Por: Luis Armando González. 03/09/2022
I
A inicios de este año, un colega me sugirió –me pidió, para ser preciso– realizar una investigación sobre las relaciones entre el Ministerio de Educación (MINED)[i] y las universidades. Inmediatamente comencé a darle vuelta al tema, y enseguida me di cuenta que el mismo involucraba aspectos que no serían del agrado de ambas partes, aunque quizás más del lado del mencionado ministerio. Siendo que en ese entonces yo trabajaba para tal instancia estatal decidí dejar en el congelador la sugerencia-petición que se me hizo, pues estimé que lo que surgiera de mi esfuerzo quedaría en un texto nunca publicado.
Más adelante expongo algunos asuntos relativos al enfoque y los supuestos que iban a estar presentes en la investigación, en caso de haberla realizado o, también, en caso de que me decidiera a realizarla en el futuro. Antes de ello anoto que, por una parte, mi interés es la relación entre el Estado salvadoreño y las universidades, es decir, algo más amplio que la relación entre el MINED y las instituciones universitarias. Obviamente, el Ministerio de Educación es parte del Estado salvadoreño, pero en distintos momentos de la historia del país las universidades han tenido relaciones con otras instancias estatales. Es por eso que tiene sentido ampliar la mirada hacia las relaciones Estado-universidades.
II
Lo anterior me permite apuntar otro tema que es de especial interés: las relaciones que han tenido y tienen con el Estado dos universidades en concreto: la UCA y la Universidad de El Salvador (UES). No es que las otras universidades no deban ocupar un lugar en una investigación como la que aquí se ha mencionado, sino porque en el periodo histórico que me desafía –en la problemática de las relaciones Estado-universidades— la UES y la UCA son particularmente relevantes.
¿Cuál periodo histórico? El que de la década de los años setenta –si se quieren tres hechos de referencia estos son: la intervención militar de la UES en 1972, el fracaso de la Reforma agraria del coronel Arturo Armando Molina y la definición de la UCA como una “universidad para el cambio social” (estos dos últimos sucesos se dieron en la segunda mitad de esa década)— llega hasta el presente (2019-2022). Se trata ni más ni menos que de cincuenta años de la historia reciente de El Salvador.
Al respecto, se me ocurre una propuesta de interpretación de las relaciones Estado-universidades (durante esos cincuenta años) que consiste, para comenzar, en dividir, ese periodo en tres momentos: uno, que se puede denominar de divorcio radical entre las universidades (UCA y UES) con el Estado salvadoreño (lo cual incluye, obviamente, al MINED); otro, que se puede calificar como de colaboracionismo pragmático; y un tercero que cabría denominar como de injerencismo estatal legalizado. Quizás las expresiones empleadas para caracterizar cada una de esas fases no sean las mejores, pero me resultan útiles para destacar lo que, en mi opinión, ha sido lo más característico en las relaciones Estado-universidad en El Salvador.
Pues bien, el momento de divorcio radical entre el Estado y las universidades abarca casi dos décadas, si se parte de la intervención de la UES en 1972 y se llega hasta el asesinato de los jesuitas de la UCA, en 1989. Son variadas las características de esta fase, características que, asimismo, ponen de relieve no sólo el distanciamiento entre el Estado salvadoreño y las universidades (UES-UCA), sino las tensiones y los conflictos que se daban entre ambas esferas de la realidad nacional. La violencia estatal, como amenaza o efectivamente, en contra de las comunidades universitarias de la UCA y de la UES marcó fuertemente esa fase de divorcio radical entre el Estado salvadoreño y las dos universidades objeto de esta reflexión. El distanciamiento referido suponía, desde la perspectiva académica, una escasa o quizá nula injerencia del Ministerio de Educación en el quehacer propio de las universidades, en especial en su quehacer académico.
No era dable pensar –en lo personal experimenté esto en los años ochenta, como estudiante y, luego, profesor en la UCA— en que planes de estudio, contenidos o metodologías, por ejemplo—fueran siquiera sugeridos a las universidades desde el Ministerio de Educación. Éste era no sólo algo lejano y extraño, sino parte de un Estado que amenazaba a la UCA, y que había intervenido por segunda vez la UES, en 1980. Por cierto, la única manera en que el Estado pudo someter a la UES fue mediante la violencia militar, tal como sucedió en las dos intervenciones mencionadas.
Cabe añadir, para cerrar este apartado, que este fue el tiempo de mayor gloria académica de las dos universidades, aunque para la UES lo fue más la década de los setenta, pues la intervención de los años ochenta –que la llevó al exilio de su propio campus: a la “universidad en el exilio”[ii]— deterioró drásticamente sus capacidades académicas y administrativas. Con todo, y sumando lo hecho por ambas universidades en las dos décadas, los aportes a la cultura académica –investigaciones, publicaciones, análisis, conferencias, seminarios, formación de nuevas generaciones— fue espectacular. La autonomía universitaria dio lo mejor de sí en el rubro del conocimiento de la realidad nacional, centroamericana y latinoamericana. La contraparte estatal en educación –el Ministerio de Educación—estaba en el polo opuesto de todo este quehacer académico y cultural. En fin, fue un tiempo –cuando la persecución, la tortura y el asesinato político eran algo propio del quehacer estatal— de beligerancia universitaria no sólo política, sino académica y cultural. Una beligerancia que, por cierto, se fue diluyendo en las décadas posteriores.
III
En efecto, en la década siguiente –la de los noventa—vino el colaboracionismo pragmático entre el Estado (y su Ministerio de Educación) y las universidades. Tengo como referencia a la UCA, por haber vivido de cerca este nuevo tipo de relación. No me fijo en la UES que, en mi opinión –a lo mejor me equivoco—fue dejada de lado en el nuevo escenario, ni en las otras universidades privadas, pues ello requería un análisis pormenorizado de cada una de ellas, lo cual haría demasiado largo este texto.
Este colaboracionismo –y uso la expresión sin ánimo de ofender— se tejió al calor de la reforma educativa que impulsó el segundo gobierno de ARENA, el de Armando Calderón Sol. En los siguientes dos gobiernos de ARENA (Francisco Flores y Antonio Saca) y en los dos del FMLN (Mauricio Funes y Salvador Sánchez Cerén) este colaboracionismo se mantuvo, aunque con altibajos en las dos administraciones efemelenistas. Como quiera que sea, se trata de un poco más de dos décadas –si se suma la mayor parte de la gestión de Armando Calderon Sol (1994-1999)— de trabajo colaborativo entre el Estado salvadoreño –y su Ministerio de Educación—y la UCA. Colaboración centrada en el campo educativo en específico, pues en otros planos se mantuvo o se intentó mantener, desde la universidad, una postura crítica ante el Estado y los distintos gobiernos de ARENA, y con especial dureza con el gobierno de Sánchez Cerén (2014-2019).
El colaboracionismo Estado-universidad tuvo como marco propiciador, precisamente, la reforma educativa de Calderón Sol, que requería de un andamiaje curricular propio, así como materiales educativos, asesorías, apoyo en procesos formativos para maestros, entre otros aspectos. Hasta donde yo puedo decir –quizás me equivoque— el papel de la UCA en el diseño y ejecución de la reforma educativa de 1995 fue crucial. No me cabe duda de que hubo un componente pragmático en la disposición a colaborar, pues había que poner de lado –parcialmente al menos— la deuda del primer gobierno de ARENA con el asesinato de los jesuitas de la UCA.
También creo que hubo un componente de interés genuino por incidir en la educación nacional desde el quehacer universitario, esta vez con el aval –y no en contra— de un gobierno. No se me escapa tampoco el componente financiero involucrado en la colaboración universitaria en la reforma educativa. Se operaba un giro en la visión de la universidad, un giro en el cual la expresión “rentabilidad” de hacía de un lugar como criterio para juzgar la pertinencia de los proyectos universitarios. El tema de la financiación ganó fuerza, y los vínculos con el MINED abrieron una veta de sostenibilidad (o por lo menos de desahogo) para las siempre difíciles finanzas universitarias.
No veo nada ni ilegítimo ni inmoral en tal proceder; lo que veo es una ausencia de reflexión interna, en la universidad, encaminada a proyectar las posibles consecuencias futuras del giro que se estaba dando allá por 1995. No se meditó en si acaso la fortaleza financiera de esos años no terminaría –por estar anclada, en parte, en tratos con el Estado— por ser también un factor de debilidad. Creo que nadie –aunque no lo sé—se tomó la tarea de realizar esta reflexión ni en la década de los noventa ni en la siguiente década.
Con todo, desde mi punto de vista, que desde el gobierno se buscara a la UCA para que trabajara y aportara en la reforma educativa, y en su funcionamiento posterior, significó un reconocimiento a dicha institución universitaria. Por extensión, significaba una muestra de respeto tanto a la cultura universitaria, al saber y a los académicos que lo cultivaban. No era dable pensar en que desde el Ministerio de Educación se dijera a las universidades (pienso siempre en la UES y la UCA) cómo llevar adelante su quehacer académico. En lo esencial, la situación interna de la UCA, para el caso, era muy similar –en cuanto a autonomía— a la de las décadas de los años setenta y ochenta.
IV
En la década de los noventa si bien ya no estaban los jesuitas asesinados, sí estaban activos colegas suyos que estaban animados por el mismo espíritu; a ellos se sumaban académicos formados por los jesuitas en la década de los setenta, junto con otros formados en la década de los ochenta. Fueron los que asumieron en esa década, y en parte de la siguiente, la tarea de mantener viva en la UCA la llama del saber crítico y comprometido con los problemas del país. No fue una mala época académica para la UCA, como lo puede corroborar cualquiera que de una mirada a sus publicaciones.
Esta universidad –pese a colaborar con distintos gobiernos en el área educativa— no se sometió a ellos ni permitió entrometimientos en su quehacer docente, investigativo o de proyección social. Era impensable que el Ministerio de Educación lo intentara, pero era impensable, si eso se daba, que la UCA lo permitiera. No lo permitió cuando desde el gobierno se perseguía y asesinaba a los opositores; no era dable que lo permitiera en el nuevo contexto del país, una vez que se firmó el Acuerdo de Paz de 1992. A propósito, el momento más duro para la UCA fueron los asesinatos de su rector, junto con cinco de sus compañeros jesuitas y dos colaboradoras (Elba y Celina Ramos); la universidad no se doblegó cerrando su campus, sino que, desafiando a los asesinos (pertenecientes al Estado), mantuvo abiertas sus puertas para decir a quien quisiera escuchar que seguía viva y activa. Mantener su presencia pública era una medición de fuerza con el Estado salvadoreño. La UCA se atrevió a medir fuerzas con los militares y el gobierno de Cristiani; se atrevió a luchar por que su campus siguiera siendo un espacio de vida académica en unos momentos de tragedia interna sin precedentes.
V
Ese capital cultural, académico y político fue la mejor fortaleza de la UCA en los años inmediatamente posteriores a la muerte de los jesuitas. Fue un capital que, desde mi punto de vista, se fue desvaneciendo –no creo que se perdiera del todo—en la medida que el tiempo fue pasando. Sé que es duro lo que digo, pero lo hago con respeto y cariño por mi Alma mater. Así, el tercer momento de mi caracterización –el del injerencismo extremo, que se abre paso en el contexto de la pandemia por coronavirus de 2020— encuentra a una UCA –y también a una UES— debilitada en sus capacidades de beligerancia académica y política.
¿De qué se trata con este injerencismo? Se trata –y que esto se tome como una hipótesis, no como una acusación en contra de nadie—de la pretensión ministerial de incidir directamente en el quehacer universitario, regulando áreas administrativas y académicas que las universidades han manejado sin interferencia estatal-ministerial a lo largo –salvo la nefasta experiencia del Consejo de Administración Provisional de la Universidad de El Salvador (CAPUES)— del periodo que aquí se examina. Digo que se trata de una pretensión, no de algo consumado. Y mi opinión es que tal pretensión sólo ha podido cobrar vigencia debido a la debilidad académica, financiera o administrativa, y a la pérdida de beligerancia, de las instituciones universitarias, en particular las dos aquí consideradas (con las variantes de cada una de ellas en los aspectos apuntados).
La orden de cierre de las universidades, emanada del actual gobierno en el marco de la emergencia por coronavirus, puso de manifiesto una incapacidad para reclamar y hacer valer la presencia universitaria en momentos en los cuales el conocimiento científico –que en teoría es lo propio de ellas—tenía que estar en el centro de las decisiones y la información sobre la pandemia. De manera pasmosa, se adaptaron pasivamente al cierre de los campus, no haciendo nada por abrirlos incluso cuando iglesias, estadios, bares y centros comerciales ya estaban abarrotados de gente (incluyendo estudiantes universitarios).
Depender total o parcialmente de apoyos financieros estatales ha resultado ser un factor de debilidad a la hora de plantarle cara al Estado y al MINED. No haber acumulado la credibilidad académica, científica e investigativa suficientes, amén de fallas administrativo-financieras de menor o mayor envergadura, han facilitado que la pretensión injerencista se afiance e incluso se presuma como la mejor solución a los problemas de la educación superior en El Salvador. He escuchado algunas voces que legitiman una intervención del Estado en la UES partiendo de las muchas fallas que se detectan en esta casa de estudios. Percibo que, en alguna de esas voces, no hay una reflexión sobre lo que pueda resultar de tal injerencia (por ejemplo, si quienes la realizarían tendrán las capacidades y credenciales para marcar los derroteros no sólo de la Universidad Nacional, sino de la educación universitaria en el país). Me opongo a que burocracia alguna dictamine sobre investigación, conocimiento científico, filosofía o arte. Con ello se abre la puerta para el servilismo político, que es la muerte de la ciencia, la filosofía o el arte.
Como universitario, no acepto una injerencia estatal en el quehacer académico de las universidades; en cuanto a lo administrativo-financiero acepto los controles que la ley manda, sin excesos intervencionistas. Soy consciente de los problemas de la educación superior en El Salvador, y que en esos problemas las universidades –UCA y UES, principalmente— tienen una cuota de responsabilidad inexcusable. El mandato del Estado, y los apoyos respectivo, debería ser que no sólo estas dos universidades, sino todas las del país atiendan a las problemáticas de la educación superior, después de analizar y meditar seriamente sobre las mismas, siguiendo los criterios de la razón científica. Cuando comencé a estudiar en la UCA, en 1983, en el curso de admisión se prestaba atención al tema Universidad y Sociedad, que apuntaba a que la interlocución de la universidad debía ser con la sociedad, no con el Estado ni con el mercado. Quizás vaya siendo hora de posicionar, de nueva cuenta, este vínculo en el imaginario universitario.
San Salvador, 2 de septiembre de 2022
[i] Actualmente, la denominación completa es Ministerio de Educación, Ciencia y Tecnología (MINEDUCYT). Sin embargo, aquí se usará el tradicional nombre de Ministerio de Educación (MINED) porque en buena parte del periodo examinado esa era la denominación oficial.
[ii] Quintanilla López, Luis Napoleón (2019) La UES en el exilio: medidas académicas-administrativas de las autoridades, 1980-1984. Bachelor thesis, Universidad de El Salvador. https://ri.ues.edu.sv/id/eprint/19656/
Fotografía: https://eluniversitario.ues.edu.sv/ues-conmemorara-la-intervencion-militar-del-19-de-julio-de-1972/