Por: Luis Armando González. 16/09/2022
El estudio de la familia no ocupó, en un principio, un lugar central en las preocupaciones de las nacientes ciencias sociales, comenzando con las más antigua de ellas: la economía (Monteagudo Sánchez y Rodríguez Valle, 2008). Es curioso que en el caso de esta ciencia social –que debe su nombre a una de las primeras fórmulas usadas para referirse a la familia (Oikos nomos)— el micro grupo social familiar no fuera objeto de atención. Un siglo después del nacimiento de la economía –en el 1700—, la sociología (la segunda ciencia social en surgir) sólo se ocupó indirectamente de la familia, pues sus preocupaciones –como se verá en otro momento— eran otras. Es el siglo siguiente –en concreto, desde mediados del siglo XX— en el que esta ciencia social dedicará esfuerzos significativos tanto para la conceptualización como para la investigación empírica de la familia. A ella se sumarán la psicología, la antropología, la historia y, más recientemente, la ciencia política y la economía.
1. Las ciencias sociales se hacen cargo de la familia
En el presente se cuenta con un conjunto de ciencias sociales –integradas por distintas disciplinas— que, además de madurez teórica, una sólida base empírica y asideros institucionales en todo el mundo, que han acumulado conocimientos valiosos e imprescindibles sobre distintos fenómenos y dimensiones de la realidad social. Y, en entre esas conquistas, se encuentran conocimientos de enorme relevancia sobre la familia. Es de tal envergadura el bagaje de conocimientos científico-sociales sobre la familia que, hoy por hoy, una mirada de la familia (y a los problemas asociados a ella) que deje de lado ese bagaje simplemente está condenada a errar no sólo en la comprensión de sus dinámicas específicas, sino en la solución eficaz de los problemas que la afectan.
Y una de las ciencias sociales que más atención ha prestado a la familia –y una de las que ha acumulado más conocimientos sobre ella—es la sociología, a la cual se le dedicará una atención especial en otro ensayo. De los aportes de las otras ciencias sociales relevantes –economía, historia, psicología, antropología y ciencia política—se ofrecerá, un poco más adelante, una descripción somera.
De momento, cabe señalar dos asuntos relativos a la mirada de la familia desde las ciencias sociales. El primero, que la construcción de esa mirada no fue fácil ni inmediata, sino que supuso un desarrollo previo de las ciencias sociales. Es decir, para que la familia se pudiera convertir en un objeto de estudio científico, primero tuvieron que nacer y afianzarse las distintas ciencias sociales que, asimismo, en distintos momentos se ocuparían de ella. Este proceso tiene su particular importancia, pues permite visualizar la diferencia que existe entre el conocimiento humano y la realidad: en el caso concreto de la realidad de familia, ésta siguió su propio desarrollo antes de que hubiera científicos que le prestaran atención.
Y aún en el presente hay dinámicas familiares reales que escapan a la mirada científica. Sin embargo, una vez que la exploración científica de la familia dio inicio, se comenzaron a acumular conocimientos sobre ella, los cuales, a estas alturas, arrojan mucha luz sobre lo que caracteriza a este micro grupo social. Por lo demás, la historia de las ciencias sociales es, en sí mismo, un tema sumamente interesante, que escapa al propósito de estos materiales. No lo es el señalar que las ciencias sociales llegaron tarde al estudio de la familia, lo cual se explica –como se verá más adelante— por las preocupaciones que les dieron origen y que marcaron sus derroteros durante un largo tiempo.
El segundo asunto a destacar es que las ciencias sociales no han estado solas en su abordaje de la familia, sino que las influencias jurídicas, religiosas y morales han estado presentes en el debate académico, muchas veces compitiendo o incluso, en algunos casos, anulando los conocimientos/explicaciones que sobre la familia han emergido y emergen de la comunidad científica. En tiempos recientes, algo que ha suscitado reacciones negativas en distintos ambientes jurídicos, religiosos y morales es la integración de conocimientos científico naturales (provenientes, por ejemplo, de la biología evolutiva y de la paleontropología) en la explicación de comportamientos y hábitos humanos.
Con las ciencias sociales no fueron ni son tan fuertes las asperezas; con las ciencias naturales sí, especialmente por lo incómoda u ofensiva que resulta para mucha personas –y no sólo a las vinculadas a grupos conservadores y ultra conservadores— la idea de que los humanos pertenecen al orden de los primates. Hay quienes, más de lo que cabe imaginar, que se resisten a aceptar que
“Debemos abandonar ilusión metafísica que hace tiempo nos separó de la naturaleza, la que generó la ficción antropocéntrica en la que aún seguimos anclados como sociedad. Igual que debemos abandonar la idea romántica de que la naturaleza es de algún modo sabia y equilibrada. No somos más que una especie biológica entre la enorme variedad que habita el planeta… Durante siglos nos hemos considerado una especie privilegiada y hemos creído que nos correspondía a nosotros ordenar la naturaleza y gozar de sus recursos a nuestro antojo” (Ritcher-Boix, 2022, pp. 234-235).
La pretendida superioridad-centralidad cósmica de los seres humanos es, desde la perspectiva de las ciencias naturales, sólo eso: una pretensión. En el caso de la familia, se han creado relatos idealizadores –con fuertes raíces religiosas— que son lo opuesto de lo que el examen de la naturaleza (biológica, psicológica y social) de sus integrantes pone de manifiesto. La instauración del matrimonio con el aval de la Iglesia fue crucial en la “divinización” de la familia, siendo una de las consecuencias de ello la creencia de que lo propio de ella era (y es, según creen muchas personas) la estabilidad y la permanencia en el tiempo. Su transformación y su desagregación se vieron (y se ven, para muchas personas) como una ruptura con un mandato divino. Justamente, esta visión se instaló en la cultura occidental durante la Edad media (Sancristóbal Ibáñez, 2002; Brundage, 2000).
Llegados a este punto es conveniente preguntarse acerca de la importancia que tiene mirar –investigar, estudiar— a la familia desde las ciencias sociales. Quizá se puede comenzar por algo esencial: las ciencias sociales permiten conocer a la familia en su realidad efectiva, es decir, la familia tal como existe en cada situación concreta. Ese conocimiento no sólo permite explicar, por ejemplo, cómo funcionan las familias, sus cambios o sus conflictos, sino que es de suma importancia para atender aquellas situaciones que afectan al micro grupo familiar como un todo o a sus miembros en particular. Las fantasías o idealizaciones (míticas, religiosas o jurídicas) sirven de muy poco para el diseño y puesta en práctica de mecanismos que atiendan problemáticas familiares complejas.
También el conocimiento científico de la familia ofrece conceptos más precisos para comprender mejor –dirigir la mirada de manera más certera— a los variados aspectos que están en juego en las dinámicas familiares. Muchas veces no se presta el debido cuidado a las palabras que se usan para referirse a los hechos, acontecimientos o procesos del mundo real (natural y social).
En el caso la familia, las tradiciones religiosas, morales y jurídicas han posicionado en distintos ambientes académicos y populares palabras y conceptos no sólo cargados de valor –como cuando se dice que la familia la “base” o “pilar” de la sociedad, o como, allá por los años setenta del siglo XX, se proclamaban lemas como este: “la familia que reza unida, permanece unida”—, sino que al enfatizar algunos rasgos que se consideran esenciales a ella –como la “unidad” y la “armonía”—impiden visualizar otros que también lo son, aunque no se quieran ver, como las tensiones y los conflictos.
Si se ven las cosas con frialdad, la familia es un micro grupo social, dos de cuyos integrantes (el hombre y la mujer, si se trata de una pareja heterosexual, que deciden convivir como familia) tienen trayectorias de vida distintas e incluso totalmente ajenas –por ejemplo en el caso de personas que proceden de continentes distintos— hasta el momento a partir del cual se establece la relación permanente, pues este es uno de los rasgos característicos de este micro grupo social. No cabe duda de que esas trayectorias previas tienen un peso importante en las dinámicas que se inician una vez que dos personas deciden convivir juntas. Los hijos de esa pareja (cuando existen) no sólo aportan felicidad y satisfacciones, sino responsabilidades, además de su propios intereses, presiones y exigencias al micro grupo familiar.
Así pues, la mirada científica, con su pretensión explicativa y su mayor precisión conceptual, ayuda a tener una postura más crítica y realista ante visiones excesivamente idealizadas y románticas de la familia. La creencia de que una familia sólo es tal cuando existe la armonía y amor en su seno –es decir, cuando hay una ausencia de conflictos, ninguna desarmonía e inexistencia de altibajos en los sentimientos de sus miembros— tiene poco o nulo fundamento en la realidad; y, por el contrario, puede ser una telaraña mental que impida comprender cómo son las familias reales en una sociedad determinada.
Ahora bien, como ya se indicó, las ciencias sociales, al nacer, no hicieron de la familia uno de sus asuntos centrales. Dejando de lado, por ahora, a la sociología, para la economía (la ciencia económica) la preocupación principal, cuando se constituyó (hacia 1700), fue la de cómo las naciones generaban su riqueza. Esta inquietud, que fue la del mercantilismo y la fisiocracia, condujo a la magna obra de Adam Smith Una investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones (1776), con la cual la economía recibe su acta de nacimiento (Smith, 2018).
Como se ve, en Adam Smith lo central es un macroproblema: el origen y causas de la riqueza de las naciones. A partir de este horizonte problemático la ciencia económica comenzó a desarrollarse, abordando distintos temas concernientes a la producción, el trabajo, la oferta y la demanda, la explotación, la tributación, el comercio internacional y las finanzas públicas, entre otros muchos asuntos. La economía clásica transitó hacia el keynesianismo y el neo keynesianismo, para luego arribar a la economía neoclásica. En todo este recorrido, el análisis económico se afinó; la teorización económica se hizo más sofisticada, incluyendo en algunas disciplinas económicas –como la econometría— refinados modelos matemáticos; y se llevaron a cabo, y se siguen llevando a cabo, investigaciones sobre distintos fenómenos tanto macro como microeconómicos (Sánchez Bayón, 2021).
Un giro importante en la investigación económica consistió en analizar desde criterios económicos fenómenos (hechos, sucesos o procesos) que no tienen, como tales, un carácter estrictamente económico, pero no son ajenos a las dinámicas propias de la economía. Tal es el caso de la familia, en cuyo seno, en efecto, se generan dinámicas de ese tipo, para el caso, de consumo, de distribución de recursos, de generación de ingresos y uso de bienes, entre otros. Y son esas dinámicas económicas en el seno de la familia las que suscitan tensiones y conflictos familiares que muchas veces terminan en la ruptura de ella. Las disputas patrimoniales, generadas por bienes que se heredan, han sido y son uno de los temas recurrentes en los tribunales, en distintas partes del mundo. Así, la mirada económica de la familia –con los ojos de la ciencia económica— saca a la luz asuntos espinosos, poco románticos e ideales, que hacen parte de la realidad de las familias (Ríos de Rodríguez, 2009; Castro, Rodolfo, 2015).
Otra ciencia social que entra en escena para el estudio de la familia es la antropología, una ciencia sin duda singular. Su surgimiento, en el siglo XX, estuvo marcado por la confusión en el nombre: la antropología era (y sigue siendo) una rama de la filosofía. Ahora se dice “antropología filosófica”, pero eso se hizo para distinguirla de la “antropología científica”. ¿Y de qué se ocupó esta última cuando surgió? De las costumbres, hábitos, ritos, mitos y formas de ver la vida de pueblos distintos de los europeos. Con el paso del tiempo, la antropología amplió el alcance de sus investigaciones y afinó sus conceptos. En este desarrollo surgió la antropología cultural, gracias a la cual el tema de la cultura ganó un lugar central en el estudio de las sociedades (Rodríguez Ballén, 2020).
Del examen de cómo los grupos sociales generan, crean y recrean sus simbolismos culturales, se pasó al examen más fino de cómo sucede esto en la vida de los individuos. Y el examen de los individuos llevó, en un camino de regreso, hacia los macrogrupos a los que aquél pertenece. ¿Y en medio qué es lo que se tiene? Los microgrupos. Una vez situada en este horizonte, la antropología pudo centrar su atención en la familia. Han salido cosas interesantes del análisis antropológico de la familia, entre otras, que en su seno pueden darse conflictos debido a creencias y valores (es decir, fenómenos culturales) entre sus miembros. O dicho de otro modo, que en las familias no es tan anormal encontrar creencias, opciones y valores discordantes, no homogéneos, que pueden generar discrepancias no siempre manejables por parte de quienes la integran.
Y así como la antropología permite explorar las dinámicas culturales en la familia, la ciencia política permite analizar las dinámicas políticas, pues en la familia también no siempre existe una misma adscripción política o ideológica entre sus miembros. Por supuesto que el estudio de las dinámicas políticas de la familia no fue lo primero que hizo la ciencia política, una ciencia nacida en las primeras décadas del siglo XX. Lo suyo era, y sigue siendo, el estudio de los sistemas políticos, el Estado, las instituciones, los gobiernos, las elecciones y los regímenes políticos, entre otros. Pero hay dos campos de la investigación científico política que condujeron hacia la familia: las ideologías políticas, que en definitiva, están presentes en la subjetividad de los individuos, pero se generan, crean y recrean grupalmente; y las preferencias políticas que, asimismo, son también individuales, pero se gestan en contextos grupales (Ramos Requejo, 1990).
O sea, los grupos de referencia son claves para que cada quien forje su visión y opción política. Claro está que la familia es un grupo de referencia fundamental, y de ahí que sea crucial el análisis de sus dinámicas políticas, no sólo para comprender el comportamiento político de los individuos, sino para comprender cómo se vive la política en el interior de las familias y el impacto que eso tiene en su funcionamiento real. Por último, la ciencia política se dio la mano con la antropología en el estudio de la “cultura política” propia de cada sociedad y época histórica (González y Berrocal, 2000).
Por último, hablar de la subjetividad de los individuos es hablar de sus percepciones, emociones, sentimientos, fantasías, imaginación, ilusiones, aprendizaje, recuerdos, memoria y, en fin, de la actividad cerebral-mental, terrenos en los cuales la ciencia psicológica –nacida a finales del siglo XIX— comenzó a aportar desde sus inicios. Qué duda cabe de que esas dinámicas psicológicas están presentes en la realidad de las familias, marcando las relaciones e interacciones entre sus miembros. Situaciones de anormalidad psicológica (traumas, drogadicción o enfermedades degenerativas, entre otras dolencias) sacan a relucir, muchas veces en forma dramática, el peso de lo psicológico en las dinámicas familiares. Pero lo psicológico no irrumpe sólo en situaciones críticas (o “anormales”), sino en la cotidianidad familiar, pues sus miembros de una familia (los individuos que la conforman) son entidades biológicas, psicológicas y sociales. La psicología (es decir, la ciencia psicológica) ha desarrollado, a lo largo de su recorrido científico, una gama de conceptos e instrumentos de análisis para el estudio de los factores emocionales, sentimentales, afectivos, de apego y desapego, perceptivos y mentales, entre otros, que entran en juego en las dinámicas familiares.
No cabe duda que si se quiere comprender a las familias reales las herramientas de análisis que ofrece la psicología (en sus variadas disciplinas: psicología evolucionista, psicología cognitiva, psicología infantil, por ejemplo) son sumamente valiosas. No debe perderse de vista, además, que en la ciencia psicológica se ha gestado un campo de estudio que atañe directamente a la familia: la psicología de la familia (Burgos Valasco, et al., 2014).
2. Sociedades agrarias y familia
En la descripción de las ciencias sociales que se hizo anteriormente de dejó de lado, al igual que a la sociología, a la historia. Este es el momento de prestarle atención a esta importante ciencia social que es clave para dirigir la mirada hacia atrás en el tiempo, y hacerse cargo de la configuración de las primeras estructuras familiares.
La ciencia histórica tuvo, al igual que otras ciencias sociales, su propia andadura para constituirse como tal. Se tiene que tener claro, para comenzar, que una cosa es la historia de las sociedades humanas –la historia real— y otra el conocimiento que los seres humanos elaboran sobre esa historia; se trata del conocimiento histórico, al que también se hace referencia usando la palabra “historia”. Por supuesto que la historia real es anterior al conocimiento histórico; convencionalmente, se suele aceptar que la historia de la humanidad se inició hace unos 4 mil años –un eje para este quiebre conceptual es la invención de la escritura—, en tanto que lo sucedido hacia atrás en el tiempo recibe la denominación de “prehistoria” o en la “historia profunda”.
Cabe decir que esta división entre historia y prehistoria está siendo sometida a una revisión de envergadura a partir de las investigaciones sobre la evolución de la especie Homo sapiens –surgida en África hace unos 300 mil años—, especie a la que pertenecen todos los humanos que habitan actualmente la tierra. Estas investigaciones revelan comportamientos, hábitos y creaciones tecnológicas y culturales que hasta hace poco tiempo que creían propias de la fase histórica de la humanidad (ACNUR. 2018).
Por otro lado, el conocimiento histórico es una conquista muy posterior en el tiempo. Es hasta los siglos IV y V a. C. que este tipo especial de conocimiento es elaborado en la Grecia clásica. El examen del pasado –un examen crítico e informado, pero también limitado por tratarse de una obra humana— se convirtió desde entonces en una seña de identidad del conocimiento histórico. Quizá el primer historiador sea Heródoto (484 – 425/413 a.C.),
“un escritor griego que inventó el campo de estudio conocido como `historia´. El escritor y orador romano Cicerón lo llamó `el padre de la historia´ por su famosa obra Las Historias, pero los críticos también lo han llamado `el padre de las mentiras´, diciendo que estas `historias´ no son más que cuentos. Aunque es verdad que Heródoto a veces transmite información inexacta o exagera, en general se ha visto que sus recuentos son más o menos fiables. Las críticas tempranas de su obra se han refutado después con pruebas arqueológicas posteriores que demuestran que sus tan criticadas afirmaciones resultaron ser de hecho exactas o que al menos se basaban en la información aceptada de la época. En la actualidad, la mayoría de los historiadores sigue reconociendo a Heródoto como el padre de la historia y como una fuente de información fiable sobre la antigüedad” (Mark, 2018, párrs. 1 y 2).
Desde las primeras investigaciones de Heródoto hasta el presente, el conocimiento histórico ha arrojado luz sobre distintos aspectos del pasado de la humanidad, dando lugar a un cuerpo robusto no sólo de explicaciones coherentes y lógicas de distintos hechos y procesos de la historia real, basado en datos de indudable calidad, sino a un conjunto de herramientas de investigación de nuevos enigmas y fenómenos históricos. En la actualidad, la ciencia histórica es una ciencia social madura, que tiene como objeto de estudio el pasado, pero desde los compromisos e intereses del presente del historiador. Como dice Sánchez Jaramillo:
“Los hombres son curiosos de muchas cosas, entre otras, del pasado; el motivo para buscar conocimientos históricos comienza desde el simple deleite de saber por el saber mismo, aunque ésa no es toda la explicación. La gente se interesa por la historia por el deseo de saber lo que está detrás, por lo que explica un estado de cosas existente que atrae nuestra atención; pero la curiosidad es un factor secundario en el estudio de la historia; los historiadores estudian la historia porque es interesante averiguar cosas; pero la dificultad que experimentan sirve para aguzar y aumentar el interés; el descubrimiento de hechos y la valoración avanzan, lo que ocurrió en el pasado depende de cómo lo interpretamos, de lo que tomamos y de lo que construimos y no de lo que pensemos ahora. El objeto de la historia pertenece al pasado. La historia es una reflexión que deriva el conocimiento de sí y del prójimo, separando la intención propia del conocimiento histórico, confronta el presente con el pasado, lo que cada uno es con lo que ha sido, el sujeto con los otros seres. El presente es el único lugar existente en virtud de su capacidad heurística con relación al conocimiento, proporciona al historiador un punto de partida y los materiales para estudiar los interrogantes cuya solución pretende encontrar en el pasado; el pasado se descubre a partir de lo que explica. El historiador descubre las conciencias a través de las ideas de las obras que se esfuerza en repensar, tomando las que son inteligibles; no obstante, ni la intelectualización ni la espiritualización del objeto, que sólo permiten distinguir conocimientos históricos y psicológicos, bastan para definir la historia” (Sánchez Jaramillo, 2005, p. 69).
La familia requiere de una mirada histórica. Es decir, se tiene que ir hasta el pasado de la humanidad para hacerse una idea más cabal de cómo surgió esta agrupación social particular, con las características que actualmente se le reconocen: por una parte, ser una agrupación formada, como mínimo, por una pareja (que en el presente no tiene por qué ser la de un hombre y una mujer) y sus descendientes (o dependientes) directos. Cabe retomar aquí la diferencia entre prehistoria e historia, anotada antes, pues es en los antecedentes inmediatos de la segunda que se vislumbran las primeras estructuras familiares. Conviene recordar lo dicho sobre la mencionada diferencia.
Pues bien, para distintos especialistas, la historia humana tiene su punto de arranque hace unos 4 mil años, que es cuando se inventa la escritura. Hacia atrás en el tiempo se tendría la prehistoria humana, que llegaría hasta los orígenes evolutivos de la especie Homo sapiens, en África, hace unos 250 mil o 300 mil años. Esta división, ciertamente convencional, ha sido de gran utilidad, especialmente porque la escritura, además evidencias arqueológicas y culturales, han permitido investigar con mucha profundidad la trayectoria de la humanidad desde hace 4 mil años hasta el presente.
La investigación hacia más atrás en el tiempo resultó ser más complicada, pero no dejó de ser motivo de interés para paleontólogos, arqueólogos, antropólogos e historiadores, cuyos esfuerzos, a lo largo de los siglos XIX y XX, fueron arrojando luz sobre el pasado más remoto de la humanidad. Y, gracias a estos esfuerzos, se ha logrado un mejor conocimiento no sólo de lo sucedido con los humanos hace 12-10 mil años, sino en tiempos más lejanos, como por ejemplo la salida de África por parte de la especie Homo sapiens, hace unos 100 mil años, y el poblamiento de los distintos continentes (Carbonell, 2011).
Estos estudios dan cuenta de una transformación de envergadura en la vida de los seres humanos, hace 12-10 mil años: la invención de la agricultura, que se dio de la mano con la domesticación de plantas y animales. Esta transformación –cuyos alcances llegan hasta el presente en cada grano de arroz, maíz, trigo y cebada que se siembra o se consume, y en cada vaca u oveja que surte, con su carne o leche, las mesas de las familias— recibe el nombre de “revolución neolítica”. Como dice Guillermo Altares:
“El Neolítico es el periodo más importante de la historia y uno de los más desconocidos por el gran público. Con la adopción de la ganadería y la agricultura se crearon las primeras ciudades, nació la aristocracia, la división de poderes, la guerra, la propiedad, la escritura, el crecimiento de población… Surgieron, en pocas palabras, los pilares del mundo en el que vivimos. Las sociedades actuales son sus herederas directas: nunca ha tenido tanto sentido hablar de revolución porque dio lugar a un mundo totalmente nuevo. Y tal vez fue también el momento en el que empezaron los problemas de la humanidad, no las soluciones. Sopesar si fue una desgracia o una suerte algo que ocurrió hace 10.000 años y que no podemos revertir puede resultar absurdo, pero es importante tratar de conocer cómo se produjo aquel paso y saber si mejoró la vida de las poblaciones. El motivo es que fue entonces cuando la humanidad comenzó a transformar el medio ambiente para adaptarlo a sus necesidades, y cuando la población de la tierra empezó a crecer exponencialmente, un proceso que no ha hecho más que acelerarse desde entonces” (Altares, 2018, párrs. 1 y 2).
Y esta revolución neolítica impactó radicalmente en las formas de convivencia humana, pese a que “el paso de una economía de caza y recolección a otra de producción agrícola no fue instantáneo y ocurrió en diferentes momentos en los distintos continentes” (Barbujani y Brunelli, 2021, p. 134). Según los autores aludidos, las fases de implantación de la agricultura fueron las siguientes:
“Trigo, cebada, olivo, guisantes y lentejas en el Creciente Fértil desde hace 10.000 años; arroz, soja, cítricos, castañas y té en China desde hace 9.000 años; más arroz, algodón, caña de azúcar, plátanos y nueces de coco en la India y en el Sudeste Asiático desde hace 7.000 años; más o menos en el mismo periodo, maíz, judías, cacao y calabaza en Centroamérica, y patatas, pimientos y más judías en los Andes; finalmente, hace de 4.000 a 2.000 años, en África central, sorgo, mijo y café; en cuanto al tomate, quizá procede de Perú, quizá de México. A partir de los llamados centros de origen del Neolítico, estos cultivos (y paralelamente la cría de ganado) se difunden por todas partes” (Buarbujani y Brunelli, 2021, p. 134).
En el marco del neolítico, la convivencia social humana se fue haciendo estable en las regiones en las cuales la agricultura y la domesticación de plantas y animales reemplazan a la caza y a la recolección como actividades económicas fundamentales. Hicieron su aparición los Estados, con un poder centralizado que permitía ordenar la convivencia social, proteger los territorios y planificar los ciclos productivos agrícolas. Asimismo, los asentamientos sociales permanentes fueron propicios para que un micro grupo social en particular también se hiciera permanente: las parejas humanas que se formaban, principalmente, con fines reproductivos biológicos.
Al vínculo sólido de las madres con sus hijos (e hijas) –un vínculo con fuertes motivos de dependencia biológica— se añadió el vínculo más permanente de los padres no sólo con su pareja mujer, sino con sus hijos e hijas. Son esos vínculos permanentes –no sólo de tipo biológico, sino de tipo social, afectivo y de cuido— los que dieron lugar a la conformación del micro grupo social que posteriormente recibió el nombre de “familia”. Sin la revolución neolítica no se entiende el surgimiento de la familia, pues antes de esa revolución la convivencia social era extremadamente inestable, dado el nomadismo existente en ese entonces. Por razones de dependencia biológica de los hijos respecto de la madre, ésta estaba presente en la vida de los primeros mucho más que el padre, que incluso podía ser totalmente ajeno, como figura paterna, para sus hijos.
En fin, el neolítico permitió que surgiera la figura paterna, la estabilización de las relaciones de pareja y la creación de espacios para su arraigo y cuido recíproco: surgieron los “hogares” llamados a cumplir en su estructura física la función de asegurar, hacia el exterior, con el deslinde respecto de otros grupos y actividades; y, hacia su interior, con las condiciones para resguardarse, descansar, alimentarse y reproducirse (Choza, 2017). Así, en las postrimerías del tercer milenio a.C., ya se había desarrollado en Mesopotamia marcos legales que, entre una amplia gama de temas, regulaban el matrimonio y el divorcio.
“Se han conservado treinta y siete leyes de Ur-Nummu –señala Fernanda Pirie—. Distan mucho de ser exhaustivas y, para los estándares posteriores, no son sofisticadas. Establecen castigos o indemnizaciones por homicidio, daños, detención ilegal y delitos sexuales de distinta índole; especifican lo que debe suceder a los esclavos que mantengan relaciones con sus amos o se comporten mal, y las normas para el divorcio y el matrimonio, los juramentos y las acusaciones, y las disputas agrícolas” (Pirie, 2022, p. 24).
Y, unos mil años después, las Leyes de Hammurabi regulan las relaciones entre padres e hijos, incluso en el caso de que la madre sea una esclava. Como anota Pirie:
“Los esclavos que integraban la sociedad babilónica, sobre todo las concubinas, planteaban dificultades especiales. Las relaciones entre esclavos y hombres libres no estaban prohibidas, pero podían ocasionar problemas en el caso de muerte o divorcio y había que atender cuidadosamente a los niños: `caso que la esposa principal de un hombre le haya alumbrado hijos, y su esclava también le haya alumbrado hijos, (si) el padre, en vida, les declara a los hijos que le haya alumbrado la esclava “sois hijos míos”, y los considera del todo iguales a los hijos de la mujer principal, que los hijos de la mujer principal y los hijos de la esclava, cuando al padre la haya llegado su última hora, hagan partes iguales de los bienes de la casa del padre; el heredero preferido, hijo de la esposa principal, escogerá su parte y se la quedará´”(Pirie, 2022, p. 29).
3. Afectos, socialización y cultura en la familia
Es a partir del neolítico que se puede hablar propiamente de “familia” como un micro grupo social distinto de otros, por ejemplo, micro grupos religiosos o políticos. Y hablar de familia supone dirigir la atención a las relaciones o vínculos entre sus miembros y, en concreto, a lo específico de esas relaciones, es decir, a lo que las cualifica como relaciones o vínculos “familiares”. Y aquí hay tres aspectos a considerar: los afectos que se cultivan las relaciones familiares, la socialización que se realiza en su seno y la presencia de lo cultural también en su interior. Antes de pasar a ello, es pertinente anotar algunas nociones teóricas básicas sobre esos temas.
Así, para comenzar, es oportuno señalar que los afectos pueden ser entendidos como una dimensión psicobiológica humana mediante la cual se tejen relaciones de empatía entre las personas. Los afectos tienen que ver con los sentimientos –sentir el propio cuerpo, sentir los propios estados de ánimo– que se generan ante y con los demás. Los vínculos con los otros pueden dar pie a lo que en la literatura especializada se conoce como apego, siendo lo opuesto precisamente el desapego. El apego –el vínculo afectivo con quienes rodean a la persona— puede ser enriquecedor para quienes participan del mismo, o puede tener rasgos negativos. Ismail Yildiz habla de, por un lado, “apego sereno”; y, por otro, de “apego ansioso” o “inseguro”, siendo este último un resultado de la perturbación del primero.
“Cuando se perturba el apego sereno –indica Yildiz–, el vínculo afectivo se transforma en un apego ansioso o inseguro (se denomina también apego intenso, dependencia excesiva, celos posesivos, etc.). El apego ansioso resulta de la preocupación constante del sujeto de que sus figuras de apego sean inaccesibles o no respondan adecuadamente. Esta preocupación ansiosa puede resultar de separaciones reales de la madre o, con más frecuencia, de la acumulación de experiencias que alteran la confianza en la disponibilidad de las figuras de apego sean inaccesibles o no respondan adecuadamente. Esta preocupación ansiosa puede resultar de separaciones reales de la madre o, con más frecuencia, de la acumulación de experiencias que alteran la confianza en la disponibilidad de las figuras de apego”(Yildiz, 2008, p. 39).
El apego tiene que ver directamente con la empatía, es decir, con la capacidad de ponerse en el lugar del otro. La empatía puede, asimismo, verse perturbada de modo drástico, dando lugar a lo que Simon Baron-Cohen llama “empatía cero” (Barón-Cohen, 2012). Ponerse en el lugar del otro significa sentir e imaginar lo que les sucede, en sus sentimientos, emociones y pensamientos a quienes forman parte del entorno de la persona. De una u otra manera, un apego sereno se traduce en altos niveles de empatía, es decir, a unos afectos positivos, estimulantes y enriquecedores.
En cuanto concepto de socialización el mismo hace referencia al proceso de integración que una persona vive, desde su primera infancia, en el seno de la sociedad de la que forma parte. En ese proceso entran en aprendizajes de diverso carácter: lenguaje, creencias, hábitos, comportamientos, sentimientos y valores que poco a poco van logrando la identificación del individuo –desde su niñez— con los grupos de individuos (grupos sociales) que le rodean. Como señalan Simkin y Gastón:
“Diferentes autores definen la socialización, en términos generales, como el proceso en el cual los individuos incorporan normas, roles, valores, actitudes y creencias, a partir del contexto socio-histórico en el que se encuentran insertos a través de diversos agentes de socialización tales como los medios de comunicación, la familia, los grupos de pares y las instituciones educativas, religiosas y recreacionales, entre otras (…). En la literatura académica, se observan múltiples contenidos de socialización que circulan en la relación entre agentes de socialización y los individuos: actitudes, prejuicios, nociones, valores, símbolos, motivaciones, objetivos, intereses, así como también categorías y clasificaciones sociales, como género –varón, mujer–, raza –blancos, occidentales, negros–, etarias –jóvenes, adultos–, entre otros. Dependiendo de qué contenidos/objetos se esté considerando, diferentes agentes de socialización pueden ser más influyentes que otros” (Simkin y Becerra, 2013, p.122).
Por último, el concepto de cultura apunta, por un lado, a los marcos simbólicos presentes en una sociedad (creencias, mitos, marcas, emblemas, etc.); y, por otro, a los hábitos y prácticas de sus miembros. Algo crucial para los individuos es la configuración de su sentido de pertenencia y de su sentido de ser lo que son: a esto se le suele llamar “identidad”. Pues bien, esa identidad se fragua, en un primer momento, a partir del contexto cultural en el que se nace, y luego se enriquece o cambia según los individuos van ampliando sus relaciones sociales desde lo local hasta lo más lejano.
“Identidad es pertenencia a una comunidad (imaginada e imaginaria). Una pertenencia que se rehace de forma constante, a partir de los nexos que los individuos establecen con sus respectivos contextos socio-culturales. La identidad se forja y se construye en la interacción de los individuos y los contextos. En este sentido, la identidad es, en primera instancia, algo individual, algo subjetivo…a identidad, por tanto, es siempre un proceso. La identidad nos hace ser como somos, en el plano individual; pero también como pertenecientes a un determinado grupo (una nación, una etnia, una secta religiosa, una clase social, etc.). Nos permite relacionamos con los demás de un modo determinado, es decir, con quienes forman parte de nuestro grupo de referencia y también con quienes están fuera del mismo. Nos permite asumir e identificamos con unas actitudes, valores, opciones de vida y comportamientos que son los nuestros, los que nos singularizan como individuos, pero que, a la vez, nos hermanan con quienes leen en ellos claves compartidas” (CIDAI, 2005, p. 502).
En fin, las nociones reseñadas –de afectos, socialización y cultura— ya insinúan el papel de la familia en su cultivo. Eso se explora a continuación.
Pues bien, la raíz de la palabra “cultura” es cultivo, de tal suerte que, aunque suene tautológico, la cultura es cultivo de creencias, normas, valores, formas de ser y de comportarse, todo lo cual se realiza en una sociedad determinada y en un momento histórico determinado. ¿A dónde se realiza ese cultivo de cultura? En el seno de los grupos sociales en los que los individuos realizan su vida, mismos que tienen una importancia específica a lo largo del crecimiento y desarrollo de cada uno de ellos. Así, en las primeras etapas de la vida humana –desde el nacimiento y en toda la primera infancia— el micro grupo familiar en el que nace un nuevo ser humano es decisivo en la configuración de su acervo cultural primario.
Posteriormente, otros grupos sociales irán ganando presencia en la vida de cada cual, pero lo cultivado en el seno familiar de origen, para bien o para mal, marcará la identidad cultural que las personas se van forjando a medida que crecen y maduran (Marín Restrepo, 2017). Lo que el micro grupo familiar genera en su seno, como cultura, es inseparable del contexto social más amplio del cual es parte la familia. Tal como anotan Oudhof, Mercado y Robles:
“Para comprender las tendencias de la vida familiar en las sociedades contemporáneas es necesario tomar en cuenta que la familia forma parte de un entorno sociocultural más amplio; es decir, existe una interrelación dinámica con otros ámbitos de la cultura en la que se encuentra inmersa. En todas las sociedades, la familia como institución cumple múltiples funciones de índole económica, reproductiva, sexual y educativa que son esenciales para su reproducción y transformación a nivel colectivo, así como para el aprendizaje de pautas de conducta y normas culturales que deben facilitar la inserción y participación de las personas a nivel individual en un entorno particular. La manera específica en la que se realizan estas funciones depende en buena medida de las características propias del contexto, por lo que es necesario abordar su relación con la cultura” (Oudhof, Mercado y Robles, 2018, párr. 1).
Y esos mismos autores destacan, asimismo, la relación de la cultura con los comportamientos:
“Dado que la cultura no es únicamente una noción abstracta, sino que se relaciona con el comportamiento humano (…) y se materializa en las prácticas de vida y las actividades que se realizan en determinados escenarios (…), se considera también la dimensión conductual. Ésta se relaciona de manera íntima con la dimensión cognitiva dado que las creencias y los conocimientos compartidos por los grupos tienen una asociación con las prácticas y con las formas de actuar (…); los significados se producen y reproducen en prácticas (o acciones, actividades) concretas en contextos particulares (…). El estudio de la cultura no debe realizarse únicamente en términos de las creencias, sino también abordando las maneras en que son apropiadas y usadas en la vida cotidiana de las personas a través de sus comportamientos” (Oudhof, Mercado y Robles, 2018, párr. 7).
Señalan, además, que la organización de la familia y las relaciones entre quienes la integran influyen en la conducta interpersonal y la subjetividad presente en ella:
“En la vida familiar, la dimensión conductual consiste en los comportamientos concretos que se observan en las maneras de organización de las familias y en las relaciones cotidianas entre sus integrantes. Se refiere a las formas de conducta interpersonal, que en la cultura subjetiva se asocian con la comprensión y organización de las relaciones entre las personas, por ejemplo, entre padres e hijos (…). Asimismo, los grupos familiares también adoptan comportamientos distintivos en la crianza, que regulan la interacción entre los actores que participan en el proceso y sirven para dar forma a la vida cotidiana de padres, madres e hijos (…)”. (Oudhof, Mercado y Robles0, 2018, párr. 8)
Los autores anotan, finalmente, lo siguiente:
Resaltar estas dos dimensiones desde el enfoque cognitivo-conductual permite analizar la diversidad familiar como proceso dinámico, tomando en cuenta tanto las maneras en las que se construyen y reconstruyen las distintas creencias y representaciones que existen al respecto, como la generación de las prácticas y comportamientos cotidianos… El aspecto cultural consiste en un conjunto integrado de creencias y prácticas, que en un contexto caracterizado por la diversidad y la pluralidad se traduce en la coexistencia de diferentes patrones y formas de vida; lo que en este ensayo constituye el punto de partida para el análisis de la diversificación de las estructuras familiares y los roles de sus integrantes” (Oudhof, Mercado y Robles, 2018, Párr. 9).
En síntesis, en las dinámicas descritas se ponen en juego, por un lado, los procesos de socialización que irán incorporando a los nuevos miembros de la familia a la estructura social de la que es parte, precisamente, esa familia. Y a la par, por otro lado, se generará la matriz afectiva a partir de la cual, cada nuevo miembro del micro grupo familiar, forjará su sentido del apego y sus niveles de empatía. Sobre el peso que tiene la familia en las formas de apego que se pueden dar en las personas, Yolanda Dávila señala que:
“El ambiente familiar es el primer clima emocional en el que vive el niño y que le introduce en el grupo familiar (…) y a través de éste, también en el grupo social y cultural en el que la familia se desenvuelve (…). Entonces el sistema de apego de los niños y de sus cuidadores influye y son influenciados por contexto familiar más amplio, incluyendo el matrimonio, la relación de pareja, de padres e hijos y las relaciones entre los hermanos es decir el clima general de la familia en el que el individuo crece. Las buenas relaciones familiares pueden garantizar entonces una adecuada adaptación social (…)” (Dávila, 2017, p. 25;).
4. Un último asunto: la cooperación y conflicto en la estructura familiar
En esta última sección se reflexiona sobre dos asuntos centrales en las dinámicas de la estructura familiar, y a los cuales no se les suele prestar atención de manera conjunta. Es decir, el primero de los temas –la cooperación—suele ser destacado por el valor positivo que se le asocia. No así el segundo –el conflicto—, lo cual probablemente obedece al sentido negativo que lo rodea.
Esas connotaciones positiva y negativa, respectivamente, deberían hacerse a un lado, pues ni la cooperación entre los individuos tiene un sentido positivo intrínseco ni el conflicto entre ellos tiene un sentido intrínsecamente negativo. Ambas situaciones tienen que verse de la manera más neutra posible; deben verse como dos ejes estructuradores y dinamizadores de los micro grupos familiares.
Por el lado de la cooperación, esta característica es propia de especies –como entre otras muchas, la especie Homo sapiens— que autores como E. Wilson definen como “eusociales”. No es un rasgo exclusivo humano, sino de distintos linajes evolutivos en los cuales la ayuda mutua y el altruismo han sido seleccionados por la naturaleza como dimensiones biológicas esenciales.
“De esta suerte –anota Carlos Eduardo Maldonado—, la teoría de la evolución cooperativa (= eusocial) pone de manifiesto una explicación multiniveles de la evolución, así: existe una imbricación entre selección individual y selección grupal, que favorece ampliamente, ya desde los invertebrados hasta los mamíferos superiores más complejos, la cooperación y el beneficio mutuo antes que la competencia y la lucha recíproca. Este modelo ha sido sustentado por nuevas matemáticas de sistemas dinámicos no lineales, que arrojan nuevas y refrescantes luces sobre la lógica de la vida.
Ciertamente, el origen de la eusocialidad ha sido raro en la historia de la vida, debido a que la selección de grupo ha sido excepcionalmente poderosa para relajar la fuerza de la selección individual. Desde la genética hasta la epigenética, la eusocialidad ha sido confirmada una y otra vez poniendo en claro, a plena de luz del día, que las especies se benefician enormemente más de procesos de ayuda mutua antes que de rivalidad.
Digámoslo de manera puntual: los sistemas más complejos son aquellos que poseen eusocialidad, esto es, una condición verdaderamente social. La complejidad se funda en la eusocialidad y a su vez la eusocialidad permite formas, dinámicas y estructuras auténticamente complejas” (Maldonado, 2018, párrs. 7, 8 y 9).
La eusocialidad humana se manifiesta, con especial fuerza, en la familia, un micro grupo social en el cual se vertebran dos ejes de relación entre sus miembros: el eje biológico (el vínculo genético directo entre padre-madre he hijos; y el eje afectivo-cultural entre madre y padre, y entre ambos y los hijos. Por supuesto que si el vínculo directo biológico entre padres e hijos no está presente –si se trata de hijos adoptivos—ello no hace menos fuerte el lazo familiar a partir del eje afectivo-cultural, que tiene por base, a su vez, la eusocialidad de la especie humana como un todo. Lo mismo que esto opera también cuando se establecen parejas del mismo sexo y éstas deciden adoptar a sus hijos. Son los lazos afectivos-culturales los que expresarán la veta eusocial que caracteriza a la especie Homo sapiens.
Como se dice en la cita de arriba: “las especies [eusociales] se benefician enormemente más de procesos de ayuda mutua antes que de rivalidad”. Y en la especie humana son abundantes las evidencias que apoyan esta afirmación. Lo cual no quiere decir que la rivalidad no exista en los grupos humanos: la evidencia es abrumadora. Edwar Wilson, el gran especialista en eusocialidad, lo tenía claro, de ahí que:
“Repasa los hitos más importantes de la evolución de nuestro linaje, y remarca la idea de que en dicha evolución resultó clave la concentración de los grupos humanos en lugares protegidos. La evolución humana se caracteriza, según Wilson, por los siguientes elementos básicos:
- Intensa competencia entre grupos;
- composición inestable de los grupos;
- tensión constante entre los valores seleccionados en el nivel del grupo (tales como honor, virtud y deber) y los seleccionados en el nivel individual (como egoísmo, cobardía e hipocresía);
- y capacidad para captar las intenciones de los otros.
Dada la importancia que él atribuye al grupo y a la selección en el nivel de grupo, considera que el tribalismo es un rasgo humano fundamental, y que diferentes partes de nuestro cerebro han evolucionado, precisamente, como consecuencia de la selección en ese nivel. El resultado de tal evolución habría sido la propensión a constituir grupos. También sostiene que la guerra es un producto genuino de las presiones selectivas que han actuado sobre nuestra especie, ya que es la consecuencia de la tendencia de los grupos a controlar y disponer de recursos, algo que conlleva, necesariamente, el conflicto con los demás grupos” (Pérez, 2015, párr. 4).
La cooperación conduce a la formación de grupos, a la competencia entre ellos, a su inestabilidad y al conflicto y las rivalidades. Aplicado esto a la familia no es de extrañar que como micro grupo social esté atravesado por dinámicas de cooperación, pero también por dinámica de conflicto, por rivalidades no sólo respecto a otros micro grupos familiares, sino en su interior, debido a disputas por los recursos disponibles (que no son sólo materiales) y a los intereses de los integrantes, especialmente si se toma en cuenta las trayectorias personales, previas a la formación de la familia, de los dos fundadores: el padre y la madre.
Referencias
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Fotografía: Luis Armando González