Por: TIQQUNIM. 26/09/2020
Las filosofías primeras suministran al poder sus estructuras formales. Más precisamente, “la metafísica” designa ese dispositivo en el que el actuar requiere de un principio al que puedan relacionarse las palabras, las cosas y las acciones. En la época del Giro, cuando la presencia como identidad última vira hacia la presencia como diferencia irreductible, el actuar aparece sin principio.Reiner Schürmann, “¿Qué hacer en el fin de la metafísica?”
Al inicio, habría una visión, en uno de los pisos de aquellas siniestras colmenas de vidrio ubicadas en el sector terciario; la visión interminable, a través del espacio panoptizado, de decenas de cuerpos sentados, en fila, distribuidos de acuerdo con una lógica modular; decenas de cuerpos sin vida aparente, separados por delgadas paredes de vidrio, tecleando en sus computadoras. En esta visión, a su vez, habría una revelación del carácter brutalmente político de semejante inmovilización forzada de los cuerpos. Y la evidencia paradójica de cuerpos que están tanto más inmóviles cuanto sus funciones mentales resultan activadas, cautivadas, movilizadas; funciones que borbotean y responden en tiempo real a las fluctuaciones del flujo informacional que atraviesa la pantalla. Tomemos esta visión, o más bien lo que en ella encontramos, y démosle un paseo ahora a través de una exposición del MoMa en Nueva York, donde unos cibernéticos entusiastas, conversos recientemente a la coartada artística, han decidido presentar al público todos los dispositivos de neutralización, de normalización a través del trabajo, que tienen en mente para el futuro. La exposición se titularía Workspheres: se expondría en ella el modo en que un iMac transforma el trabajo —que ha devenido en sí mismo superfluo e insoportable— en ocio, y cómo un ambiente “de fácil manejo” prepara al Bloom promedio para que soporte la existencia más desolada y maximice de esta manera su rendimiento social, o cómo le desaparecerá toda disposición a la angustia, a este Bloom, cuando se hayan integrado en su espacio de trabajo personalizado todos los parámetros de su psicología, sus hábitos y su carácter. De la conjunción de estas “visiones” nacería la sensación de que, finalmente, se ha logrado producir el espíritu; y a su vez, producir el cuerpo como desperdicio, masa inerte y voluminosa, condición —pero sobre todo obstáculo— del desenvolvimiento de procesos puramente cerebrales. La silla, la mesa, la computadora: un dispositivo. Un apresamiento productivo. Una empresa metódica de atenuación de todas las formas-de-vida. Jünger bien hablaba de una “espiritualización del mundo”, pero en un sentido que no era necesariamente elogioso.
Podríamos imaginar una génesis distinta. Al inicio, habría en esta ocasión una molestia, una molestia unida a la generalización de artefactos de vigilancia en los almacenes; arcos antirrobo especialmente. Habría una ligera angustia, al momento de traspasarlos, por saber si sonarán o no, por saber si uno será extraído del flujo anónimo de los consumidores como “el cliente indeseable”, como “el ladrón”. Habría pues, en esta ocasión, la molestia —¿o quién sabe? el resentimiento— por haberse hecho atrapar en algunas ocasiones, y la clara presciencia de que los dispositivos comenzaron últimamente a funcionar. O de que esta tarea de vigilancia, por ejemplo, es cada vez más confiada exclusivamente a una masa de vigilantes que tienen buen ojo, al haber sido ellos mismos los antiguos ladrones. Ellos que son, bajo cualquiera de sus gestos, dispositivos a pie.Imaginemos ahora una génesis, del todo improbable ésta, para los más incrédulos. El punto de partida no podría ser otro que la cuestión de la determinidad, del hecho de que hay, inexorablemente, determinación; pero se trata de una fatalidad que puede a la vez tomar el sentido de una temible libertad de juego con las determinaciones. De una subversión inflacionista del control cibernético.
Al inicio, no habría nada, finalmente. Nada que no sea el rechazo a jugar inocentemente cualquiera de los juegos que se hayan previsto para engatusarnos. ¿Y quién sabe? el deseo feroz de crear algunos de ellos vertiginosos.
I
¿En qué consiste, exactamente, la Teoría del Bloom? Consiste en un intento de historizar la presencia, de tomar nota, para comenzar, del estado actual de nuestro ser-en-el-mundo. Otros intentos de la misma naturaleza han precedido a la Teoría del Bloom, entre los cuales el más notable, después de Los conceptos fundamentales de la metafísica de Heidegger, resulta definitivamente El mundo mágico de De Martino. Sesenta años antes de la Teoría del Bloom, la antropología italiana ofrecía una contribución, hasta el día de hoy inigualada, en torno a la historia de la presencia. Pero mientras que filósofos y antropólogos desembocaban en este resultado, en la constatación del sitio donde somos con el mundo, en la constatación de nuestro propio colapso, fue de allí que nosotros partimos, así que aquí consentiremos.
Hombre de su época en esto, De Martino pretendía creer en toda la fábula moderna del sujeto clásico, del mundo objetivo, etc. Luego distinguió entre dos épocas de la presencia, la que tiene curso en el “mundo mágico”, primitivo, y la del “hombre moderno”. Todo el malentendido occidental con respecto de la magia y, más generalmente, de las sociedades tradicionales, dice en resumen De Martino, se debe al hecho de que pretendemos comprenderlas desde afuera, a partir del presupuesto moderno de una presencia adquirida, de un ser-en-el-mundo asegurado, apoyado en una clara distinción entre el yo y el mundo. En el universo tradicional-mágico, la frontera que constituye al sujeto moderno como un sustrato sólido, estable, seguro de su ser-ahí, ante el cual se extiende un mundo atestado de objetividad, conforma todavía un problema. Dicha frontera existe en este universo para conquistarlo, para fijarlo; la presencia humana es así constantemente amenazada, sintiéndose en un peligro perpetuo. Así, esta labilidad coloca a la presencia humana a merced de cualquier percepción violenta, de cualquier situación saturada de afectos, de cualquier acontecimiento inasimilable. En casos extremos, conocidos bajo diversos nombres en las civilizaciones primitivas, el ser-ahí es totalmente devorado por el mundo, una emoción o una percepción. A esto los malayos lo llaman latah, los tunguses olon, algunos melanesios atai, y entre los mismos malayos está relacionado con el amok. En tales estados, la presencia singular se desploma completamente, entra en una indistinción con los fenómenos y se deshace con un simple eco, mecánico, del mundo que le rodea. De este modo un latah, un cuerpo afectado de latah, coloca la mano sobre la llama apenas esbozado el gesto para hacerlo o, encontrándose de golpe cara a cara con un tigre en la cima de un sendero, comienza a imitarlo furiosamente, poseído como está por semejante percepción inesperada. También se relatan casos de olon colectivo: durante la formación de un regimiento cosaco por parte de un oficial ruso, los hombres del regimiento, en lugar de ejecutar las órdenes del coronel, comienzan repentinamente a repetirlas en coro; y cuanto más los colmaba de insultos el oficial y éste se irritaba por su rechazo a obedecer, más le regresaban ellos sus insultos e imitaban su cólera. De Martino caracteriza de este modo el latah, haciendo uso de sus categorías aproximativas: “La presencia tiende a permanecer polarizada sobre un contenido particular, no alcanza a ir más allá de ello y, por consiguiente, desaparece y abdica en tanto que presencia. Colapsa así la distinción entre presencia y mundo que se hace presente.
”Así pues, para De Martino existe un “drama existencial”, un “drama histórico del mundo mágico”, que es un drama de la presencia; y el conjunto de las creencias, técnicas e instituciones mágicas están ahí para responder a tal situación: para salvar, proteger o restaurar la presencia mermada. Por tanto, ese conjunto está dotado de una eficacia propia, de una objetividad inaccesible al sujeto clásico. Una de las maneras que tienen los indígenas de Mota para vencer la crisis de la presencia provocada por alguna reacción emocional intensa, consistirá así en asociar a aquel que ha sido su víctima con la cosa que la ha ocasionado, o algo que la represente. En el curso de una ceremonia, dicha cosa será declarada atai. El Chamán instituirá una comunidad de destino entre esos dos cuerpos que estarán, a partir de ahora, indisoluble y ritualmente unidos, a tal punto que en el idioma indígena atai significa simplemente alma. “La presencia que se arriesga a perder todo horizonte se reconquista incorporando su unidad problemática a la unidad problemática de la cosa”, concluye De Martino. Esta práctica banal (la de inventarse un alter ego objetal) es aquello que los occidentales recubrirán con el apodo de “fetichismo”, rechazando comprender que el hombre “primitivo” se recompone, al reconquistar una presencia, mediante la magia. Reproduciéndose el drama de su presencia en disolución, pero esta vez acompañado y apoyado por el Chamán —en el trance, por ejemplo—, pone en escena dicha disolución de tal manera que vuelve a ser su amo. Lo que el hombre moderno reprocha tan amargamente al “primitivo”, después de todo, no es tanto su práctica de la magia, sino la audacia que tiene para otorgarse un derecho que es juzgado obsceno: el de evocar la labilidad de la presencia y, con ello, volverla participable. Y es que los “primitivos” se han dado los medios para vencer ese tipo de desamparo, cuyas imágenes más familiares para nosotros son el moderno despojado de su portátil, la familia pequeñoburguesa privada de tele, el automovilista con el coche rallado, el ejecutivo sin oficina, el intelectual sin la palabra o la Jovencita sin su bolso.
Pero De Martino comete un error inmenso, un error de fondo sin duda inherente a toda antropología. De Martino ignora la amplitud del concepto de presencia, ya que la concibe todavía como un atributo del sujeto humano, lo cual le lleva inevitablemente a oponer la presencia al “mundo que se hace presente”. La diferencia entre el hombre moderno y el primitivo no consiste, como De Martino dice, en el hecho de que el segundo se encontraría en defecto con respecto del primero, al no haber adquirido aún la seguridad de éste. La diferencia consiste, por el contrario, en que el “primitivo” demuestra una mayor apertura, una mayor atención, al venir a la presencia de los entes, y por tanto, como consecuencia, una mayor vulnerabilidad a las fluctuaciones de éste. El hombre moderno, el sujeto clásico, no es un salto fuera de lo primitivo, sino que, más bien, es tan sólo un primitivo que se ha vuelto indiferente al acontecimiento de los seres, que ya no sabe acompañar al venir a la presencia de las cosas, que es pobre de mundo. De hecho, toda la obra de De Martino está atravesada por un amor infeliz hacia el sujeto clásico. Infeliz, debido a que De Martino tiene, como Janet, una comprensión demasiado íntima del mundo mágico, una sensibilidad demasiado rara hacia el Bloom, como para no sentir, secretamente, todos sus efectos. Lo que ocurre es que, cuando se es un hombre, en la Italia de los años 40, ciertamente se tiene más que nada el interés de callar dicha sensibilidad y de confesar una pasión desenfrenada por la plasticidad majestuosa y, a partir de ahora, admirablemente kitsch del sujeto clásico. De este modo, De Martino se acorraló en la postura cómica que es denunciar el error metodológico de querer aprehender el mundo mágico desde el punto de vista de una presencia asegurada, al mismo tiempo que la conserva como horizonte de referencia. En última instancia, hace suya la utopía moderna de una objetividad pura de toda subjetividad y de una subjetividad exenta de toda objetividad.
En realidad, la presencia es tan poco un atributo del sujeto humano que ella es aquello que se da. “El fenómeno a retener, aquí, no es ni el simple ente ni su modo de estar presente, sino la entrada en presencia; una entrada que es siempre nueva, cualquiera que sea el dispositivo histórico en que aparezca lo dado” (Reiner Schürmann, El principio de anarquía). Así se define el ek-stasis ontológico del ser-ahí humano, su co-pertenencia a cada situación vivida. La presencia en sí misma es inhumana. Inhumanidad que triunfa en la crisis de la presencia, cuando lo ente se impone en toda su aplastante insistencia. La donación de la presencia, entonces, ya no puede seguir siendo acogida; toda forma-de-vida, es decir, toda manera de acoger esta donación, se disipa. Lo que hay que historizar no es entonces el progreso de la presencia hacia la estabilidad final, sino las diferentes maneras en que ésta se da, las diferentes economías de la presencia. Y si bien existe hoy en día, en la era del Bloom, una crisis generalizada de la presencia, esto es así solamente en virtud de la generalidad de la economía en crisis: la economía occidental, moderna y hegemónica, de la presencia constante. Economía que tiene como característica propia la denegación de la posibilidad misma de su crisis por medio del chantaje del sujeto clásico, regente y medida de todas las cosas. El Bloom resalta históricamente el fin de la efectividad social-mágica de ese chantaje o fábula. La crisis de la presencia entra nuevamente en el horizonte de la existencia humana, pero no se responde a ella de la misma manera que en el mundo tradicional; no se la reconoce como tal.
En la era del Bloom la crisis de la presencia se cronifica y se objetiva en una inmensa acumulación de dispositivos. Cada dispositivo funciona como una prótesis ek-sistencial que se administra al Bloom para permitirle sobrevivir en la crisis de la presencia sin que la perciba, y para permitirle permanecer en ella día tras día sin sucumbir — un celular, un psicólogo, un amante, un sedante o un cine conforman una especie de muletas bastante adecuadas, siempre y cuando uno pueda cambiarlas a menudo. Considerados singularmente, los dispositivos son otras tantas fortalezas erigidas contra el acontecimiento de las cosas; tomados en masa, son el hielo seco que se esparce sobre el hecho de que cada cosa, en su venir a la presencia, lleva consigo un mundo. Lo objetivo: mantener a toda costa la economía dominante mediante la gestión autoritaria, en todo lugar, de la crisis de la presencia; instalar planetariamente un presente contra el libre juego de todo venir a la presencia. En pocas palabras: el mundo se endurece.
Desde que el Bloom se ha insinuado en el corazón de la civilización, se ha hecho todo lo posible para aislarlo, para neutralizarlo. Muy a menudo, y ya muy biopolíticamente, se le ha tratado como una enfermedad: primero se llamó psicastenia, con Janet, y luego esquizofrenia. Hoy en día se prefiere hablar de depresión. Las calificaciones cambian, ciertamente, pero la maniobra es siempre la misma: reducir las manifestaciones del Bloom que son demasiado extremas a puros “problemas subjetivos”. Circunscribiéndolo como enfermedad, se lo individualiza, se lo localiza y se lo reprime, de tal manera que ya no pueda ser asumible colectivamente, comúnmente. Si lo vemos bien, la biopolítica nunca ha tenido otro propósito: garantizar que nunca se constituyan mundos, técnicas, dramatizaciones compartidas, magias, en el seno de las cuales la crisis de la presencia pueda ser vencida, asumida, pueda devenir un centro de energía, una máquina de guerra. La ruptura de toda transmisión de la experiencia, la ruptura de la tradición histórica está ahí, salvajemente mantenida, para asegurar que el Bloom se mantenga siempre entregado, remitido a “sí mismo”, a su propia y solitaria burla, a su aplastante y mítica “libertad”. Existe ante todo un monopolio biopolítico de los remedios para la presencia en crisis, que siempre está dispuesto a defenderse con la violencia más lejana.
La política que desafía este monopolio toma como punto de partida, y como centro de energía, la crisis de la presencia: el Bloom. A esta política la calificaremos como extática. Su propósito no es rescatar abstractamente, a fuerza de re/presentaciones, la presencia humana en disolución, sino en la elaboración de magias participables, de técnicas de habitación, no tanto de un territorio, sino de un mundo. Y es esta elaboración, la del juego entre las diferentes economías de la presencia, entre las diferentes formas-de-vida, lo que exige la subversión y la liquidación de todos los dispositivos.
Aquellos que aún reclaman una teoría del sujeto, como un último aplazamiento ofrecido a su pasividad, harían mejor en comprender que, en la era del Bloom, una teoría del sujeto ya sólo es posible como teoría de los dispositivos.
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Fotografía: TIQQUNIM.