar a lo largo de las décadas. Ahora que es director, y viendo su tercer largo, queda claro que la aspiración de Corbet es la de convertirse también en un cineasta de talla histórica, hablando de grandes temas, proponiendo filmes de gran ambición conceptual, pero quizá ignore, a la vista de los resultados, que para ello hay que poseer algo más que fuerza de voluntad, que la ambición no se sirve por sí sola para elevar un material, y que la genialidad es una potencia al alcance de muy pocos. Pero si unos se valen, para dar la apariencia de grandes artistas, de unas astucias, otros como Corbet se valen de otras, y a los más generosos les dan gato por liebre sin gran oposición.

Porque no es una exageración si decimos que parece que todo el mundo está deseando ver una obra genial a cada estreno, y que algunos, como el de The Brutalist, se prestan especialmente a ello. La mala, pésima noticia, es que ni las cuatro horas de duración, ni el hecho de que disponga de un intermedio, ni el tema elegido, son argumentos a favor. Ni la duración, ni la filmación en VistaVision, ni una historia acerca de un inmigrante húngaro que resulta ser un arquitecto genial de la corriente del brutalismo, son valores cinematográficos o narrativos. Nunca, en ningún caso. Estas son razones para alabarla solamente por parte de un sector que por lo visto no cuestiona aquello que va a ver, sino que está ansioso por unirse a la mayoría. Pero la realidad es tozuda, e implacable. Y si los espectadores no son capaces de desembarazarse de prejuicios positivos, al menos sí debería poder hacerlo la crítica. Y en ello estamos. Y es una lucha que parece no tener fin. El tema de un filme no es sinónimo de su calidad y su altura narrativa, pero muchos parecen insistir en que una película, o una novela, o una serie, acerca de un inmigrante que se ve forzado a viajar a otro país, o acerca de un ama de casa que durante años ha sufrido abusos sexuales por parte de su marido, o acerca de un hombre que salvó a cientos de judíos durante la Segunda Guerra Mundial, es por fuerza mucho más importante y mejor que otras que te cuenten un apocalipsis zombi, o un viaje en el tiempo para salvar a la especie humana, o la historia de un drogata que se mete a detective privado.

En el caso de The Brutalist, mucho me temo que se la considera monumental porque dura casi cuatro horas, y que se la considera importante porque narra la historia de un inmigrante judío que resulta ser un arquitecto genial. Punto. Ni uno solo de los que la han elogiado ha comentado sus valores cinematográficos puros, ni ha comentado el estilo de Corbet, ni se ha planteado su estrategia narrativa. Una vez más, el engaño colectivo explicado por Tolstoi ha tenido lugar. Y por supuesto que todos tenemos grandes deseos de ver algo genial en cine, pero qué casualidad que cuando ocurre –caso de la citada Melancolía, y de otros títulos como Euphoria (HBO, 2019-?) o Mad Max: Furia en la carretera (Mad Max: Fury Road, George Miller, 2015)– muy pocos tienen el coraje de considerarlos como tales, sino que recurren a los viejos tópicos y al cine o la narrativa más académica y menos arriesgada, menos sofisticada, y a los temas y conceptos más manidos. No, The Brutalist no es ni por asomo una genialidad, y de hecho dista mucho de la condición de buen filme, porque a pesar de sus enormes esfuerzos por ser una obra maestra gigantesca del tamaño de Fanny y Alexander (Ingmar Bergman, 1982) o El gatopardo (Luchino Visconti, 1963) o la ya nombrada El padrino, carece de la densidad estilística, narrativa, y estructural para poder serlo. En ningún momento las capacidades de Corbet pueden compararse con las de los grandes maestros, ni muertos ni vivos, ni en su guion, ni en su puesta en escena, ni en su dirección de actores, ni en su sentido del montaje, ni en su fotografía, ni en su sentido visual o musical. De hecho, el filme tiene serios problemas para sostenerse precisamente por su ambición, y no a pesar de ella. Todavía no he visto los dos títulos previos de Corbet, pero viendo este no me cabe duda de que este aguerrido muchacho tiene todavía mucho camino por recorrer para conseguir algo realmente importante.

Irregularidad, tosquedad, arritmias

Algo de pasión y de intención operística sí se le puede conceder a Corbet, en esta producción filmada en Europa para abaratar costes, pues no se disponía de mucho dinero para rodar. Y durante las primeras secuencias parece que la estrechez del presupuesto va a ser resuelta con perspicacia, como en esa apertura en la que apenas se distingue nada más que sombras mientras Lászlò –un poco convincente Adrien Brody– asciende hasta la cubierta del barco y por fin puede ver la Estatua de la Libertad. Es uno de los planos más celebrados del filme: la estatua invertida, pero es una imagen demasiado obvia para contar la cara oculta del “sueño americano”, sin ningún género de dudas. Sea como fuere, no va a ser un filme en el que abunden los planos elaborados, ni mucho menos. Dado que está rodada en localizaciones de Budapest, y no en Nueva York, y dado los altos costes de un diseño de producción de época, el ochenta por ciento de los planos del filme, sin exagerar, son primeros planos o son encuadres cerrados sobre los cuerpos de los actores y su entorno más inmediato, como en un cortometraje de escuela de cine. Esto no está resuelto por Corbet ni por su director de fotografía, el británico Lol Crawley, con ninguna imaginación o capacidad de inventiva, sino que recurren a un tosco plano y contraplano como solución habitual, o a un conjunto de planos medios, si es una escena grupal, sin la menor tensión dramática. Por supuesto que no todo está narrado así, porque en caso contrario sería demasiado clamoroso, y las secuencias de exteriores, en todo lo relativo a la construcción del enorme proyecto asignado a Lászlò, intentan compensar esto con grandes planos generales y una mirada más grandilocuente hacia aquello que tratan de contarnos. Pero tampoco en esos momentos, en los que el filme debería respirar grandeza visual y narrativa, el director parece hallarse cómodo, sino que la cámara está dispuesta de cualquier manera y el montaje busca la manera de epatar sin conseguirlo. Uno de los rasgos fundamentales de todo gran cineasta es su habilidad, instinto y mirada para lograr situar la cámara en el lugar, de la forma, con el movimiento y la óptica más adecuadas, pertinentes y profundas, del mismo modo que uno de los rasgos fundamentales de todo gran novelista es elegir el punto de vista, el tono y el estilo adecuados para golpear con la mayor fuerza posible. Corbet, como tantos otros ambiciosos grandilocuentes antes que él, no ha entendido la historia que él mismo ha escrito y elegido contar, y su cámara rara vez captura el momento, la imagen el gesto y el detalle con el que narrar su relato de la forma más elevada, sino siempre la más fácil, obvia y amanerada de todas.

En la película no abundan los planos elaborados

Y otro rasgo fundamental en todo gran director es la dirección de actores, algo que en teoría debería dominar este director, pues él mismo ha sido actor y trabajado con algunos de los más grandes, pero pese a que se le percibe cierta mano, no acaba de conseguir un reparto cohesionado, profundo y de altura, sino uno casi siempre histérico, forzado y poco cabal. No hay un solo personaje verdadero en todo el filme, ni siquiera su protagonista, por mucho que haya trabajado el acento húngaro. Los grandes personajes son una mezcla de rasgos únicos y de universalidad emocional. En otras palabras: han de ser creíbles siempre pese a su especificidad. Y de ellos debe partir el relato y la mirada del director, y no estar al servicio precisamente de ello para los intereses del cineasta. Nunca vemos a Lászlò, sino a una sombra de él, a un mascarón. Y el resto de personajes lo pasa aún peor, transitando entre la caricatura y lo casi paródico. De este modo, nada sucede de manera orgánica, sino a base de deus ex machina de manual: el ricachón –interpretado por un Guy Pearce totalmente fuera de casting– que primero se enfurece por la reforma de su biblioteca y luego se siente complacido por ella y contrata a nuestro héroe, pero luego los problemas lógicos de toda gran obra dan al traste con todo, pero contra todo pronóstico consiguen la financiación y finalmente, como no podía ser de otra manera, el capitalista intenta destruir psicológicamente a su vasallo convirtiéndose, por arte de magia, en una especie de monstruo sexual, en una de las secuencias más ridículas del cine reciente. ¿Era necesario ir a Carrara a por mármol y que el arquitecto se emborrachara en una fiesta surgida de la nada? Claro que lo era, así Corbet podía hacer planos generales supuestamente grandiosos de las canteras de los Alpes Apuanos, e introducir esa secuencia supuestamente perturbadora pero tan mal dirigida.

¿Es difícil interpretar la inmerecida atención que está recibiendo The Brutalist como un ataque en contra de la política migratoria de Donald Trump?

Y por si fuera poco, por si la falta de verdad en relaciones, dibujos de personajes, réplicas y contrarréplicas, por si la falta de verdadera sabiduría e inventiva en la puesta en escena, no fueran suficientes para considerar a The Brutalist un filme muy pobre, acaba uniéndose a todo ello el nulo sentido del montaje de Corbet, tanto de imagen como de sonido, con esa música de piano insistente que nada aporta, y con unos cortes absurdos que destruyen cualquier posibilidad de que el drama respire por sí mismo, pues cada vez que un plano largo contiene algo conflicto, en las pocas escenas en que hay verdadero conflicto y verdadera tensión, quedan rotas por unas tijeras absurdas que van amontonando secuencia tras secuencias sin orden ni concierto. No hacían falta casi cuatro horas para contar esta historia, pero en caso de querer hacerlo así, era imperativo invertir en ello mucha más inteligencia. Ese es el rasgo definitivo de toda gran obra narrativa: la inteligencia. Y The Brutalist no va sobrada de ella. De astucia sí, de inteligencia o ingenio no. ¿A qué viene ese epílogo en Venecia –precisamente la ciudad donde fue premiada– en la que no se cuenta nada ni se ve nada ni aporta nada salvo la clásica victoria moral del héroe, contada además con primeros planos horrorosos? ¿Es difícil interpretar la inmerecida atención que está recibiendo este filme como un ataque en contra de la política migratoria de Donald Trump en su regreso a la Casa Blanca?

Jamás dar la batalla por perdida

The Brutalist no es tediosa porque dure cuatro horas. Sería tediosa también si durara dos. De hecho, la primera parte, que se sostiene a duras penas, ya es tediosa. La segunda es directamente un despropósito, y el epílogo una calamidad. Cuando un drama está bien armado, cuando todo resulta creíble y emocionante, puede durar seis o diez horas –ahí están las grandes series para corroborarlo– que no sentimos que sean alargadas o interminables, sino que queremos más y más. Pero cuando un drama está mal construido, como es el caso, cada cuarto de hora es un suplicio, entre reacciones histéricas poco o nada plausibles y notas de piano mal ensambladas con el montaje. Pero el espectador medio no va a disentir de la mayoría. No va a levantar la mano y decir: “Oiga, que esa escena ha quedado muy forzada”, u “oiga que no hay tensión ni verdadero drama en casi ninguna escena”, ni “oiga, que de todos los lugares donde se podía colocar la cámara, el elegido se antoja el peor y el más obtuso de todos”. No lo van a hacer porque a Corbet ya se le ha “bendecido” con la etiqueta de prestigio, ya es un autor cuyas enormes carencias van a ser glosadas por la crítica como afinados rasgos estilísticos. Y pensar diferente, pensar simplemente por uno mismo, siempre es problemático. Y cansado.

Dentro de unos años nadie recordará la película

Que nos lo digan a algunos que no solemos coincidir con la opinión de la mayoría y llevamos muchos años tratando de destapar muchos títulos que no se merecen tanta o ninguna atención, mientras intentamos que el espectador y lector se fije, o valore, o al menos procure dar su tiempo a otras obras que consideramos mucho más valiosas. Con independencia de los premios ganados, la batalla nunca estará perdida si al menos alguien es capaz de no dejarse llevar por la arrolladora tendencia de la mayoría, y presta atención a lo que ofrecen las imágenes, ni más ni menos. Sin pensar en modas, falsos prestigios, hypes tendenciosos o corrientes de opinión. Por lo menos desde este humilde rincón este crítico trata de exponer los hechos, de servir de forense, y una vez abierto el objeto en canal, ser lo más honesto posible.

Y la conclusión, antes de dejar el bisturí, es aplastante: dentro de unos años nadie se acordará de The Brutalist, ni siquiera los críticos más adeptos a ella, y dudo mucho que existan muchas casas que tengan su bluray, o muchos libros que la traten en profundidad, porque al final el arte es mucho menos subjetivo y aleatorio de lo que pudiera parecer, y las cosas caen por su propio peso. Y de la misma forma que la belleza no puede esconderse o pasar desapercibida, tampoco la fealdad puede maquillarse o fingir que es otra cosa durante demasiado tiempo.

LEER EL ARTÍCULO ORIGINAL PULSANDO AQUÍ

Fotografía: CTXT. Fotograma de la película The Brutalist (Brady Corbet, 2024).

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