Por: Antonio Hunelda. 06/11/2024
Antonio Hunelda, doctor en Ciencia Política y Estudios Internacionales, ha publicado recientemente el libro titulado Antonio Gramsci y la Democracia Participativa. Hacia la hegemonía de un contrato social emancipatorio (Uno Editorial). Partiendo de una crítica fundamentada a la democracia liberal, una relectura del legado gramsciano y el análisis de diversos procesos políticos recientes que han sido relacionados con la profundización y radicalización de la democracia, el autor aporta una innovadora contribución a la teoría y la práctica política, que puede contribuir al avance en la formulación de estrategias orientadas al desarrollo de modelos democráticos verdaderamente participativos. Se ofrece a continuación un importante capítulo de la obra, el cual desvela elementos centrales del vínculo entre el pensamiento político de Gramsci y la democracia participativa como alternativa a la liberal.
Síntesis del pensamiento político gramsciano: centralidad del Estado integral y la filosofía de la praxis
Sin que ello nos sorprenda, el pensamiento político de Gramsci continúa hoy día siendo objeto de numerosos estudios, interpretaciones y usos de mayor o menor rigurosidad. En este sentido, la aportación más completa y sólida de los últimos años la hallamos en la obra titulada El momento gramsciano. Por su calidad y profundidad analítica, este trabajo de Peter Thomas (2010) ha suscitado un notable interés en círculos especializados, hasta el punto de merecer un número monográfico en la revista académica Historical Materialism (2014), dedicado a un análisis crítico de su relevancia teórica e impacto en la práctica política actual. La minuciosa y concienzuda labor llevada a cabo por Thomas para repensar y clarificar conceptos centrales en la obra de Gramsci tales como la filosofía de la praxis, el Estado integral y la hegemonía social y política, ha enriquecido y revitalizado los estudios sobre el pensamiento gramsciano, abriendo así nuevas vías de indagación e investigación sobre la relación entre la teoría y la práctica política socialista. Ello adquiere una relevancia trascendental en un momento como el actual, cuando numerosas iniciativas ciudadanas de diversa índole han venido cuestionando los principios centrales de la democracia liberal representativa a la vez que se ponían en práctica variadas formas institucionales participativas, las cuales pueden ser portadoras de un significativo potencial socialista y emancipador si se las dota del adecuado marco conceptual.
La principal aportación de Peter Thomas ha consistido, de acuerdo a Cesarale (2014: 33-43), en su énfasis sobre la necesidad de repensar la filosofía de la praxis como proceso reflexivo y autorreflexivo que vincula filosofía y teoría, por un lado, con práctica política y hegemonía por el otro, requisito indispensable para el desarrollo de un nuevo proyecto hegemónico de las clases populares. La lógica de tal nexo reside en la racionalidad que caracteriza a la traducción de las formas conceptuales gramscianas al terreno de la práctica política, ya que para el pensador sardo todo pensamiento contiene en su propia naturaleza una dimensión práctica. Al repensar la relación entre Estado y sociedad sobre la base de la teoría gramsciana del Estado, reiterando una concepción dual del mismo de acuerdo a la cual sociedad política y sociedad civil constituyen una amplia e integrada unidad en la que ambas esferas se entrelazan fluida y orgánicamente, rebatiendo con ello la influyente obra de Perry Anderson (1976) que interpreta el Estado integral a modo de oposición binaria o antinomia, Thomas muestra el camino para retomar la reflexión sobre marxismo y filosofía desde premisas teóricas innovadoras, que superan tanto la ortodoxia monolítica marxista inspiradora del socialismo estatista como las posteriores interpretaciones postmarxistas. Una reflexión que interroga sobre la verdadera capacidad de la política y la filosofía para dar respuesta a controversias seculares sobre verdad y falsedad, racionalidad e irracionalidad, justificación, y validez universal. Se trata de cuestiones centrales para todo proyecto emancipador, retos ante los que, como ya se ha apuntado en capítulos anteriores y se subrayará con posterioridad, autores y autoras como Hill (2007), Coutinho (2012), Rehmann (2013), Dean (2016), Freire (2012) y los continuadores de la pedagogía crítica popular han manifestado la necesidad de establecer una relación dialéctica entre el partido político transformador y la ciudadanía que facilite un innovador proceso educativo y de aprendizaje social basado en la reciprocidad plena, la metodología del razonamiento práctico y la inteligencia colectiva, como vía hacia un empoderamiento político real de la sociedad civil.
Bosteels (2014: 48-52) ha argumentado que la mencionada obra de Peter Thomas supone toda una redefinición de la lógica dialéctica, en la medida en que describe la distinción entre Estado y sociedad como una diferenciación metodológica a modo de momento o perspectiva diferencial de carácter temporal, en lugar de una separación puramente orgánica. El Estado integral, revalorizado desde esta perspectiva como concepto central del pensamiento político gramsciano, se caracteriza esencialmente por la articulación dialéctica de una unidad amplia compuesta por todos los aparatos, mecanismos y actores sociales y estatales. Así, la sociedad civil es definida como “el conjunto de prácticas y relaciones dialécticamente interpeladas por el Estado e integradas en el mismo”, un Estado integral o “Estado-forma dialécticamente unificad”. Es desde esta óptica dialéctica como deben ser entendidos el resto de los principales conceptos gramscianos, que en muchas ocasiones han sido interpretados como términos binarios opuestos, tales como hegemonía y coerción, base y superestructura, guerra de posiciones y guerra de maniobra, o revolución pasiva y contrarreforma. Así, Bosteels destaca la singular aportación de Thomas con relación al uso de la obra gramsciana, al subrayar que es precisamente la consideración de Estado y sociedad civil como una oposición binaria, es decir, como dos conceptos que se determinan recíprocamente por su naturaleza dicotómica pero sin que ello implique una relación orgánica y dialéctica, lo que ha llevado a corrientes como el eurocomunismo y a propuestas postmarxistas como la de Laclau y Mouffe sobre democracia radical (y populismo de izquierdas), a utilizar el legado teórico de Gramsci desde un enfoque que no se corresponde con su concepción original. Como ha concluido Kouvélakis (2021),
la democracia radical [postmarxista] es de hecho concebida como un proceso de extensión y generalización de la lógica liberal-democrática a un creciente número de espacios sociopolíticos. […] esta radicalización no debe sobrepasar ciertos límites, precisamente aquellos que, en términos de Laclau, condicionen el pluralismo cultural y social, es decir, en una buena lógica liberal, la economía de mercado y la propiedad privada.
Gracias a la obra de Thomas (2010: 140-148) el concepto de Estado integral adquiere ciertamente una relevancia capital para la correcta comprensión del pensamiento político gramsciano, hasta el punto de convertirse, desde la perspectiva de la práctica política transformadora, en su elemento central. Así, el Estado integral, nueva forma estatal concebida como unidad dialéctica cuyas partes no se anulan, sino que, por el contrario, se refuerzan mutuamente como resultado de su propia inclusión orgánica, es presentado no como una mera abstracción teórica, sino a modo de “intervención teórica dentro de una determinada coyuntura política”; es decir, como marco analítico para intervenir políticamente sobre los elementos constitutivos del Estado en un contexto sociopolítico determinado. Al identificar y definir la naturaleza orgánica del vínculo existente entre la sociedad política y la sociedad civil desde el momento histórico en que esta surge, Gramsci nos proporciona un marco teórico de primer orden para analizar el modelo sociopolítico de un país dado en función de las características que definen dicho vínculo, es decir, de la configuración y el modo de interrelación de los diferentes elementos constitutivos del Estado (integral).
Así, en un hallazgo analítico y teórico determinante, Thomas (2010: 143) ha advertido que el origen histórico del concepto gramsciano de Estado integral se sitúa en la Francia postrevolucionaria y en las radicales transformaciones que a lo largo del siglo XIX experimentaron las formas estatales en los países europeos más avanzados, como resultado fundamental de la función social educadora que en ese contexto asume la burguesía triunfante. A diferencia del papel político desempeñado por las anteriores clases dominantes, Gramsci argumenta que la burguesía aspiró en esos momentos a transformar el conjunto de la sociedad a su imagen y semejanza mediante intervenciones de diversa naturaleza en las distintas estructuras institucionales que componen el Estado. De esta forma,
el Estado [capitalista] dejaba de ser un mero instrumento de coerción, que impone desde arriba los intereses de la clase dominante. Ahora, en su forma integral, se había convertido en una red de relaciones sociales para la producción de consenso, para la integración de las clases subalternas dentro del proyecto expansivo de desarrollo histórico del grupo social dominante.
Así pues, es ahora cuando surge la sociedad civil entendida en un sentido moderno: no como opuesto al Estado, sino todo lo contrario, como complemento de este, “reflejo de, y a la vez tendencia hacia, la organización racional, el sistema de derechos y la igualdad jurídica que distinguen al Estado moderno”. La sociedad civil es así concebida como momento mediador o pasaje orgánico, a través del cual las clases subalternas pueden transitar hacia las instituciones estatales construidas por la clase burguesa dominante, convirtiéndose de esta forma en una suerte de «escuela de acceso a la categoría de Estado moderno.
En definitiva, esta construcción teórica del «Estado integral» implica, como aportación central para la teoría y la práctica política, la posibilidad de que las clases subalternas tengan por primera vez acceso al sistema institucional, hasta entonces restringido, que conforma el aparato estatal, en un proceso que paralela (y contradictoriamente) pretende afianzar la hegemonía de la nueva clase dominante mediante la práctica política consensual:
La hegemonía en la sociedad civil funciona como la base social del poder político de la clase dominante en el aparato estatal, que a su vez refuerza sus iniciativas en la sociedad civil. El Estado integral, entendido en este sentido amplio, es el proceso de condensación y transformación de esas [emergentes] relaciones de clase dentro de la forma institucional.
Consiste, por tanto, en una suerte de Estado expansivo que se caracteriza por una creciente sofisticación y transformación de la “articulación interna y condensación” de las relaciones sociales que se generan en su interior (tanto en el modelo capitalista liberal, como también en el comunista y economicista que en ese momento se estaba gestando), pero que no ha de ser confundido con un mero Estado totalitario. Estaríamos ante un proceso de gran relevancia que, no obstante, deviene notoriamente contradictorio, en la medida en que la elevación educativa y cultural de la clase trabajadora, que la propia burguesía ha convertido en su némesis o antagonista pero que al mismo tiempo ayuda a consolidar las instituciones que sostienen el dominio burgués, encuentra un límite evidente en la ausencia de cuestionamiento de la acumulación del capital en reducidas manos como principio irrenunciable que garantiza la prevalencia de los intereses particulares de la propia clase dominante. De esta forma, la crisis orgánica del proyecto burgués termina, paradójica pero inevitablemente, derivando en prácticas generalizadas de revolución pasiva, transformismo y manipulación para contener las fortalecidas aspiraciones populares de ascenso social, contexto sociopolítico en el que los órganos e instituciones erigidos por la clase hegemónica para “educar” a la sociedad acaban convirtiéndose en obstáculos para la emancipación. Desde esta penetrante perspectiva, la guerra de posiciones gramsciana habría de ser concebida como preludio de la guerra de movimiento final: a modo de táctica política temporal que permita a las clases populares confrontar y quebrar el continuum histórico de crisis y revoluciones pasivas, culminando en un “salto de calidad” que dé lugar al comienzo de una nueva época histórica y un nuevo modelo de sociedad. Proceso que, en última instancia, habría de implicar el desmantelamiento del aparato estatal liberal como condición insoslayable para sustituir la hegemonía consensual y coercitiva de la clase dominante por una nueva hegemonía social sustentada en la alianza política de las clases subalternas. Todo ello, en significativo contraste con lo defendido por un eurocomunismo y unas teorías políticas e ideologías afines que, como consecuencia de una errónea lectura del Estado integral gramsciano, interpretaron la guerra de posiciones como una estrategia y un proceso indefinidos a llevar a cabo principalmente desde las trincheras de la sociedad civil (Thomas, 2010: 137-153).
Así pues, el argumento principal de Thomas es la consideración del Estado integral como el concepto central del pensamiento político de Gramsci, de lo cual se derivan otras aportaciones teóricas también muy relevantes pero secundarias, tales como la redefinición de la hegemonía o de la sociedad civil. Ello está en total concordancia con una propuesta política emancipadora que, si bien el pensador sardo no terminó de concretar (Ibidem: 127), apunta hacia la necesidad de construir un modelo de democracia que permita la plena participación popular. Ello debido a que una arquitectura institucional que facilite la vinculación e interacción entre la ciudadanía y la administración pública es inherente a una concepción del Estado en que la sociedad civil y las instituciones estatales estén orgánicamente unidas o, subrayando la conexión teórica entre Marx y Hegel a este respecto, una concepción del Estado definida por la “inmanente dimensión estatal de la sociedad civil, o la sociedad civil como el contenido ético del Estado”, argumentos que difieren ostensiblemente de las tesis esgrimidas por otros destacados estudiosos de la obra de Gramsci tales como Bobbio y el ya mencionado Anderson (Ibidem: 175). De hecho, Thomas también destaca que la hegemonía gramsciana implica “necesariamente una relación pedagógica” y una pedagogía dialéctica entre maestro y pupilo, mediante la cual el filósofo demócrata asume funciones políticas y construye las bases para el desarrollo de un nuevo sentido común que se expanda en la sociedad civil y en las instituciones estatales (Ibidem: 429-432).
No obstante, el propio Bosteels (2014: 55) reconoce que no se ha elaborado aún una crítica completa y consistente a las erróneas e injustas lecturas de la obra de Gramsci aquí citadas, de lo cual se derivan determinadas consecuencias políticas en absoluto desdeñables, habida cuenta de la notable proyección adquirida recientemente por unas teorías postmarxistas que, como ya se ha anticipado, reinterpretan al pensador italiano desvirtuando el elemento central de su pensamiento político, ya que este ha sido utilizado para justificar posicionamientos ideológicos y políticos antagónicos al ideario gramsciano, cuya raíz marxista y compromiso revolucionario y emancipador son innegables. Más aún, critica este autor la escasa atención que Thomas dedica a confrontar estas desviaciones teóricas que, dada su influencia actual tanto en el ámbito académico como en la arena política, merecen ser sólidamente rebatidas para recuperar el significado preciso del proyecto gramsciano y revitalizar así el ideario y el proyecto socialista. De hecho, subraya también que otro aspecto muy relevante que está ausente en el trabajo de Thomas es la mención de alguna de las experiencias políticas recientes en las dos regiones del mundo, América Latina e India, donde mayor ha sido el esfuerzo colectivo y la voluntad política para poner en práctica algunos de los postulados gramscianos, así como de las aportaciones de pensadores latinoamericanos que han destacado, precisamente, por la centralidad que otorgan al concepto de Estado integral, tales como Coutinho (2012), ampliamente mencionado en este libro,y otros como Aricó (1988) o Portantiero (1983). Se podría añadir que tampoco han sido objeto de estudios relevantes otros pensadores y líderes políticos latinoamericanos como el chileno Recabarren, coetáneo de Gramsci, con quien compartía una concepción eminentemente pedagógica del partido comunista (Vetter y Holst, 2017). En esta obra intentamos contribuir en cierta medida a superar estas limitaciones teóricas y empíricas, pero centrándonos fundamentalmente en todo lo relativo a la construcción de un sólido modelo teórico de democracia participativa socialista.
Ciertamente, buena prueba de que la relevancia y el verdadero potencial de las teorías políticas de Gramsci no han sido totalmente aprehendidos por numerosos académicos, políticos y activistas de la transformación social, la hallamos en la reciente y destacada obra de Jodi Dean (2016) sobre la transformación que necesariamente deben experimentar los partidos políticos con vocación emancipadora, asunto al que dedicaremos un detallado análisis en posteriores capítulos. Como veremos con detenimiento en un capítulo posterior, esta autora se ha propuesto recomponer el ideario socialista sobre la base de un partido comunista reinventado, al que consecuentemente atribuye unas funciones muy diferentes a las desempeñadas por los partidos progresistas convencionales y, como cabría esperar, análogas a las del Príncipe Moderno gramsciano que, sin embargo, es totalmente ignorado por Dean como referente teórico.
De hecho, la función del partido político revolucionario es otro de los grandes temas que sigue suscitando debate tras la publicación de la obra de Peter Thomas. Así, Martin Thomas (2014: 158-172) ha argumentado que la articulación de un frente unido para la construcción de la hegemonía de las clases trabajadoras, concebido como proyecto de expansión democrática a través de una alianza y movimiento sociopolítico que, por tanto, va mucho más allá de una simple táctica electoral, requiere la participación de un partido político cuyo papel ha de ser bastante más preponderante que el descrito en El momento gramsciano, donde se considera que las formaciones políticas son básicamente un elemento más del proceso de transformación social. En el transcurso de la aplicación de la filosofía de la praxis como vía hacia la creación de tal frente unido, el partido político debe asumir, sostiene M. Thomas (Ibidem: 162), una función muy relevante, pero en el marco de un proyecto de expansión de las relaciones de reciprocidad entre el mismo y las clases trabajadoras, mediante una práctica política basada en la pedagogía dialéctica y democrática. Se trata de un debate de profundo calado teórico-ideológico y cargado de posibles implicaciones políticas, lo cual pone de manifiesto las notables dificultades analíticas que debe confrontar hoy día todo intento de reinventar y teorizar un partido revolucionario radicalmente diferente a las formaciones comunistas que lideraron el socialismo burocrático o estatista. No obstante, como veremos posteriormente, recientes contribuciones de autoras como la propia Jodi Dean (2016) o Debbie Hill (2007),[1] cuyo valioso trabajo sobre pedagogía y hegemonía socialista será retomado en el próximo capítulo, han arrojado resultados y conclusiones de notable interés sobre la relevancia y necesaria reinvención de los partidos políticos con vocación de transformación social plena.
Por otro lado, la proliferación de interpretaciones incorrectas y/o sesgadas de la obra del pensador sardo contribuye a ampliar la brecha teórica entre el neomarxismo y otras corrientes ideológicas de orientación igualmente emancipadora tales como la autonomista, la libertaria o la de los comunes, líneas de pensamiento político que continúan hoy nutriéndose del trabajo reciente de influyentes pensadores, a lo cual se dedicará debida atención en capítulos posteriores. Y ello pese a que es en una lectura correcta y rigurosa de Gramsci donde, precisamente, se halla un enorme potencial político-ideológico para el desarrollo de nexos epistemológicos entre el pensamiento socialista y el libertario, principalmente debido a que ambos coinciden en una concepción de la pedagogía crítica popular como vía fundamental para la construcción de un nuevo sentido común, un sentido común esencialmente colectivo y a la vez emancipador.
Por último, la crítica de Rehmann (2014: 99) a la obra de P. Thomas aporta nuevas perspectivas para el desarrollo de la teoría de Gramsci sobre la superación del socialismo estatista y el centralismo burocrático que terminó invadiendo los procesos y prácticas de toma de decisiones de los partidos comunistas. Considera este autor que, en su revalorización de la filosofía de la praxis como forma integral de concebir y practicar la filosofía política, centrada así en la actividad humana y en la capacidad de autorreflexión para analizar las contradicciones presentes en la historia de la humanidad y en la sociedad contemporánea, Thomas ha obviado la crítica ideológica inherente a la filosofía de la praxis. Es decir, aquella concepción crítica de la ideología que caracterizase a la obra de Marx y Engels, y que Gramsci adopta y desarrolla.
En este sentido, Rehmann (Ibidem: 100-116) subraya que Gramsci critica el impacto de la ideología dominante sobre el sentido común de la sociedad. Pero, con el objeto de fortalecer y capitalizar su inherente potencial como experiencia realista y la capacidad de acción para avanzar hacia el desarrollo de lo que denomina buen sentido, lo hace desde la perspectiva del propio sentido común dominante, configurando de esta forma una crítica dialéctica y constructiva dentro de un proceso de deconstrucción[2] que debe poner las bases de un nuevo orden social, frente a otros enfoques críticos elitistas que abogan por la intervención reflexiva para que la «vieja voluntad colectiva se desagregue en sus propios elementos contradictorios».
Desde esta perspectiva, Rehmann ha argumentado que el vínculo del pensamiento político de Antonio Gramsci con el de Rosa Luxemburg adquiere una relevancia singular frente a los postulados “ultracentralistas” de Lenin, y debe ser reconocido para la reconstrucción del proyecto democrático socialista. Así, se destacan los estrechos lazos existentes entre la teoría de la hegemonía, y en especial su componente táctico encarnado en la guerra de posiciones, y el concepto de Realpolitik revolucionaria[3] que elaborase la pensadora y política alemana, mediante el cual intentó dar respuesta a las “contradicciones entre reforma y revolución, acción extraparlamentaria y participación en los parlamentos, objetivos inmediatos y los de largo plazo”. Frente a la propuesta leninista de llevar la conciencia socialista y democrática a los trabajadores «desde fuera» y mediante prácticas educativas jerarquizadas, fundamentada en una concepción dicotómica de los elementos constituyentes de las relaciones sociales y las ideologías que las configuran, Gramsci esgrime su concepto de ideología orgánica para enfatizar la relación entre las ideas dominantes en la sociedad civil y la materialidad de los aparatos hegemónicos que las propagan y, consecuentemente, propone la intervención directa sobre el sentido común dominante, para desde ahí trabajar en el desarrollo de su coherencia. De esta forma, Gramsci se alinea con Luxemburg en la crítica al ultracentralismo y dirigismo que se instala en el seno de los partidos comunistas cuando la teoría marxista es “subsumida al comité central” y de esta forma “pierde su función vital como análisis crítico-ideológico de la política comunista”.
Notas:
[1] De hecho, el concienzudo análisis de Hill sobre el carácter dialéctico de los procesos educativos inherentes a la teoría sobre la hegemonía gramsciana también ha contribuido a enriquecer el debate sobre los usos del legado de Gramsci. Como ha indicado Donaldson (2008: 4), “lo que sin ningún género de dudas revela el cuidadoso trabajo académico de Hill es que el postmarxismo no está basado en, ni inspirado por, la tradición de Gramsci, como sostienen los postmarxistas, sino que es completa y fundamentalmente antigramsciano”.
[2] Los términos deconstrucción y deconstruir son utilizados es numerosas ocasiones a lo largo de esta obra, tanto en el bloque teórico como muy especialmente en los apartados finales dedicados a la redefinición del concepto de democracia participativa y la formulación de un modelo de desarrollo institucional acorde. Con Derrida, se concibe aquí la deconstrucción como un proceso de análisis, crítica y revisión profunda de todos los conceptos, afirmaciones y postulados sociales, culturales y políticos para su resignificación. Un cuestionamiento de todos los axiomas ideológicos que la sociedad y la cultura han ido adoptando e imponiendo en nuestras conciencias mediante el sentido común y la hegemonía cultural de cada época.
[3] Intelectuales próximos al partido Die Linke han revalorizado recientemente este concepto, ahora denominado Realpolitik radical, para avanzar en la construcción de la democracia socialista (Rehmann, 2013: 139).
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Fotografía: Viento sur