Por: Jorge Elbaum. 25/11/2017
La revolución de octubre se liga no solo a una historicidad sino al paradigma de un anhelo y al mismo tiempo a la evidencia de las contingencias sociales: todo puede pasar, incluso lo más desafiante. Y todo puede pasar –incluso hoy o mañana—porque hay ejemplos de que ya ha pasado.
No es el socialismo el que fracasa en Rusia
No se trató del fin del “socialismo”, de su “colapso”
(aunque el clamor capitalista lo haya hecho verosímil).
Menos que menos, un traspié del pensamiento marxista.
Mario Toer
Toda la experiencia del sujeto –biográfico o colectivo– contiene luces y sombras. Pero los matices de su interpretación, con concesiones o atribuciones de oscuridad, depende del enfoque. La nostalgia puede llegar a ser un atributo productivo, si se liga al deseo colectivo, no a la procesión a su sepultura, instalado en los confines del pasado arqueológico. Todavía “suena” en el imaginario humano, en la sucesión de datos históricos, la revolución de octubre. Todavía atraviesa como fantasma a memoriosos y también sus detractores. Ese atravesamiento se liga no solo a una historicidad sino al paradigma de un anhelo y al mismo tiempo a la evidencia de las contingencias sociales: todo puede pasar, incluso lo más desafiante. Y todo puede pasar –incluso hoy o mañana—porque hay ejemplos de que ya ha pasado.
¿La revolución rusa es parte de un proceso o un salto aislado en la continuidad histórico- social? Esa es la pregunta central del análisis teórico. Dado el déficit de humanidad provocado por el capitalismo, su inmanente incapacidad para incorporar a una gran porción de los seres vivos (a una vida plena), su fetichismo de los mercados y su engolamiento por la violencia y las guerras, pareciera que no es una cuestión del pasado. Lenin —llamativamente— sigue “funcionando” como un recurso programático permanente. Pensar “octubre” como un hecho aislado, una gota hundida en el mar de la historia, parece ser más un deseo ingenuo que una entidad operable.
Luego de la Comuna de París ha sido el segundo intento por conquistar la identidad completa de lo humano, en la magnitud de un desafío aún pendiente. La larga lista de intentos no suele incorporar –salvo en las investigaciones de larga duración– las derivas parciales de sus efectos. ¿Fracasó la revuelta de los esclavos, liderados por Espartaco, contra el Imperio Romano? ¿qué dejó como impulso volitivo, como “principio de deseo” su derrota a manos del Imperio? Las victorias pírricas, o su dialéctica de sentido hacen de las luchas sociales algo más que triunfos o fracasos. Son jalones apropiables por generaciones venideras que recogen el guante de la historia. Capítulos que servirán para forjar la mística (siempre necesaria) del enfrentamiento, el homenaje a los caídos, pero también el ejemplo de lo posible, de lo ya iniciado, de lo accesible, aunque sea en lo imaginable. No ha habido experiencia de cambio social –consensuado o bélico—que no haya sido guiado en paradigmas previos.
La Revolución Rusa sigue siendo hoy el paradigma –entre los dueños del mundo– de aquello que es temido. He ahí su constante desesperación e insistencia para hablar de su “fracaso” y su derrota. La paradoja básica de los sucesos de 1917 es que su eco inició el periodo de las “revoluciones triunfantes” algunas de las cuales fueron sus herederas y hoy permanecen. Octubre supone la persistente amenaza de un cambio que en su momento admitió la posibilidad de enfrentarse a un relato único de desarrollo económico y, simultáneamente, a las extorsiones de los designios imperiales. Supuso, además, una reconfiguración del capitalismo –su versión keynesiana y el “estado de bienestar”— como respuesta defensiva frente a los “peligros” revolucionarios. El leninismo no solo produjo efectos por acción. También generó ecos por defecto: los “treinta gloriosos”, el periodo de mayor extensión de derechos en occidente fue la opción que asumieron las democracias en occidente ante la esperanza subversiva que imponía la revolución rusa.
Otra de las consecuencias que permitió la revolución rusa –hoy llamativamente olvidadas—es la liberación de la mitad de la humanidad del yugo colonial. De no haber existido la URSS, los movimientos de liberación nacional hubiesen tenido que enfrentarse en solitario a la lógica imperial extractiva y monopólica que controlaba dos tercios de la geografía del mundo en la época en que se desarrollaron los sucesos de octubre. Una de las dimensiones menos nombradas en los espacios de la nobleza académica es el “efecto conceptual” que devino de la revolución: cuáles fueron los cambios en las sensibilidades de época y las democratizaciones simbólicas que devinieron de su victoria. El mundo de 1917 cambió con su irrupción. Pero lo menos nombrado es que el mundo actual –principios del siglo XXI continúa latiendo con su fantasma.
En términos evolutivos, el recorrido cronológico es una combinación yuxtapuesta de regularidades y rupturas. Los sujetos, tanto los individuos como los actores colectivos, son expresión y al mismo tiempo expresiones de esos procesos y de sus creadores y/o sintetizadores. Solo que no eligen el ritmo de sus continuidades ni de sus cambios. Lo que sabemos de la historia humana incluye quiebres abruptos que al mismo tiempo son hijos y nietos de pequeñas mutaciones a veces imperceptibles. Esos “saltos”, esas reconfiguraciones –los que expresan el “derrame” de los cambios anteriores–, producen nuevas formas de entender la realidad (el pasado, el presente y el futuro), y suponen la reorganización de los dispositivos materiales disponibles en una época. Muchos de esos cambios están precedidos por impulsos previos cuya conclusión final obnubila su gestación. No es posible prospectivamente dar por muerto un hecho o una acción social colectiva si ese dato no está anulado por las condiciones de su productividad: la revolución de octubre no feneció simplemente porque las causas que la produjeron están hoy presentes. Tanto los materiales como las simbólicas. La humanidad sigue estrechando su círculo de privilegiados y excluidos. Los procesos migratorios, la crisis de la “noción de trabajo”, los conflictos producidas por el extractivismo, las cíclicas crisis financiera generados por las caídas de las tasas de ganancia, y las guerras avaladas por las imposiciones neocoloniales actualizan permanentemente los espectros de los soviets. En el nivel “simbólico” la revolución otorgó –sin fecha de vencimiento atraviese o no a generaciones— una “tabla de salvación” esperanzadora para quienes viven en la ignominia y quienes no soportan la idea de convivir (portándola u observándola) con ella.
La Revolución Rusa ha sido un salto en la posibilidad de conquistar la vida para nuestra especie. Un múltiple impulso que las biografías históricas apenas pueden divisar en su real espesor. Cuando se habla de la revolución francesa se suele nombrar su etapa de “Terror” sin advertir que su visibilidad y epicentro no son comparables al pánico, exclusión, persecución, vasallaje, hambruna y genocidio al que estuvieron sometido los campesinos y los obreros durante milenio del feudalismo y el “viejo régimen”. ¿Cuál ha sido la causa de una exposición obsesiva del detalle histórico a la hora de observar los cambios revolucionarios y su respectiva ceguera a nominar el sufrimiento social acumulado previo a su explosión? ¿Qué tipo de historiografía interesada muestra en primer plano la guillotina y oculta el potro, el despellejamiento y la pira de la inquisición? Foucault muestra en “Vigilar y Castigar” que el médico Joseph-Ignace Guillotin propuso su invención para proscribir de una vez y para siempre la muerte por tortura, que incluía sufrimientos inenarrables para las víctimas. Muchos analistas interpretaron esta evidencia histórica como una muestra de cinismo o concesión a la deshumanización, sin advertir que “la suma de dolor acumulado” por todos los cambios emancipatorios no alcanzan a equiparar –en el daño producido, en sus víctimas, en sus efectos trágicos—los genocidios seculares que los provocaron. Solo la reforma agraria de la revolución francesa supuso el acceso al alimento a casi la mitad de la población la de la época, hecho que posibilitó, a su vez, evitar una de cada dos muertes campesinas en los siglos posteriores a la toma de la Bastilla. Los millones de muertos crepitados en el nombre del santo oficio, los pogroms, los traslados forzados de población, las hambrunas inducidas, las matanzas masivas y los genocidios coloniales han sido –y continúan siendo— tratados y definidos como parte integrantes de la lucha “civilizatoria” de la modernidad.
Los procesos revolucionarios requieren, para su comprensión, del “gran angular” de la teoría con la cual se los describe y se lo juzga. “Octubre” empoderó a “siervos” cuyas vidas no tenían valor para el Estado. Entregó ciudadanía a millones de “apátridas” –como gitanos, judíos, musulmanes y otros grupos sociales—al tiempo que replanteó las relaciones de género. Por primera vez en la historia se conoció la figura de la mujer-combatiente integrada a una milicia. La Unión Soviética, incluso a pesar de su burocratización y su nefasta deriva estalinista, supuso un dique de contención al genocidio nazi: los treinta millones de soviéticos muertos en la segunda guerra mundial (el Estado que pagó con más víctimas) y la larga batalla de Stalingrado no son datos de una estadística militar sino la evidencia de un poderío viable para enfrentar a los esquemas más deshumanos de la historia.
¿Naufragó la revolución neolítica en sus primeros intentos porque necesitó miles de años para que la especie humano se apropiara de la tierra como espacio sedentario de reproducción? La evolución en sus diferentes versiones, tanto biológicas como sociales no es lineal ni tiene destino confirmado. No hay una contingencia teleológica. Todo se resuelve en el marco de apuestas y conflictos sin resolución garantizada. La empresa liderada por Lenin ha dejado una huella que condiciona hasta el día de hoy –incluso después de la implosión de la URSS—los imaginarios y los desafíos humanos y sociales. La vida humana sigue acumulando déficit de realización homologables a los existentes a principios del siglo XX: una gran porción de la humanidad permanece en situación de vulnerabilidad crítica. Las guerras continúan acumulando cuerpos en los campos de exterminio militares y civiles. Simultáneamente la ciencia y la tecnología han logrado alcances inimaginables.
Evaluar el quiebre de una época supone comparar los elementos que implicaron sus continuidades en relación a aquellos que quedaron superados por innovaciones estabilizadas. La revolución de octubre cambió –sin dudas– las expectativas posibles de todo accionar político, y ese cambio llega hasta hoy, incluso después de la Unión soviética: a partir de ella se pudieron ejercitar practicas socialistas más o menos contaminadas. Desde su irrupción, incluso con los componentes viciados de la militarización y la burocratización impuestas por las deformaciones estalinistas, se abrió la “caja de pandora” de una ingeniería social aun presente en el imaginario social.
La Revolución —desde una subjetividad compartida— permanece como una ultimátum posible y real contra la explotación del trabajo humano y su supervivencia como especie. Incluye una ética de la solidaridad y del bien común que abreva en las condiciones reales de vivir en libertad y no solo “formalizarse” como autónomos. Su irrupción fáctica, pero también sus efectos en la significación, se inscribe en la larga lista de acciones colectivas emancipadora, todas ellas portadores de los atributos más benignos que nuestra especie ha sabido ofrecer. Todas ellas implican una esperanza de apropiación, por parte de los subalternos, de un destino histórico. Lenin propuso la consumación de una teleología que incluyó dos alcances complementarios: la simbolización de un mundo desconocido y viable, y al mismo tiempo, la advertencia al resto del planeta de su potencialidad contaminante. Desde las relaciones sociales de producción, o sea desde el entramado productivo-objetivo, “octubre” implicó la evidencia fáctica de que era dable organizar el trabajo en formas alternativas, cuestionando la unidireccionalidad sacralizada que estipulaba el capitalismo, con su fatalismo pesimista. Y desde la significación, el amparo en una emocionalidad –pensada desde Spinoza—capaz de sustituir a las viejas “estructuras del sentir”.
Los orígenes de las revoluciones burguesas muestran que fueron necesarios casi trescientos años de fracasos para que se impongan los programas del capitalismo, superando –política, social y productivamente– el viejo régimen feudal. El triunfo de la acumulación originaria contuvo revueltas burguesas fracasadas y más de dos siglos de tensiones y redefiniciones acerca de los modelos productivos sostenidas por sus clases más legitimadas, antagónicas a las nacientes burguesías. Si el foco sincrónico se desplazara por los inicios de esas revueltas fracasadas, se podría inferir –a mediados del siglo XVII—que el capitalismo nunca acecharía la fortaleza del absolutismo monárquico con sus poderosas alianzas con el clero y las noblezas rentistas. Sin embargo, fueron necesarias centenas de fracasos –en distintas ciudades-estados y en grandes extensiones geográficas- para completar el circuito experiencial que dotó a la burguesía de su triunfo final. Si bien no hay teleología garantizada, lo que sí se puede afirmar en términos fácticos es que la revolución rusa ha sido parte de esos desafíos al orden burgués. Y que esos amagos continúan hasta el día de hoy en las experiencias de Cuba, Venezuela y Bolivia, para citar solo los relativos a nuestro sub-continente. Estas nuevas experiencias son parte de la ola de disputas iniciada en la Comuna de París y continuada durante todo el siglo XX en pos de modelos alternativos de organización social. No podemos evaluar con certeza empírica –porque la voluntad social colectiva es un datum prospectivo– si son excepciones de una trayectoria histórica sinuosa u origen de posteriores expresiones de confrontación. Lo que sí podemos aseverar es que —al igual que la revolución francesa— nada es pensable socialmente sin su secuela.
El 15 de febrero de 1676 Isaac Newton escribe una carta a Robert Hook en la que afirma que “si he visto más lejos es porque estoy sentado sobre los hombros de gigantes”. Con esa famosa frase, el científico inglés se refería a que había logrado plantear algunas de sus más afamadas hipótesis influido por Copérnico, Galileo y Kepler. De alguna manera, los comuneros de París, Lenin, Trotsky, Mao, Ho-Chi Min, el Ché y Fidel –y muchos otros, anónimos o nombrados en canciones de esperanza– son algunos de los gigantes que tendremos que escalar para dotar de un poco más de ilusión, armonía y felicidad potencial al trayecto de lo humano por esta vida.
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Fotografía: Maite Larumbe