Por: CHRISTIAN LAVAL. 03/04/2022
[ Este texto presenta algunos de los argumentos desarrollados en el libro colectivo (escrito junto a Dardot, Pierre; Guéguen, Haud y Sauvêtre, Pierre) Le choix de la guerre civile: Une autre histoire du néolibéralisme, Lux Editions, Montreal, 2021. Fue presentado en el curso “Derechas radicales y neoliberalismo autoritario”, organizado por la Universidad del País Vasco, con las Fundaciones Betiko y viento sur y el Centro de Investigación en Multilingüismo, discurso y comunicación (MIRCo). Redacción]
La situación mundial se caracteriza por una gran crisis de las formas de la democracia liberal clásica. Esta crisis se puso de manifiesto, primero, por poderosos movimientos que reclamaron una verdadera democracia entre 2010 y 2016. Después se manifestó en un sentido completamente distinto, con el ascenso reactivo de fuerzas de extrema derecha y la aparición de gobiernos con aspectos abiertamente dictatoriales, nacionalistas, violentos, racistas, sexistas y, en algunos casos, fascistizantes. Trump, Salvini, Bolsonaro, Orban o Erdogan son algunas de las figuras emblemáticas a sumar a la larga lista de déspotas y tiranos que hacen estragos en todos los continentes. Al desestimar las reivindicaciones democráticas, sociales y ecológicas que entran en contradicción con el proyecto neoliberal, estos dirigentes solo han podido encontrar base electoral halagando los valores morales y religiosos tradicionales y el nacionalismo de los grupos sociales más conservadores. Estos gobiernos no están ahí para gestionar una situación, acomodar intereses diferentes, representar a la población. Llevan a cabo una guerra contra enemigos. Esta postura guerrera parece nueva, al menos para quienes tenían fe en las democracias de tipo clásico. Los liberales norteamericanos todavía siguen bajo el shock del asalto al Capitolio por los fanatizados partidarios de Trump el 6 de enero de 2021. ¿Cómo fue posible semejante violación de la democracia?, se preguntan. Para comprenderlo hay que adoptar un punto de vista estratégico, el de gobiernos que están comprometidos en una guerra total: social, desde luego, porque se trata de debilitar los derechos sociales de la población; étnica, porque pretende excluir a los extranjeros de cualquier posibilidad de acogida y de coexistencia; política y jurídica, utilizando nuevos medios de represión y de criminalización de la izquierda y de los movimientos sociales; cultural y moral, al atacar a los derechos individuales y las evoluciones culturales de las sociedades.
Esta secuencia histórica, cuyo apogeo ha sido, por ahora, el 6 de enero, no cae del cielo. Desde hacía varias décadas numerosas señales permitían presentir tal momento político, efecto de una combinación de distintos factores, aunque todos ligados al hundimiento de la creencia en la representación y la legitimidad de las élites y de la clase política. Bastaba para preverlo con estar atentos al sentimiento de exclusión o de marginación de una gran parte de la población, el ascenso de una cólera antisistema, y el odio creciente hacia las minorías, extranjeros o enemigos internos. Los comentaristas se contentan con estigmatizar esta reacción compleja y contradictoria, calificándola de populista. Con ello no explican nada, aunque creen necesario preconizar la continuidad de la apertura, la modernidad, el multilateralismo y, en Europa, la continuación de la construcción de la Unión Europea. Este momento de crisis no tiene una causa única. Sin embargo, parece que hay que tomarse en serio una de ellas: la puesta en pie desde hace varias décadas de un determinado tipo de gobierno que llega a sustraerse del control de los ciudadanos para imponer por la fuerza transformaciones profundas de las sociedades, de las instituciones y de las subjetividades. ¿Cómo no ver relación entre esta llamada reacción populista y el neoliberalismo, que ha hecho nacer una nueva sociedad organizada como un mercado?
Se puede decir incluso que se trata de una guerra civil continua contra la igualdad en nombre de la libertad
En realidad, esta reacción, lejos de poner fin al período neoliberal, constituye una nueva fase y una nueva forma del mismo. Lo que estamos viendo hoy es un neoliberalismo cada vez más violento, que se apoya en las cóleras y frustraciones populares para reforzar aún más el imperio del poder sobre la población y hacerle aceptar regresiones sociales imposibles de contemplar sin que al menos una parte las consienta. ¿Es un nuevo neoliberalismo? No exactamente. Se trata más bien, como se acaba de decir, de una fase histórica en la que, frente a las múltiples contestaciones y ante los temibles plazos impuestos por la crisis climática, para asegurar la continuidad de su proyecto neoliberal, los gobiernos solo sacan fuerza de las pasiones populares dirigidas contra minorías, extranjeros, intelectuales. Obtienen con ello un cierto apoyo popular, desplazando los retos políticos del terreno de la injusticia social hacia el terreno de los valores de la nación y la religión, desviando los miedos sociales y las indignaciones morales hacia un conjunto de objetivos considerados como otras tantas desviaciones y amenazas: inmigrantes, negros, mujeres, homosexuales, sindicalistas, militantes, intelectuales, y contra todas las fuerzas sociales, cuerpos profesionales e instituciones democráticas que se oponen a esta domesticación de la sociedad. El caso de Brasil es muy instructivo desde este punto de vista. En este país no hay ningún ámbito de la vida cotidiana y ninguna institución que no hayan sido alcanzadas por una regresión de los derechos humanos, la libertad de pensamiento y la igualdad. Lo demuestran los repetidos ataques contra el medio ambiente, el mercado de trabajo, el sistema de pensiones, la universalidad de la escuela pública, los derechos de los pueblos autóctonos. Y no hay que olvidar que para estos neoliberales abiertamente autoritarios, como el bolsonarismo, el enemigo es ante todo la izquierda y el socialismo. Se puede decir incluso que se trata de una guerra civil continua contra la igualdad en nombre de la libertad. Es una de las principales caras del neoliberalismo actual visto desde el ángulo de la estrategia.
¿Un nuevo fascismo?
Se suele hablar de un nuevo fascismo. Aunque es cierto que el odio y la pulsión criminal están en el centro de la expansión de las formas dictatoriales de poder, como lo muestra una vez más el caso actual de Brasil, y también la práctica y la retórica de Trump, hay diferencias importantes con el fascismo clásico. Ignorarlas conduciría a equivocarse de diagnóstico. A diferencia de los años 1930, que vieron la emergencia de los fascismos europeos como reacción ante el dejar hacer del liberalismo económico y sus consecuencias, los neoliberalismos nacionalistas, autoritarios y xenófobos de hoy día no pretenden reencajar el mercado en el Estado total, ni siquiera, más sencillamente, encuadrar los mercados, sino que pretenden, por el contrario, acelerar la extensión de la racionalidad capitalista a costa de aumentar aún más las desigualdades económicas, consecuencia inevitable del libre juego de la competencia y de las privatizaciones. En este sentido, estos gobiernos no vuelven la espalda al neoliberalismo, como algunos afirman de forma imprudente, sino que ponen al descubierto a plena luz la lógica intrínsecamente autoritaria y violenta del propio neoliberalismo. Aunque Brasil es el espejo creciente de una guerra total contra las instituciones de la sociedad que no se pliegan al modelo neoliberal, sería erróneo pensar que esta violencia estatal queda confinada a los llamados países periféricos. También en el centro mismo de los países capitalistas más desarrollados se ejerce esta violencia, aunque bajo formas diferentes. Las violencias policiales con las que el gobierno liberal de Macron quería imponer medidas impopulares en 2018, o el envío de tropas federales por Trump contra los manifestantes de Portland o de Chicago y la manera posterior de encender el fuego cuestionando el resultado de las elecciones presidenciales que le eran desfavorables, son ejemplos recientes. Evidentemente, estas formas de violencia se salen del marco político liberal clásico, basado desde la Ilustración en las libertades individuales y colectivas, el respeto al sufragio universal, la pluralidad de opiniones, la defensa del conocimiento racional y el respeto a la verdad. Pero no nos dejemos confundir por la idealización del modelo político clásico en las democracias occidentales. Si el neoliberalismo pudo imponerse en Estados Unidos y en Europa por gobiernos legalmente elegidos (Giscard, Mitterrand, Thatcher, Blair, Reagan, Clinton, Schmidt, Kohl), no se privó, y desde hace mucho tiempo, del uso de la fuerza legal, sobre todo policial y judicial, y de todo tipo de medidas de coacción reglamentarias, administrativas, disciplinarias, de que disponen los Estados. Si estos vienen reforzando desde hace mucho tiempo la vigilancia de los individuos en nombre de la lucha antiterrorista, las potencias capitalistas privadas no han quedado atrás, imponiendo, sobre todo a los asalariados, una gestión basada en el control individual que ha destruido en parte la capacidad de defensa colectiva en el campo del trabajo. Pero entonces, ¿por qué se puede hablar de una nueva fase del neoliberalismo?
La confesión de la violencia
Lo nuevo es la manifestación cada vez más abierta y asumida del carácter violento y autoritario del neoliberalismo, en cualquiera de sus variantes históricas y nacionales. Lo que vemos ya, a plena luz, es una nueva guerra civil mundial. La expresión guerra civil mundial ha sido utilizada, desde su invención por Carl Schmitt, en varios sentidos diferentes. Para este último, desde mediados de los años 1940, la Weltbürgerkrieg se refiere al final de las guerras interestatales propias del mundo westfaliano y al nacimiento de guerras asimétricas, llevadas a cabo en nombre de un ideal de justicia que permite a las superpotencias ejercer un poder de policía en el marco de un derecho internacional renovado y ejercido con una voluntad misionera. Para Arendt, la expresión se refiere más bien a la guerra que hacen regímenes totalitarios –nazismo y estalinismo– que, a pesar de importantes parecidos, no pudieron evitar el enfrentamiento directo a causa de su voluntad expansionista. Este tipo de análisis fue retomado por Ernst Nolte en su obra La guerra civil europea, 1917-1945. Otros autores han tomado por su cuenta esta expresión para hablar del enfrentamiento internacional entre las fuerzas de progreso surgidas de la Ilustración y el fascismo. Fue el caso de Eric Hobsbawm en La Edad de los extremos. Historia del corto siglo XX.
Evidentemente, utilizamos la expresión en un sentido muy diferente; por ello la importancia del adjetivo nueva. La nueva guerra civil mundial no opone directamente un orden global de tipo imperial, aunque sea dirigido por una potencia hegemónica, con la población, ni tampoco opone dos regímenes políticos o dos sistemas hegemónicos uno contra otro. Opone a Estados, cuyos medios están monopolizados por oligarquías agrupadas, con amplios sectores de sus propias poblaciones. ¿Pero cuál es el objeto de esta guerra? Oficialmente, se trata de oponerse a cualquier forma de intrusión de un enemigo exterior y de combatir a todos sus aliados que, en el interior, minan la unidad nacional, la homogeneidad del pueblo, la grandeza y la identidad de la nación. Podrá decirse que, para los defensores de un capitalismo sin fronteras, resulta paradójico inflamar las pasiones con un nacionalismo exacerbado y con un racismo apenas velado, pero en la última década ya se ha hecho la prueba de que la división del pueblo, y la inflexión de sectores enteros de la población en contra de sus propios intereses, han supuesto enormes éxitos políticos. En este sentido, el Brexit es una obra maestra del género. Francia ofrece un ejemplo muy interesante de una maniobra política bastante sorprendente. Desde otoño de 2020, mientras se esfuerza en contener la epidemia y multiplica sus errores de gestión, el gobierno se ha lanzado a una amplia campaña de calumniosos ataques contra las universidades, en particular contra las ciencias sociales, acusadas de estar “gangrenadas por el islamo-izquierdismo”. La palabra se refiere a un puro fantasma, construido siguiendo el modelo del judeo-bolchevismo de los fascistas y los nazis de antes de la guerra. El ministro de Educación nacional, al igual que la de Enseñanza superior y el de Interior (que dirige la policía), se han ido relevando durante meses para hacer creer a la opinión pública que el terrorismo encontraba sus apoyos en el medio universitario, que estaría contaminado por los estudios poscoloniales, decoloniales y otras teorías del género. Es asombroso que tal cantidad de ignorancias y de calumnias hayan sido emitidas por representantes de un gobierno que se dice liberal. ¿No se presentó Macron en algún momento como el anti-Orban en Europa? Hay que concluir: este discurso de odio de tipo fascistoide no es más que una versión local de una lógica guerrera más general que consiste en designar, en este caso en el cuerpo de universitarios e investigadores, al enemigo a aplastar, y que puede encontrar otros objetivos en otros sitios o más tarde.
La palabra guerra no se puede tomar aquí como una simple metáfora. La lucha estratégica por la dominación a que se dedican los agentes políticos, económicos e intelectuales del neoliberalismo, a veces con el pretexto de luchar contra el terrorismo o el islamismo radical, pretende consolidar el poder de las oligarquías dominantes por otros medios distintos al de la confrontación pacífica de opiniones. Por decirlo de otra manera, en vez de relegitimar y restaurar las formas de la democracia clásica, lo que supondría al menos moderar las lógicas neoliberales y comenzar a reducir las desigualdades atacando a las grandes fortunas y a las poderosas multinacionales, los gobiernos prefieren emplear métodos autoritarios y violentos que permiten no hacer concesiones demasiado costosas para los más ricos, aunque acentúen la crisis de la democracia liberal. Ellen M. Wood lo llama una guerra sin fin (infinite war): la guerra neoliberal no tiene objetivos limitados, como sería la destrucción de un ejército enemigo o la conquista de un territorio, sino que se marca el objetivo ilimitado de la dominación del Estado sobre la población. La guerra en cuestión requiere de todos los medios por los que el Estado afirma su dominio sobre la población, comenzando, más allá del Ejército, por la Policía y la Justicia y, desde luego, por los medios de comunicación de masas y las tecnologías de vigilancia, lo que supone la estrecha subordinación, o al menos la neutralización, de los agentes del Estado para que cumplan lo mejor posible su función de dominación. La situación presente nos confirma lo que decía Foucault cuando, al contrario que Clausewitz, afirmaba en su curso La sociedad punitiva que “la política es la continuación de la guerra por otros medios” (Foucault, 2013: 29). Maximizar la división de las fuerzas populares por medio de la inflamación nacionalista y racista, movilizar a una parte de la población contra los intelectuales irresponsables y peligrosos y, a fin de cuentas, encontrar un enemigo a batir no es un fin en sí. Designar a un enemigo no tiene nada de gratuito si la política tiene alguna racionalidad. ¿Pero cuál es el enemigo último? Tiene por nombre genérico la igualdad y quienes aspiran a ella.
El neoliberalismo como estrategia política contra la igualdad
Desde luego, no hay una forma única de neoliberalismo que sería idéntico en todas partes. El orden económico mundial se construye apoyándose en estrategias nacionales diferenciadas y singulares en cada ocasión. Esta plasticidad y este carácter proteiforme del neoliberalismo deben prevenirnos contra cualquier tentación esencialista, aunque no por ello debemos dejar de señalar la lógica antidemocrática inherente al neoliberalismo desde su formación. El neoliberalismo autoritario no se opone a un neoliberalismo que no lo fuera. El neoliberalismo asume una lógica de enfrentamiento violento con todas las fuerzas y las formas de vida que no caben en el marco de un mundo jerárquico y desigual basado en la concurrencia. Y para realizarse, este proyecto neoliberal que pretende la construcción de una pura sociedad de mercado requiere la violencia de Estado.
Hablar de nueva guerra civil mundial es por tanto reinterpretar el neoliberalismo desde el ángulo de su violencia intrínseca y, sobre todo, cuestionar la manera académica de comprenderlo como conjunto de doctrinas o como posiciones puramente ideológicas. Es aceptar el terreno en que se desarrolla, el de la lucha política por la dominación, y entenderla como una estrategia política de transformación de las sociedades en órdenes concurrenciales que suponen el debilitamiento o la eliminación de las fuerzas de oposición. El término neoliberalismo es objeto de un uso inflacionista que provoca hoy día cierta confusión. El sesgo universitario, que Bourdieu habría llamado escolástico, consiste en no ver en el neoliberalismo más que una corriente intelectual con fronteras además problemáticas, que el erudito se dedica a discutir su unidad y a destacar su diversidad, a veces hasta negar incluso su existencia en nombre del número y diferencia de esas variantes. Es muy fácil constatar, y no ha dejado de hacerse doctamente, que desde los años 20 y 30 existen divergencias epistemológicas y ontológicas entre las diferentes corrientes que hoy se califican, retroactivamente, de neoliberales. Aunque el conocimiento directo de los autores sea indispensable, limitarse a la historia de las ideas es ignorar que el neoliberalismo, en la historia política efectiva, no es solo un conjunto de teorías, una colección de obras, una serie de autores, sino un proyecto político anticolectivista llevado a cabo por teóricos y ensayistas que son también emprendedores políticos. Durante décadas, estos no han dejado de buscar apoyos y aliados entre las élites políticas y económicas, han construido redes, han creado asociaciones y think tanks para ganar influencia, han desarrollado una verdadera visión del mundo e incluso una utopía radical, que han permitido el triunfo de la gubernamentalidad neoliberal al cabo de cuarenta años de encarnizados esfuerzos. El neoliberalismo, por tanto, no es solo Hayek, o Röpke, o Lippmann, es una voluntad política que les es común de instaurar una sociedad libre basada principalmente en la competencia en un marco determinado de leyes y principios explícitos, protegida por Estados soberanos, encontrando en la moral, la tradición o la religión anclajes para una estrategia de cambio radical de la sociedad. En otras palabras, el neoliberalismo, como el socialismo, como el fascismo, debe ser comprendido como una lucha estratégica dirigida contra otros proyectos políticos calificados globalmente y sin demasiados matices por los neoliberales como colectivistas, con el objetivo de imponer a las sociedades ciertas normas de funcionamiento de conjunto, la principal de las cuales, para todos los neoliberales, es la competencia, ya que es la única que asegura la soberanía del individuo-consumidor. Solo esta dimensión estratégica y conflictual permite comprender tanto las condiciones de surgimiento como su continuidad en el tiempo y las consecuencias para el conjunto de la sociedad. Sin esta definición política del neoliberalismo, nos perdemos en el embrollo de las posiciones doctrinales y en la búsqueda de pequeñas diferencias individuales olvidando lo principal, el proyecto unificador de una empresa política, a la vez militante y gubernamental.
Si nos desplazamos del terreno puramente teórico al de los preceptos prácticos y las razones para actuar, se descubre una gran confluencia de todas estas distintas corrientes en el objetivo político perseguido, lo que permite hablar precisamente de una racionalidad política del neoliberalismo perfectamente identificable. Este fue el enfoque de Foucault, a veces mal comprendido por quienes le reprochan haber desconocido la heterogeneidad de las escuelas teóricas del neoliberalismo. Lo que unifica relativamente a este último es el objetivo político de instauración o de restablecimiento de un orden de mercado o de un orden de competencia, considerado no solo como la fuente de toda prosperidad sino como el fundamento de la libertad individual. Se puede concebir este orden de forma diferente, bien como un orden espontáneo que reclama ser confirmado y respaldado por el marco jurídico (el neoliberalismo austro-americano de Hayek), bien como un orden social construido por una voluntad normativa del legislador (el ordoliberalismo alemán). Pero todo el cosmos neoliberal está convencido ante todo de que es necesaria una acción política para realizar y defender tal orden social. Esta fue además la base del acuerdo que se formuló por primera vez durante el Coloquio Lippmann de 1938, y en una segunda con la fundación de la Sociedad de Mont Pelerin en 1947. Todos los grandes combates ulteriores del neoliberalismo político confirman este acuerdo, y ningún neoliberal dejará de denunciar el Estado del bienestar y de luchar contra el comunismo [01].
Pero no es necesaria mucha exégesis para comprender cómo interpretan todos esos emprendedores políticos el sentido de su propia acción. Lo dicen y lo escriben con todas las letras. Así, Röpke: “La humanidad se dejará llevar por el colectivismo mientras no tenga ante su vista otro objetivo palpable, dicho de otra manera, mientras no tenga frente al colectivismo un contra-programa que le pueda entusiasmar” [02]. Y se equivoca quien crea que hay ordoliberales más sociales, más moderados y más razonables, que esperarían del Estado servicios indispensables, y neoliberales más radicales, los austro-americanos, que quieren eliminar por completo el Estado [03]. Salvo algunos anarco-libertarios que mantienen la llama del foco utópico en la versión radical de un Von Mises, la inmensa mayoría de teóricos del neoliberalismo que quieren jugar un papel político eficaz tienen una concepción positiva del Estado, aunque muy diferente de los promotores del Estado social. Ya se llamen Rougier, Lippmann, Eucken, Hayek o Röpke, todos están de acuerdo en hacer del Estado el guardián supremo de las leyes fundamentales del mercado, papel eminente que debe obligarle a aligerarse de las responsabilidades sociales que los colectivistas le han hecho soportar indebidamente desde finales del siglo XIX.
El mercado por encima de todo
Los neoliberales tienen la convicción de que lo que está en juego con el orden del mercado es mucho más que una decisión de política económica, es una civilización entera, basada en la libertad y la responsabilidad individual del ciudadano-consumidor. Y como la sociedad libre se basa en su fundamento, el Estado, con todas sus prerrogativas soberanas, conserva un eminente papel a jugar, y hace de ello el deber de utilizar los medios más violentos y más contrarios a los derechos humanos, si la situación lo exige. El mercado competitivo es una especie de imperativo categórico que permite legitimar las medidas más extremas, incluso el recurso a la dictadura militar si hace falta, como ocurrió con el golpe de Estado en Chile, aplaudido por las cimas intelectuales del neoliberalismo mundial. Por decirlo en un lenguaje un poco envejecido, pero que expresa claramente las cosas: el mercado es la nueva gran razón del Estado neoliberal. Este punto fijo explica la plasticidad política del neoliberalismo. En algunas ocasiones históricas, el neoliberalismo parece confundirse con el advenimiento o el restablecimiento de la democracia liberal, en otras circunstancias, cuando el orden del mercado parece amenazado, se conjuga con las formas políticas más autoritarias, llegando hasta la violación de los derechos más elementales de los individuos. Y en muchos otros casos, la democracia parlamentaria se ve poco a poco vaciada de su sustancia por un Estado policial que ejerce vigilancia y malevolencia ante todo lo que pudiera amenazar el sacralizado orden de la concurrencia. Así, se pueden considerar las circunstancias tan distintas que ha atravesado el neoliberalismo, desde los años 30 hasta hoy.
Todos están de acuerdo en hacer del Estado el guardián supremo de las leyes fundamentales del mercado
La refundación teórica del liberalismo en los años 30 pretendía ser una reacción a las formas dictatoriales del comunismo ruso, del fascismo italiano y del nazismo alemán, entendidas todas ellas como la consecuencia lógica del dirigismo y del nacionalismo económico. El ordoliberalismo alemán de finales de los años 40 fue la fuente principal de la refundación de una Alemania occidental desnazificada y democratizada y, más tarde, en los años 50 y 60, el principal fundamento doctrinal de un mercado común europeo, contemplado como la base de las instituciones democráticas y de la paz. Más adelante aún, entre los años 70 y comienzos de los 90, la lógica neoliberal avanzó a medida que se produjo el debilitamiento y posterior caída de los regímenes comunistas, y acompañó la progresiva desaparición de las dictaduras militares anticomunistas, tanto en Europa como en América Latina. Gracias al mercado universal que se estaba construyendo, podía parecer que el Estado ya nunca podría aplastar a la sociedad, oprimir a los individuos, bloquear la información. La apertura del mundo requería un Estado apaciguado, respetuoso de los ciudadanos, sin querer ya controlar y reprimir a la población. ¡La globalización fue entendida incluso por cierto número de ensayistas y periodistas como el medio más radical y más eficaz para extender a China las libertades políticas! Las mismas guerras cambiaban de sentido: ya no derivaban de naciones enemigas, no pretendían conquistar, oponían la civilización del Bien contra las fuerzas oscuras del Mal. La gran ilusión, que favoreció precisamente el desarrollo del neoliberalismo, fue haber creído en el matrimonio feliz entre el mercado y la democracia.
Lo más nuevo es sin duda la nueva conjugación entre el neoliberalismo y el populismo nacionalista más autoritario
Esa época ha terminado. Es la hora del enfrentamiento brutal contra los revoltosos y descontentos, de la instrumentalización de la justicia y el ejercicio de la fuerza desatada de los policías. Pero lo más nuevo y desconcertante en la actualidad más reciente es sin duda la nueva conjugación entre el neoliberalismo y el populismo nacionalista más autoritario, como si, en la gama de técnicas para imponer la libertad de los mercados contra todas las reivindicaciones de igualdad, nuevos poderes hubiesen logrado la hazaña de desviar la cólera de las masas y de hacerla servir, por increíble que pueda parecer, para promover el neoliberalismo más radical. Un error constante en la ciencia política consiste en oponer simplemente a progresistas globalistas con populistas nacionalistas. La situación contemporánea exige más sutileza en el análisis. El neoliberalismo de hoy ya no es el de ayer, está dividido entre versiones aparentemente muy diferentes, lo que puede ser la mejor garantía de sobrevivir y reforzarse. Así como la crisis económica y financiera de 2008 fue una hermosa ocasión para ir más lejos aún en la vía neoliberal, la actual crisis de la representación en el centro de la democracia liberal ofrece a las fuerzas conservadoras la ocasión de movilizar a las masas más desfavorecidas y más desesperadas para ponerlas al servicio de una forma de neoliberalismo tan turbador que cuesta trabajo identificarlo como tal, puesto que es a la vez nacionalista, reaccionario y racista. Y mientras ayer el neoliberalismo se basaba en el temor fóbico a las masas, fuente de todas las derivas colectivistas, ahora parece mudarse en una especie de fundamentalismo de la nación y del pueblo.
El aspecto ya corriente de usar la violencia neoliberal contra las instituciones y las personas obliga a interrogar de una manera nueva la historia del neoliberalismo en sus relaciones con la violencia y el Estado. La cuestión política y teórica a plantear es si las apariencias liberales, pluralistas, abiertas, modernistas del neoliberalismo, que han servido para seducir a nuevas generaciones urbanas, culturalmente avanzadas y en su época tecnológicamente en punta, no han sido señuelos que han disimulado durante un periodo que ha quedado ya atrás el carácter profundamente agresivo y regresivo de una estrategia que hoy se aprecia mejor, por los obstáculos y contestaciones que encuentra y que debe superar por todos los medios.
Christian Laval es profesor emérito de sociología en la Universidad París-Nanterre
Traducción:viento sur
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Fotografía: Viento sur