Por: Samantha Wesner. sinpermiso. 05/10/2020
Entre las gruesas paredes del calabozo, un gigante yace dormido. Está encadenado al suelo, sus grandes miembros doblados, enmarañados en una red de cuerdas, una venda sobre sus ojos cerrados. De repente, como si fuera tocado por una llama, se despierta y mira a su alrededor con asombro. Se pone en marcha, rompe las cuerdas que lo atan, rompe las cadenas, rompe las paredes y se pone en pie. Se eleva sobre el mundo, la sombra se extiende debajo suya, grita con voz de trueno.
Podría ser la escena inicial de una película de terror. En realidad, es una descripción de la Revolución Francesa. Tomada de las cuatro mil líneas de pareados que componen “El Jardín Botánico” (1791) ―una alucinante meditación sobre la vida y el universo escrita por el abuelo de Charles Darwin, Erasmus Darwin―, la secuencia representa una acción colectiva como si se tratase de un Leviatán. Se describen los movimientos de una encarnación antropomórfica del pueblo, dramatizando su levantamiento y su destrucción de la Bastilla. ¿Os parece si colocamos a este Coloso Revolucionario en una suerte de genealogía monstruosa, que culmine en lo que podría considerarse otra representación de la Revolución Francesa, la criatura de Frankenstein?
Miembro de la Sociedad Lunar de Birmingham, Darwin escribió en una época en la que el poeta, el científico y el comentarista político eran categorías difícilmente separables. Si se tiene esto en cuenta, causará una menor extrañeza que en la primera parte de “El Jardín Botánico”, titulada “La Economía de la Vegetación”, Darwin relate el comienzo de la Revolución Francesa como la historia de un Coloso despertando de siglos de sueño feudal:
Ha mucho tiempo en la Galia, un Gigante en las llanuras
Silentemente dormía, inconsciente de sus desventuras;
Alrededor de sus grandes miembros se enrollaban mil cordeles
Tensados por las débiles manos de Confesores y Reyes;
Sobre sus ojos cerrados fue atado un triple velo
Y remaches de acero lo encadenaron al suelo;
En la severa Bastilla, en una jaula de hierro cautivo
Sus extremidades dobladas, el mármol rozando sus vestidos.
Tocado por la llama patriótica, cada vez más se asombraba
De los débiles lazos y de cuanto a su alrededor contemplaba;
Partiendo de abajo, a una multitud de admiradores supera
Levanta su forma colosal y hacia lo alto se eleva;
Sobre sus enemigos sus cien brazos levanta
Rejas de arado sus espadas, y hoces sus lanzas;
Invoca el Bien y la Valentía con ardor
Como un trueno por doquier hace oír su voz;
Da a los vientos su bandera desplegada
¡La Tierra entera en su sombra es alcanzada![i]
El gigante de Darwin está más allá de la escala humana. Por encima de sus enemigos, los cien brazos del gigante blanden hoces y rejas de arado, símbolos universales del tercer estado. Y aunque duerme en las llanuras de la Galia, el gigante no es particularmente francés; invoca, más bien, las categorías universales del Bien y de la Valentía. Los versos describen el despertar de una especie de Coloso del común: sin superpoderes, pero con las herramientas de trabajo manual en sus (muchas) manos. Un Coloso, de ello no cabe duda, que está listo para emprender un camino de destrucción catártica, derribando el Antiguo Régimen.
Al imaginar la Francia revolucionaria de esta manera, Darwin lo hacía formando parte de un imaginario cultural más amplio, que además iba a tener su continuidad. Dos años después de la publicación de “El Jardín Botánico”, y siguiendo la sugerencia del artista-diputado Jacques-Louis David, los jacobinos eligieron a Hércules como símbolo de la Francia revolucionaria y republicana. Durante los años más radicales de la Revolución, Hércules sustituyó a Marianne, esa República a escala humana, así como al panteón alegórico femenino: Libertad, Justicia, etcétera.[ii] Hay un boceto en el que Hércules sostiene dos pequeñas alegorías femeninas en una mano, y su garrote característico en la otra. Como el gigante de Darwin, el Hércules jacobino encarna a un mítico hombre común. En las caricaturas políticas, en efecto, Hércules se convirtió en un vrai sans-culotte: el Coloso no era más que un trabajador corriente, solo que más grande.
A pesar de este carácter ordinario, el hecho de que el Coloso se moviera resultaba maravilloso, o monstruoso, o ambas cosas a la vez. “La campana y el cañón de alarma despertaron el patriotismo, anunciando que la libertad estaba en peligro”, afirma el diputado jacobino Joseph Fouché, describiendo la purga de los girondinos de la Convención, a finales de mayo y principios de junio de 1793: “Las cuarenta y ocho secciones se armaron y se transformaron en un ejército”. Se trata de una historia sencilla, aunque contada en un registro propagandístico. Pero de repente Fouché se desplaza al tiempo presente:
Este formidable coloso está de pie, camina, avanza, se mueve como Hércules, atravesando la República para exterminar esta feroz cruzada que ha jurado la muerte al pueblo.[iii]
El Coloso está formado por las cuarenta y ocho secciones de París, como si fueran partes de su cuerpo. Está en marcha, es impresionante y aterrador. En cierto modo, el sans-culotte Hércules está interviniendo para llenar un vacío simbólico en el corazón del nuevo orden democrático. Pero los líderes jacobinos, habiendo creado un coloso, comparten el terror que inspira. Reflexionando sobre este pasaje, Lynn Hunt escribe, “el Terror era el pueblo en marcha, el exterminador Hércules. Hércules, el pueblo, estaba a la vista de los radicales, que lo habían llamado a ser un Frankenstein en potencia”.[iv] La comparación es claramente anacrónica, pues refleja la valoración que hace Hunt del Terror jacobino, y no la forma en que los arquitectos veían su creación. Frankenstein, de Mary Shelley, fue publicado en 1818, décadas después del gobierno de los jacobinos. Pero lo que resulta interesante es que, según algunas lecturas, la autora reflexionó sobre ellos. Como el gigante de Darwin y el Coloso de Fouché, su criatura no tiene nombre.
En la adaptación cinematográfica de 1931, un Dr. Frankenstein fuera de sí observa la mano de su criatura levantarse y temblar, al tiempo que exclama: “Mira, se está moviendo. ¡Está vivo!” Esa llegada a la vida de una criatura artificialmente ensamblada es el punto crucial del horror que Frankenstein despierta en la memoria cultural. La animación del Coloso revolucionario es igualmente clave para su atractivo. Cuando Fouché describe las secciones de París uniéndose para formar un cuerpo, es la vivacidad de ese cuerpo, manifestada en su movimiento, lo que asombra al tiempo que aterroriza. En el caso de Darwin sucede lo mismo: la Revolución comienza cuando el gigante se despierta y se pone en pie.
¿Qué mueve al monstruo? ¿Cuál es la fuerza que lo anima? En Frankenstein, aunque Shelley nunca lo hizo explícito, se supone que es una especie de electricidad galvánica, una teoría basada en su amplio conocimiento de los debates contemporáneos sobre galvanismo, es decir, sobre si la electricidad podría ser el principio vital. En el poema de Darwin, compuesto décadas antes, la electricidad juega también un papel animador. Recuérdese: “Tocado por la llama patriótica”. Si nos detenemos en otro fragmento del poema, podemos obtener más detalles sobre la forma en que esta llama patriótica inició la Revolución Francesa: “La llama patriótica con un rápido contagio corre / Colina iluminada colina, hombre electrizado hombre”. Aquí Darwin está describiendo la Revolución Americana. De colina en colina y de hombre a hombre, esta llama patriótica americana, con su poder “electrizante”, alcanza finalmente al Coloso, encadenado en la Bastilla.
Situar a la criatura de Frankenstein en la línea de los Colosos revolucionarios nos invita a releer a Darwin y a Fouché teniendo en cuenta el particular registro emocional en el que aparecen sus criaturas. El ejercicio revela una relación inversa entre el tamaño y el grado de terror. En Darwin, el gigante es grande y glorioso, del tamaño de la propia Tierra. En Fouché es más pequeño pero más temible, atravesando la República en una despiadada misión de exterminio. En el Frankenstein de Shelley, en fin, la criatura es algo más grande que un hombre, y francamente horrorosa, más si cabe porque nos compadecemos de ella. Hay algo más, en efecto, en el tránsito del gigante titánico de Darwin, despertado por la llama patriótica, a la criatura de Shelley, traída a la vida por un científico envuelto en un febril y equivocado impulso creativo. Si para Darwin la revolución podía alegorizarse con el despertar electrizante de un tercer estado encarnado, Frankenstein representa una revolución despojada tanto de su escala épica como de sus promesas. Nuestra atención se desplaza de la llama patriótica y del Coloso a ese “moderno Prometeo” al que se refiere el subtítulo de la obra de Shelley, que dio fuego a la humanidad y vivió para arrepentirse.
[i] A fin de conservar la rima, he optado por una traducción no literal (N. del T).
[ii] Véase: Lynn Hunt, “The Imagery of Radicalism”, en Politics, Culture, and Class in the French Revolution (1984).
[iii] “Le représentant du peuple, Joseph Fouché, aux citoyens du département de l’Aube”, p. 2, el 29 de junio de 1793. Véase: https://gallica.bnf.fr/ark:/12148/bpt6k6265220b.
[iv] Hunt (1984: 101).
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Fotografía: sinpermiso.