Por: Jaime Araujo Frias. Iberoamérica Social. 09/01/2019
No hay justicia social sin el derecho efectivo a la igualdad para vivir desde las posibilidades mentales que nos proporciona nuestra cultura, esto es, sin derecho a la justicia cognitiva.
La frase que hemos puesto a manera de título de nuestra breve reflexión le pertenece al sociólogo Boaventura de Sousa Santos. La justicia social es un valor fundamental. En el siglo XX John Rawls le otorgó prioridad absoluta y la entendió como la primera virtud de las instituciones sociales (Rawls, 1995). Lo sabemos y, es irrefutable. Sin embargo, decir que la justicia es un valor esencial es una cosa en el que todos estamos de acuerdo. “Decir en qué consiste la justicia es otra cosa muy distinta” (Miller, 2011, p. 111). El problema radica, entonces, en ponernos de acuerdo sobre el contenido de lo que llamamos justicia o, como dice Miller, en qué consiste la justicia.
Lo que se entiende por justicia se ha ido construyendo a lo largo de la historia. Si juzgamos desde el punto de vista actual el concepto de justicia de Platón o Aristóteles, por ejemplo, el cual era compatible con la esclavitud, nos parecerá un absurdo. Del mismo modo, si examinamos el concepto de justicia de John Locke, quien denunciaba la esclavitud política que suponía vivir en una monarquía absolutista, sin embargo, tenía sólidas inversiones en el comercio de esclavos como accionista de la Royal African Company (Losurdo, 2007); o el concepto de justicia de Thomas Jefferson, principal autor de la Declaración de la Independencia de los EE.UU y James Madison, el apodado padre de la constitución estadounidense, quienes tenían a su servicio cientos de esclavos (Fieser, citado por Castillo Flores, 2017), nos parecería un despropósito.
Lo que queremos decir con lo anterior es que el concepto de justicia es complejo y polémico. Como diría Miguel Reale (1976): “revolotea, tal como un pájaro asustado y sin encontrar sosiego, por todos los ámbitos de la Filosofía Jurídica” (p. 21). Se ha discutido a lo largo de la historia y en especial en siglo XX, y se sigue discutiendo en el presente siglo, porque siempre que encontramos una respuesta también encontramos muchas preguntas. Sin embargo, como quiera que sea definido lo que es la justicia, en lo que todos actualmente coincidimos es en que un elemento básico de toda sociedad justa es la igualdad. Pero esta no es un fin en sí mismo, sino que vale por referencia a la justicia. Pero ¿igualdad de qué y para qué?
Al respecto se han ensayado muchas respuestas, sin embargo, sólo indicaremos algunas de ellas. Igualdad de bienes primarios: libertad de pensamiento, de conciencia, de asociación, sostuvo John Rawls (1995). Igualdad de recursos, va a decir por su parte Ronald Dworkin (2014), específicamente de recursos impersonales: renta, educación, salud, entre otros. Igualdad de capacidades dicen actualmente Amartya Sen (2010) y Martha Nussbaum (2007). De otro lado, pensadoras como Nancy Fraser (2008), sostiene que la justicia es un concepto complicado que comprende varias dimensiones interconectadas: la igualdad de distribución de recursos, el reconocimiento, la representación y participación política paritaria.
Igualdad sí, pero ¿es suficiente con la igualdad civil, económica, política o jurídica? Sin duda, no es suficiente. Al menos para los países de América Latina, que hemos empezado a buscar nuestro lugar en la historia oficial, como diría Sousa Santos: “no habrá justicia social sin justicia cognitiva”. No todo, sin duda, se resuelve con la economía, con la política, con el mercado, pero tampoco con el derecho. Sin embargo, es irrefutable que en todos ellos se requiere pensar para solventar los problemas de la injusticia y la desigualdad. En otras palabras, si el pensamiento que es el instrumento a través del cual nos dotamos de conocimiento para resolver nuestros problemas está en todo, entonces todo empieza por aquí. Necesitamos pensar para conocer, conocer para comprender y comprender para tomar buenas decisiones y actuar (Marina & Rambaud, 2018). Es aquí, en consecuencia, donde tenemos que poner principalmente la atención.
Es el pensar, entonces, el punto de partida. Pero no se puede pensar sin conceptos. Dicen los epistemólogos que, así como no se puede dibujar sin líneas ni pintar sin colores, tampoco se puede hablar sin palabras ni pintar sin conceptos (Mosterín & Torretti, 2002). Si bien, estamos pensando nuestros problemas, la cuestión es ¿qué conceptos estamos usando? ¿Sabemos cuál es su origen? ¿Sabemos qué contenido de realidad está presupuesto en los conceptos que usamos? Esto lo entendió muy bien Hegel (2004), cuando dice que “la filosofía es su tiempo aprehendido en pensamientos” (p. 19). Es decir, que los conceptos no son neutrales, llevan la impronta del tiempo en el que se gestaron.
En efecto, todo pensar es un pensar en situación, no sólo en el tiempo, sino también, como apunta Colmenares (2014) interpretando a Hegel, pero yendo más allá de él, es un pensar en el espacio cultural, social y geopolítico. En definitiva, lo que queda claro es que pensamos desde nuestra cultura. Veamos un ejemplo para ilustrar lo dicho. Boaventura de Sousa Santos (2009) cuenta que una mañana una alumna indígena se le acercó llorando, porque estando en un curso de Derecho Civil, el profesor al usar el concepto propiedad solo se refería a la propiedad privada individual. Por lo que la chica, que era de origen indígena, se había levantado y expresado que en su comunidad no hay propiedad individual, que la propiedad de la tierra es colectiva. Seguidamente, la alumna le explica al profesor que no existe propiedad privada porque son las personas las que pertenecen a la tierra, no la tierra a las personas. El profesor le contesta que él enseña el código civil, y que lo demás no le interesa…
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Fotografía: Iberoamérica Social